martes, 21 de mayo de 2013

Colorín, colorado…

Sí, este cuento se ha acabado.

Y haciendo buenos los versos –puede que por primera vez en estos tres años y medio de farragosas crónicas- del genial poeta catalán Miquel Martí i Pol, que rezan:

“Deixa que els mots conservin el misteri
del seu origen, per impur que sigui;
però salva’ls si pots de la feixuga
servitud que els sotmet a gratuïtes
verbositats, a incerts malabarismes.

L’essencial es diu amb senzillesa.

El poema, que sigui l’aire en què
cada mot, exaltant-se, recuperi
la plenitud, l’esclat, la fantasia.”


El último capítulo de este cuento que agoniza será breve -muy breve- y, por lo esencial de lo que quiero deciros lo haré con palabras bien sencillas.

Gracias y hasta luego.

Gratitud por los quiméricos, allá por noviembre de 2009 cuando este blog daba sus primeros pasos, 600.000 clics de apoyo –en un alarde de prestidigitación, los de desaprobación los he contado entre ellos- recibidos en estos tres años y medio; por haber soportado mi verborrea –nada reprocho a los lectores alfiles ni a los que hacen de “una imagen vale más mil palabras” su dogma-; por haber enriquecido esta tribuna con vuestros comentarios; y, sobretodo, por la confianza que unos cuantos habéis puesto en mis opiniones, materializada en visitas a los restaurantes reseñados.

El adiós que todo hasta luego lleva implícito trae causa en cierto agotamiento. El de mis ideas para seguir hacer creciendo este blog –cuando lo exponencial pasa a ser logarítmico, es el momento de “a otra cosa mariposa”- y el de un panorama gastronómico, a pesar de su riqueza, finito y, últimamente, demasiado endogámico.

Y la fecha de caducidad –no será la de un yogur, pues, además de ya no la tenerla, era muy breve, pero no alcanzará la de esas conservas con alma de ajuar- que esta despedida trae aparejada, responde a que amo a la gastronomía y algún día desearé volver a gritarlo a los cuatro vientos –desde una tribuna electrónica, desde la calidez y el romanticismo que solo el papel confiere… no lo sé-.

Gracias y hasta luego.

PD: Si a alguien le preocupa mi futuro, por favor, que no sufra más, pues como pude confirmar el pasado fin de semana con los tres maravillosos ágapes que me regalé en los restaurantes Aponiente (El Puerto de Santa María), José Carlos García (Málaga) y Bodegas Campos (Córdoba), como mejor se disfruta de la gastronomía es en la intimidad y con una equilibrada mezcla de sosiego y pasión. Tres elementos del todo incompatibles con mi concepción de un buen blog gastronómico, pues nada hay menos íntimo, sosegado y pasional que una cámara, un bloc de notas y publicaciones frecuentes y, en la medida de lo posible, objetivas.

lunes, 13 de mayo de 2013

Carrot Café

¿Pueden convivir pacíficamente en una misma sentencia los conceptos “American Diner” y Via Veneto?

A juicio de Xavier Uño –en su currículo los encontraréis ambos referenciados a un mismo nivel, a pesar de que pasó más de un lustro bajo las órdenes de la familia Monje y mucho menos duró su aventura americana-, y de la aprehendida, en mi visita de hace dos semanas, realidad del restaurante Carrot Café… ¡Definitivamente sí!

De Xavier, amo y señor, y responsable de compras, camarero o cocinillas –en la no reconocida por la RAE acepción de “cocinero amateur”- de la partida de postres del restaurante Carrot Café, solo añadiré que es una delicia observar cómo se desvive por sus clientes –y por ello, y a diferencia de lo que sucede en el 99% de los restaurantes de Barcelona, los que visitan su casa de comidas somos mucho más que números en un balance-, y que es un ensamblador –la magia en el restaurante Carrot Café no acontece ni en el pase ni en la “mise en place”, sino que tiene lugar durante la incansable búsqueda de Xavi de los mejores proveedores (por ejemplo: de cinco panaderías provienen la decena de panes con los que trabaja o Jordi, mi Jordi, el de la carnicería Casademunt del Mercado de Sarrià, es su proveedor de hamburguesas)- como pocos encontraréis.

