Voy a montar un restaurante. ¿Dónde lo hago?
Tranquilos, no es una declaración de intenciones –y no lo es ni por falta de ganas ni por temor a los que me tienen ganas-, sino que es el mejor calzador que he encontrado para la crónica del restaurante DOP (el recién inaugurado en la barcelonesa Vía Augusta, y no el situado en la aledaña calle Amigó).
Sin duda, podría hacerlo en una zona turística (e.g. la Barceloneta) o de masas (por ejemplo, en el Paseo de Gracia), dónde los potenciales clientes no me faltarán. No obstante, para ello, debería tener un bolsillo profundo pero todavía más la garganta, pues en estos enclaves, por regla general, uno no sirve lo que quiere, sino lo que quieren –no creo que descubra a nadie que la cocina también se prostituye-.
Condicionado por la economía y por los principios, podría intentar buscar un local bueno, bonito y barato, pero, y pues en gastronomía el cambio de duros a cuatro pesetas es también una quimera, terminaría viéndome en un cuchitril intentando arrastrar allí dónde Jesucristo perdió su zapatilla a un público al que, salvo mucho talento mediante ante los fogones, la excursión no les merecería la pena.
O también podría, y lo que supondría matar dos pájaros de un tiro dado lo que cuesta conseguir licencias de restauración en Barcelona, intentar hacer renacer de sus cenizas, cual Ave Fénix, un espacio en el que se ha dado sepultura a los sueños de otros restauradores –en algunos casos, pues toda la voluntad puesta era inversamente proporcional a su profesionalidad o, en otros, pues faltaba lucidez, lucimiento o ambos-.
De apostar por esta última opción, seguramente, daría en el clavo, por enclave (situado en una zona pudiente) y por espacio (posee una amplia sala y uno de los patios interiores más bellos de Barcelona), de apostar por el local por el que pasaron, con más pena que gloria, los restaurantes Il Bellini y Toffees.
Por desgracia –para mí, no así para vosotros- llegaría tarde, pues hace menos de un mes que allí se ha instalado el nuevo restaurante DOP.
Ante todo, quiero compartir la sorpresa –hasta cierto desasosiego- que me causó el ver, en un paseo vespertino de hace unas semanas, que en este privilegiado espacio se iba a instalar una franquicia de un restaurante con poco valor gastronómico. No obstante, y como suele suceder con muchos apriorismos, estaba en un error, pues, el DOP de Vía Augusta, lejos de ser un franquiciado del de la calle Amigó, es una casa de comidas con personalidad propia y, anticipando acontecimientos, un restaurante de alto valor gastronómico que, con el de la calle Amigó solo comparte el nombre y la propiedad.
Y a propósito de lo anterior, me pregunto, ¿Es acertado, entonces, el bautismo del restaurante? ¿Vía Augusta aportará una pátina de calidad a Amigó, o será la alargada sombra de éste la que acabará por no permitir brillar al nuevo DOP? El tiempo –el más inexorable e implacable de los juzgadores- dirá.
Y ya sin más dilación, crucemos el umbral de la puerta del restaurante DOP de la Vía Augusta y encontremos el porqué de su virtud (recientemente reconocida con la distinción, en el marco de Madrid Fusión 2015, como Restaurante con un toque especial).
Sin duda, entre los haberes del nuevo DOP se pueden contar una sala tan contemporánea como acogedora y provista de una interesantísima barra con vistas a la cocina, la ya referida bucólica terraza interior (se abrirá al público a finales de abril) o un servicio amable, voluntarioso, pero falto de rodaje.
No obstante, el gran mérito del restaurante DOP reside en el atino mostrado por sus propietarios al haber puesto las riendas de la cocina en las manos de Juanjo Rodríguez (cocinero y propietario del malogrado restaurante Codium de la calle Villaroel).
Juanjo Rodríguez: alumno de la primera promoción de la Escuela de Hostelería de Barcelona, en la que compartió pupitre, o fogones, con ilustres cocineros como Carles Abellán, José Andrés y Sergi Arola, y cuyo principal faro siempre fue Jean Luc Figueras (con quien compartió sus últimas horas en Turquía).