Nada habla mejor del restaurante Carrot Café que los platos que, en breve, reseñaré, no obstante, cuatro son los apuntes previos que voy a hacer:

El primero, y por una cuestión de coherencia, en este caso, cronológica, versa sobre la fecha de su apertura (en septiembre de 2012). Ya lo veis, otro dispuesto a desafiar a la maldita crisis.

El segundo responde a la sorpresa que me causó descubrir, en una de las zonas más oscuras y viejas del 22@, un restaurante con tanta luz y de un interiorismo tan fresco.

En el tercero, una de cal y otra de arena, pues no es de recibo –en el fondo sí que lo es, y en la factura, casi de risa, está el recibo- que productos tan cuidados (i.e. embutidos, carne, panes o ¡Cervezas!) convivan con otros de chichinabo (i.e. algunas hortalizas y unas cuantas salsas, especialmente el kétchup y la mostaza)

Y el cuarto se limita a un: por lo que fue, por lo que es y me quedé con las ganas de probar (i.e. bagel de roast beef, sándwich de pan de coca crujiente con sobrasada, tomate y huevo, o bikini de jamón ibérico, queso suizo, cerdo asado, mostaza y jalapeños) y lo que promete ser -nuevos bocatas, como el de Pastrami, Stilton y chucrut, el de bogavante o la hamburguesa de cordero halal, están a punto de ver la luz- ¡Volveré!

Y tras uno de los más lacónicos prefacios que he escrito últimamente, he aquí la bonita, buenísima y baratísima realidad gastronómica del restaurante Carrot Café:

Un correcto humus para ser untado en unos buenos grissinis.

Un notable bikini de porchetta. Sin duda, su “Messi”, la coca de pan del Maresme que hacía las veces de pan de molde.

Una excelente foccacia, de nuevo, un pan de 10, de porchetta, scamorza afumicata, crema de setas y trufa –lo artificial del sabor de ésta última ha estado a punto de costarle la excelencia en mi valoración a este bocata, pero es que estaba taaaaaaaaaan bueno- y tomate al horno.

Un muy buen bocata -de nuevo, ¡Vive la coca de pan del Maresme!- de butifarra negra de Vilobí.

Un magnífico –sin duda, el rey de la velada- bocata de pastrami, scamorza afumicata, mostaza de miel y pepinillos, en el que la calidad del embutido y del pan, de centeno, no tenían parangón.

“La” hamburguesa (200 gramos de filete de pobre de vaca, con un mes de maduración y picado lo justo). Una lástima que ni el cheddar, ni el tomate, ni el beicon, ni la cebolla confitada, ni las patatas, ni mucho menos el kétchup y la mostaza que la acompañaban, estuviesen a su altura.

Y unos brutales –los mejores que he comido en Barcelona y parte del extranjero- pasteles –solo por el capítulo dulce merece la pena la excursión al restaurante Carrot Café- de:

Zanahoria -uno entiende el nombre del restaurante-.

Y de queso -uno se pregunta el porqué de no bautizarlo "Cheesecake Café"-.

En definitiva, un restaurante, por su calidad y sus precios, total, esto es, más que recomendable para todos los públicos y para todo tiempo.

Bodega: De las cuatro decenas de cervezas y del par de referencias de vino (una de blanco y otra de tinto -prometido quedó ampliar tan paupérrima selección-), que la conforman, me quedé con: las belgas Duvel y La Chouffe, y la alemana y ahumada Aecht Schlenkerla Rauchbier.

Precio: Entiendo que, como Santo Tomás, necesitéis ver para creer –si eso os obliga a ir al restaurante Carrot Café ¡Bienaventurados sean los desconfiados!-, pero la anterior y pantagruélica cena para dos personas me costó 50 € (25 € por barba -aunque, por algo menos de 20 €, un estómago normal ya diría ¡Basta!-). Además, cuentan con un trío de menús que son un auténtico regalo: Vegetariano (9,5€), Ejecutivo (10,5€) y Fast Lunch (7,5€).

En pocas palabras: La sandwichería de Barcelona.

Indicado: Para que los que creen a pies juntillas en eso de “demasiado bueno para ser verdad” reparen en su error.

Contraindicado: Para los que el sándwich es como la mona –esa que aún vestida de seda, en mona se queda-.

Tànger 22, Barcelona.
933 093 375

viernes, 3 de mayo de 2013

Gaig

Una cena en el olvidado Jaume de Provença, otra en la bucólica –la del Born, pues su actual sala deja casi tan frío como su cocina- Hofmann, y otra en el originario y genuino Gaig –el de Horta-, fueron los regalos escogidos –y acertados- por mis padres para celebrar algunos de mis adolescentes cumpleaños.

Diez años pasaron hasta que decidí acercarme de nuevo a la cocina de Carles Gaig, aunque en esa ocasión la cena tuvo lugar en la postiza casa de comidas del Hotel Cram.

Y hoy se cumple una semana de mi última –en más acepciones de las que desearía- cena “con” Gaig.

Un cocinero, tres cenas, tres emplazamientos y tres cocinas.

En cuanto al pionero, genial, incombustible, premiado… Carles Gaig, nada más voy a deciros, pues pocos serán los que no tienen su –o la de otros- opinión sobre él y ya me meto en suficientes berenjenales como adentrarme en el pantanoso terreno de lo personal.

De las tres cenas, la última es la que nos interesa. No busquéis sacras motivaciones, pues responde al hecho que es la única en la que, de desearlo, podéis llevaros a la boca el mismo pan y el mismo vino que yo –al final sí que huele algo a botafumeiro-.

Daré carpetazo al tema de los tres emplazamientos con un “el nuevo interiorismo de la Fonda, dado por Adela Cabré, marida mucho mejor con la cocina del restaurante Gaig que el de neo-cabaret que teñía las paredes del Hotel Cram”.

Y tres son las cocinas pues, a algo –o a mucho- de la cocina catalana-contemporánea que hizo grande Horta se renunció con la mudanza al Hotal Cram -tocaba andar sobre las transitadísimas brasas de la cocina de autor, y de las que resultaron quemados tantos cocineros como comensales-, y lo que ahora se cuece en el restaurante Gaig es una cocina personalísimamente –rezuma Carles Gaig por doquier- “vintage” –algo demodé para ser contemporánea, con una pátina de autor para ser tradicional-.

Me temo que con tanto Horta, Gaig, Fonda, Cram… os tengo más perdidos que un burro en un garaje –o que un hipster en el restaurante Via Veneto (por cierto, protagonista tangencial de la próxima crónica, pues quien mueve los hilos del restaurante que en unos días nos ocupará se pasó casi seis años en la lustrosa para algunos, apolillada para otros, casa de comidas de la familia Monje)- así que, arrojemos algo de luz al precedente galimatías.

El pasado 5 de abril, Carles Gaig y Fina Navarro, aunaron para su causa gastronómica a los restaurantes Gaig, del Hotel Cram, y Fonda Gaig.

Unificación de restaurantes que ocupó el espacio del segundo, adoptó el nombre del primero y se quedó con la cocina de los dos.
Una doble propuesta gastronómica que, como casi todo en la vida, tienen su lado bueno y su lado menos bueno –en casa de Carles Gaig es difícil hablar de malo-.