Y lo que hace unos días pude probar de la cocina de Juanjo fue:
Un dúo de aperitivos de la casa, en el que la sabrosísima “Air baguette” rellena de salmorejo y coronada con anchoa del Cantábrico, estaba dos y hasta tres peldaños por encima de un resultón, pero algo ajado –guiño, o concesión, a un barrio que sigue rindiendo ciego culto a las croquetas de Semon-, pincho de chistorra y pasta filo.
Un pobre servicio de pan regado por un correcto aceite de hojiblanca jienense. Sin duda, este es el capítulo que mayor enmienda requiere y, especialmente, a tenor del “nivelón” que hoy observamos en Barcelona -¡Los panarras estamos de enhorabuena!-. Será la crisis y aquello que el hambre agudiza el ingenio, pero gracias a ésta, además del pan, hemos recuperado muchos productos que valen mucho más de lo que cuestan y que hasta hace bien poco eran denostados (e.g. casquería) –cuando se cierra una puerta, siempre se abre una ventana-.
Una excelente ostra del Delta con Bloody Mary y jengibre. A priori, el enunciado me inspiró ciertas dudas y, de nuevo, me di con la sabrosa realidad en los morros, pues era todo equilibrio y profundidad.
Una interesante navaja cocinada a baja temperatura (65 grados) y acompañada con vinagreta de yuzu y ralladura de cítricos. Sin duda, me quedo con la versión del restaurante Espai Kru, pero ésta no la desmerece nada.
Un muy buen carpaccio de gamba de Huelva –excelente materia prima-, aderezado con una buena “brunoise” de verduras encurtidas y un helado, de elaboración propia, de pimiento del piquillo –lo único que chirriaba del plato pues, a mi entender, y a pesar de la calidad del helado, el sabor del piquillo era demasiado invasivo y maridaría mucho mejor con un carpaccio de bacalao o de ternera-.
Uno de los buques insignia de la cocina de Juanjo y del que ya había disfrutado como un niño en su Codium: “tataki” de atún con salsa de soja y sésamo y helado de wasabi (también de elaboración propia y que, a pesar de ser aquí un magnífico secundario, tiene mérito suficiente como para ser un protagonista de Óscar, por ejemplo, en un postre). Fue el plato que más disfruté de la cena y si el atún hubiese sido D.O. Balfegó… ¡Qué os voy a contar! Pero viajar a Japón por 14€ es, además de un lujo, todo un chollo.
Una excelente composición de bacalao Skrei (la mejor “merluza” del Mar del Norte, de la que, encarecidamente, os recomiendo que disfrutéis es estos últimos días de su temporada –no querréis que acabe la Cuaresma-), tripa de bacalao, guisantes del Maresme, trufa y un pil-pil con un acertadísimo toque de Jerez. Un plato de temporada de “chapeau”.
Una muy buena pieza de secreto ibérico Quercus cocinada, ahumada, al Josper y acompañada de piquillos y patatas paja, que hubiese brillado en todo su esplendor con unos minutos menos de cocción.
Un notable milhojas con mascarpone, fresones y vinagre de Módena.
Unas excelentes torrijas (receta de Jean Luc y que, de lo cremosas que eran, más parecían leche frita) con helado de “carquinyoli”.
Y la guinda a tan grata sorpresa la puso una muy buena Coca de Llavaneras.
En definitiva, el número 201 de la Vía Augusta ya tiene el inquilino que llevaba tiempo demandado a gritos.
Bodega: En exceso clásica –otra concesión al vecindario- carta de vinos. Mi elección, el Cal Pla Negre 2012 (Garnacha y Cariñena), del Celler Cal Pla (una de las bodegas con más solera –no cabía otra- del Priorat).
Precio: 50€. Precio medio: 35€-50€. Disponen también de un interesante menú mediodía por 20€.
En pocas palabras: ¡Sorpresa, sorpresa!
Indicado: Para creer -que buena falta nos hace- en segundas, terceras… enésimas oportunidades.
Contraindicado: Para los que a la zona alta la temen más que los moluscos a la marea baja.
Via Augusta 201, Barcelona.
933 488 435
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