Lo bueno: la amplitud de la propuesta gastronómica, pues, dado el gran abanico de precios que la conforman el restaurante Gaig es más accesible que nunca (los precios a la carta van desde los 2€ de la croqueta o los 12€ de los sesos o de los macarrones, a los 29€ del pichón o los 42€ del bogavante) y, asimismo, no se renuncia a nada (tradición y modernidad conviven en dos cartas –mucho más cómodo sería unificarlas, dado que puede pedirse indistintamente de las dos- y tienen su propio espacio en el Menú Tradició (60€) y en el Menú Gran Àpat (95€).

Lo menos bueno: la amplitud de la propuesta gastronómica, pues, como suele decirse, quien mucho abarca, poco aprieta.

Y ya sin más dilaciones, que hoy han sido muchas –perdonad, una última a propósito de un irregular servicio. Cruzad los dedos mientras os acompañen a vuestra mesa, pues podéis ser bendecidos con la profesionalidad y amabilidad máxima o pasaros la cena maldiciendo vuestra suerte por haber caído en las manos de un camarero que no encuentra, pues no sabe, cuál es su lugar- mi cena del pasado viernes.

Una cena que discurrió por los siguientes derroteros:

Un infame trío de aperitivos: una triste –por tener que saltar al ruedo sola, sin más de sus congéneres- patata frita, un insípido crujiente de parmesano y una correcta galleta de aceitunas negras.

La solvencia del aceite de arbequina de la Boella y de los panes blanco, negro, de cerveza y de centeno del Forn de l’Obrador.

Una croqueta de “rostit” de excelente masa, pero a la que una fritura con un aceite con más mili de la que debería –el olor lo delataba- restaba muchos enteros.

Un excelente –por los perfectos blanqueado, punto de cocción y calidad del producto- filete de seso de cordero empanado, acompañado por una excelentemente aliñada –felicidad doble, por la excelencia y por el aliño, pues parece que últimamente éstos o ya no forman parte del plan docente de las escuelas de hostelería o hay mucho cocinero chorra que no los encuentra lo suficientemente glamurosos como para perder el tiempo con ellos- ensalada de escarola, apio y mostaza.

La gran decepción de la noche, pues no creí que las horas bajas por las que atraviesa la Iglesia tendrían su translación en los “archifamosos” Macarrones del Cardenal, dado que poco en ellos se salvaba –por supuesto, el exceso de nata, la cebolla mal confitada y la calidad de la carne de cerdo, no-.

Un notable arroz de pichón y setas en el que el punto y sabor del arroz meritaban la excelencia pero al que un tenue pichón le hacía bajar la media.

Un buen pichón en dos cocciones. Lo mejor: la textura de la pata, su jugo, la cebolla glaseada, los pistachos y la mini zanahoria encurtida que lo acompañaba. Lo menos lucido: el punto de cocción de la pechuga y, de nuevo, el sabor algo tenue del pichón.

Un buen, pero muy noventero, dúo de postres.

Correcto el denominado “Venezuela 68%” y consistente en un correcto coulant, un más que mejorable granizado de cacao, y unos mucho mejores cremoso, crujiente y toffee de cacao.

Buena la bautizada como “Evolución de la crema catalana”, aunque dado el protagonismo que en el postre tenían tanto el caramelo (helado) como el limón (gelatina) y que llamar evolución a una técnica del siglo pasado (espuma de crema catalana) me parece algo impropio, yo lo rebautizo como “Matrimonio muy bien avenido de crema catalana y lemon pie”.

Y unos petit fours (financiero de té, galleta de chocolate y avellanas y trufa de chocolate blanco) infinitamente mejores –si bien es cierto que no era una tarea hercúlea- que los aperitivos.

En definitiva, cuando uno más uno no son dos sino que apenas llegan al uno –eso sí, de los grandes-.

Bodega: Amplísima, pero como casi todo en el restaurante Gaig, de la vieja escuela bodega y gran selección de licores. Paisajes Cecias 2008 (Tempranillo). Bodega Paisajes y Viñedos. DO Rioja. Y copa de coñac A.E.DOR Nº6 (36 €/copa, por supuesto, no reflejados en el siguiente precio).

Precio: 65 € (precio medio –si es que un intervalo tan grande pude denominarse así- de 40 € a 120€).

En pocas palabras: Gaig 2013 = Horta + Cram - Carles (su faceta acomodada)

Indicado: Para los que etiquetas como “demodé” o “trasnochada” se quedan vacías ante el peso del sabor.

Contraindicado: Para los que creen que el Eixample no es país para viejos –por activos que estén y talentosos que sean-.

Còrsega 200, Barcelona.
93 429 10 17

martes, 30 de abril de 2013

Norte

Apuntaba, al abrir en mi última crónica el melón del porqué de los nombres de los restaurantes, que Norte decía mucho tanto de la cocina del restaurante que hoy nos ocupa como de las manos que mueven sus hilos.

Abusando del auto-plagio –a pesar de no estar prohibido, por el agotamiento de ideas que permite translucir, merece ser igualmente proscrito- también recuperaré que lo que hace bueno el nombre del restaurante Norte es el hecho que sus progenitores son norteños y, asimismo, que entre las máximas de su cocina está no perder nunca de vista este punto cardinal.

En adelante, ni más plagio ni más candidez.

Y se acabó lo de ser cándido pues, a pesar de la veracidad de todo lo hasta este punto escrito, no es menos cierto que para Lara Zaballa, María González y Fernando Martínez-Conde el norte no está lo arriba que podría estar.

En breve hará dos años que los tres del Norte vieron materializarse a esa ensoñación despierta que compartieron entre los fogones del restaurante Moo.

Un sueño en el que se veían sirviendo solo desayunos de tenedor y almuerzos de “traca i mocador”, pero del que la crisis económica abruptamente los despertó y hoy sus huesos se ven sirviendo comidas de sol a sol.

Comidas buenas, bonitas, baratas y, por las noches, timoratas.

Timoratas cenas por cuanto, no sé si por no ver desvanecidas por completo las iniciales intenciones o por vagancia –o puede que por un poco de ambas-, uno solo puede disfrutar en plenitud de la cocina del restaurante Norte y del talento de sus tres cabezas pensantes en los servicios de mediodía, y así, el brillo de platos como arroz marinero de Pals con berberechos y mayonesa de perejil o el guiso de carrillera de vaca, solo ofrecidos en los almuerzos, oscurecen la nocturna cocina del restaurante Norte y, por ende, toda su propuesta gastronómica.

No leáis en mis líneas lo que no dicen, pues a las antípodas de mis intenciones se encuentra que todo el mundo apueste por la cocina de autor o practique una cocina con base en los productos de lujo. Mi único –aunque gran, grandioso- anhelo es que, en el terreno elegido para jugar su gastronómico partido -ya sea un menú degustación o un bocata de beicon con queso-, la meta de los restauradores sea la excelencia -en muchas ocasiones, hacerlo mal, medianamente bien, notable o excelente cuesta exactamente lo mismo y solo es una cuestión, por supuesto, algo, o mucho talento mediante, de actitud-.

Pero dejémonos de romances y vayamos a lo sustancioso –en una acepción todo menos cuantitativa, pues, a pesar de mi pantagruélico intento, no hubo forma de convertir la notable relación calidad-precio del restaurante Norte en un trío, cantidad mediante- de la cena que hace un par de semanas me regalé en el restaurante Norte.

Cena a la que dieron forma:

Un buen servicio de pan (blanco y coca con tomate) del vecino Forn de Sant Josep.

Una buena sardina 000 ahumada, pero lejos de la degustada hacía unos días en el restaurante Mont Bar. Sin duda, le restaba unos cuantos enteros la estrambótica combinación de pan con tomate y mantequilla sobre la que reposaba.

Unas notables croquetas de jarrete que, de atender al grito de “¡Más madera!”, o lo que es lo mismo, más intensidad gustativa, podrían alcanzar cotas de excelencia.

Una caballa escabechada que, a pesar de haberme puesto en la disyuntiva de determinar si era sencilla o simple, daré carpetazo a tal debate –para algunos estéril, aunque no para mí- con un “sabrosa, y punto”.

Una hamburguesa de faisán escabechado a la que la paupérrima cantidad de éste –que no el tamaño del bocata- no permitía brillar como el plumífero escabeche meritaba.


Una excelente tortilla –en su punto, esto es, babosa- de guisantes, habas, tirabeques, menta y panceta.

Unos buenos, aunque faltos de untuosidad, garbanzos con butifarra negra, piñones, pasas y cebolla caramelizada.

Unas solventes, pero simples –aquí sí que no me cabe duda alguna- fresas (naturales y su mermelada) con crema de mascarpone y un flojo sablée.

Una buena –de potenciar sus notas saladas, el “muy” sería obligado- versión del clásico Conguito (chocolate y cacahuetes).

En definitiva, ¿Tres grandes profesionales y tan solo un buen restaurante? Algo falla, y sino que se lo pregunten a los hermanos Roca -Enhorabuena “germans” Roca, sois los número 1 y justos herederos de elBulli, aunque mis máximos momentos de placer gastronómico siga brindándomelos el restaurante Mugaritz-.

Bodega: Corta bodega de la que me quedé con una de sus mejores referencias -el tuerto en el país de los ciegos-. Losada 2009 (Mencía). Losada Vinos de Finca. DO Bierzo.

Precio: 30 €

En pocas palabras: Calidad latente.

Indicado: Para los que sencillez y simplicidad son sinónimos y, por ello, en las dos hallan el mismo placer gastronómico.

Contraindicado: Para los que la calidad de un ágape la miden en función de los “Almax” que la digestión de éste exige.

Diputació 321, Barcelona.
93 528 76 76

lunes, 22 de abril de 2013

Sense Pressa

El nomenclátor de restaurantes, salvo contados bautizos sin ton ni son, tiene mucha miga.

Con ello no estoy queriendo decir que el nombre de un restaurante diga más que su cocina -¡Dios me guarde de pronunciar tal blasfemia!-, pues, como en todo en la vida, las cosas son lo que son y no lo que dicen ser –a pesar de sus auto-entronizaciones, ni el Rey de la Gamba ni el Rey del Pollo destacan por el mimo culinario que dedican a estos dos productos-, no obstante, el oteo previo de la carta, la consulta de guías, la lectura de reseñas gastronómicas –me lo había puesto a huevo para barrer para casa y hacer algo de lícito proselitismo- y también algo tan simple como el análisis del nombre al que responde un casa de comidas, resultan de utilidad para no entrar a ciegas en un restaurante –para no meternos en la boca del lobo-.

Y aunque, dado lo proclive que soy a irme por la tangente, es un peligro que me ponga a navegar por unas latitudes en ocasiones tan inescrutables como son los bautismos de los actores de nuestra escena gastronómica, me permitiréis que ejemplifique lo anterior, esto es, la importancia de leer con seso lo rotulado, por lo general, en la entrada de los restaurantes –si es con luces de neón, ya podéis echar a correr-, con la media docena de nombres que han copado y coparán mi –y espero que la vuestra- atención a lo largo de este mes de abril.

El restaurante Pakta (su significado en quechua es unión) no engaña a nadie, pues su propuesta gastronómica es la máxima expresión de la cocina fusión, aunque sí que puede confundir, pues lo que allí se cuece no es la expresión de la fusión de las cocinas peruana y japonesa, sino la de la cocina nikkei y la cocina Adrià.

L’escola: otro nombre sin trampa ni cartón, pues deja claro que lo que allí uno puede encontrar son muchos más aprendices, por talentosos que sean, que maestros.

El restaurante Mont Bar de quién dice más es de su “alma mater”, pues apunta el amor que Iván profesa por su tierra (Mont es un pueblo aranés) y deja intuir algo, o mucho, de falsa modestia –sin duda, sabe que lo que se trae entre manos es mucho más que un bar-.

El nombre del próximo restaurante que nos ocupará (Norte), nos habla tanto de sus progenitores (son del Norte) como de su propuesta gastronómica (entre las máximas de su cocina está no perder nunca de vista este punto cardinal).

Y como el caso anterior, con su nombre, el restaurante Sense Pressa -sin prisas- nos está diciendo mucho tanto de su propietario como de su cocina.

No tuvo prisa José Luís Díaz (propietario y cocinero) en ser dueño de su destino (el restaurante Sense Pressa nació en 2005, tras una dilatada carrera por los mejores fogones de Barcelona, y en la que destacan los tres lustros que pasó como chef del restaurante Muffins –hace 15 años, una de mis casas de comidas favoritas de Barcelona, ahora sé el porqué-).

Ni con prisas debe acudirse a disfrutar de la cocina atípicamente –las modas las ve pasar desde la barrera- típica –aunque, como con el sentido común, la cocina tradicional y de mercado consistente, de calidad, es ya toda una rara avis- del restaurante Sense Pressa.

Cocina de la que, sosegado –la comida tiene el mismo efecto conmigo que la música con las fieras-, disfruté gracias a:

Un aperitivo XXL –tamaño y calidad- compuesto por unas aceitunas Gordal y unos boquerones.

Un correcto servicio de pan acompañado por un mucho mejor aceite.

Un irregular trío de fritos: excelente el buñuelo de bacalao, mejorable (apariencia y, sobre todo, textura) la croqueta de jamón –hace cinco años puede que pudiese codearse entre las mejore de la ciudad, pero tras la primavera “croquetil” vivida en Barcelona estos últimos años, sin duda, puede dar por perdida la estela de las que lideran el panorama gastronómico barcelonés-, y muy floja –de tenue y, lo que es peor, confuso sabor- la croqueta de gamba.

Un plato –El Plato- que justifica la visita al restaurante Sense Pressa: garbanzos, espadeñas y huevo frito. Un plato –pido disculpas de antemano por si alguien, en los tiempos que corren, considera ofensivo el siguiente grito- ¡Barato! Sin duda, los 23,5 € que cuesta, son muchos, muchos menos de los que vale.

Un notable –las puertas de la excelencia se las barró un exceso de encurtidos y cierta falta tanto de mostaza como de untuosidad- filete tártaro.

Una muy buena leche frita acompañada con helado de vainilla.

Un notable suflé de chocolaté.

Una destacable selección de quesos: Grand Cru, un curado zamorano del que no puedo daros el nombre pues, como Rajoy, no entiendo la letra de mis notas –su pírrica calidad hace más que excusable mi error-, Reblochon, Munster y Stilton.

Y una excelente coca de Llavaneres (hojaldre, piñones y crema pastelera) haciendo las veces de “grand four”.

En definitiva, en la gruesa mar gastronómica en la que nos ha tocado navegar, el restaurante Sense Pressa se antoja como un sabrosísimo salvavidas, aunque, bien harán en no dormirse en los laureles, pues cuando todos corren, si tú solo andas, retrocedes.

Bodega: Notable selección la de Víctor (el hijo de José Luís, y el sumiller y encargado de la sala del restaurante Sense Pressa). Finca Terrerazo 2010 (Bobal). Bodega Mustiguillo. Pago del Terrerazo.

Precio: 60 €

En pocas palabras: Keep calm and enjoy Sense Pressa.

Indicado: Para disfrutar de una cocina que nunca pasará de moda y del máximo exponente barcelonés de la cocina “Viridiana” o “La Tasquita de Enfrente” –en este terreno, Madrid nos da un buen repaso-.

Contraindicado: Para los que al Fast Food solo le ven un lado oscuro. Si solo en sus tiempos advertís su maldad o si en su falta de calidad se queda vuestro reproche, en el restaurante Sense Pressa no se os ha perdido nada –aunque puede que encontréis mucho-.

Enric Granados 96, Barcelona
932 18 15 44