martes, 30 de junio de 2015

Venta La Duquesa

Primera entrega de los relatos cortos en los que serán servidas, a excepción de la del restaurante Aponiente –quijotesca será por extensión y puede que también pues en ella lidiaré con gigantes molinos-, las crónicas de los ágapes que me regalé durante mi breve periplo andaluz.

Tanto por decir tengo de la cocina de Ángel León que hasta en crónicas ajenas lo cito -¡Mal, muy mal, Eduard! El angelito ya tendrá su espacio, y no será poco-, así que, al toro.

En 1986, la familia Rodríguez-Prieto abrió, a los pies de la bella Medina Sidonia –un pueblo que bien merece el desvío-, el restaurante Venta La Duquesa.

Venta La Duquesa: una casa de comidas de carretera venida a más (hoy goza de la distinción Bib Gourmand –causa de mi visita-) y regentada por tres hermanos.

Y digo venida a más, pues Carmen, Miriam y Andrés han dotado a su restaurante de magníficas instalaciones (comedores modernos, patios acogedores, huerto propio, cámaras de maduración de carnes, una cocina a la última…) e intentan que la cocina del restaurante Venta La Duquesa trascienda la típica cocina de pueblo (Miriam, por ejemplo, intenta trasladar a su partida, la de postres, lo aprendido durante su “stage” en el Celler de Can Roca).

Aunque, mi sensación –eso sí, circunscrita al plano gastronómico- fue que tal advenimiento ha sido a menos, pues plagar una carta de referencias exógenas resueltas de forma discutible es solo un crecimiento cuantitativo y no cualitativo. La sabiduría popular reza que “menos es más”, ergo, y de la mano de un silogismo cogido con pinzas, más, sin fondo, debe ser menos.

Y la anterior sentencia se basa en una comida en la que brilló la tradición, derrapó el producto y se estrelló la creatividad malentendida. Sin duda, mucho mejor me hubiese ido de apostar por sus piezas de retinto a la brasa o por los platos de caza o los guisos tradicionales, pero mi afán aventurero –mudado en temerario en demasiadas ocasiones-, unas temperaturas sofocantes que no alentaban a la degustación de este tipo de cocina y, sobre todo, que esa noche me esperaba una cena en el restaurante Aponiente –ahora sí, la falca es de recibo- me condujeron a un ágape compuesto por:

Un buen aceite de hojiblanca cordobesa (Olivar del Carmen), acompañado de un correcto surtido de panes de Medina Sidonia –los mejores, las regañadas o "regañás" y los picos-.

Unas notables patatas aliñás servidas como aperitivo de la casa.

Un delicado pastel de perdiz acompañado con una buena compota casera de manzana.

Unas correctas gambas de Huelva a la plancha.

Una barroca ensalada compuesta por unos vulgares espárragos blancos en conserva, tres lechugas, una mayonesa de espárragos insípida y toques de sésamo y almendras garrapiñadas.

Una correcta presa a la brasa con patatas panadera y verduras.

Un notable cabrito al horno acompañado por unas excelentes patatas fritas.

Un dulzón –su función era refrescar el paladar y acabó por empalagarlo- sorbete de mandarina con aire de naranja y cítricos confitados.

Una versión del dulce típico de la zona, el alfajor (frutos secos, miel y especias), materializada en uno de los postres más pesados y empalagosos que he probado en mucho tiempo.

Y un excelente, de los mejores que he comido en mi vida –“ja em perdonaràs, iaia, allà on estiguis”- tocinillo de cielo con merengue. Por cierto, el menos dulce de los tres postres.

En definitiva, si bien el restaurante Venta La Duquesa no merita el desvío que bien merece el pueblo que lo cobija, si me hacéis caso y visitáis Medina Sidonia, la parada y fonda en casa de los Rodríguez-Prieto se me antoja como más que recomendable, eso sí, siempre que ese día no estéis imbuidos por el espíritu de Indiana Jones.

Bodega: Gran, por cantidad, valor y precios, carta de vinos. Mi elección bBB –no es una errata-: Barba Azul 2013 (Tintilla, Syrah, Merlot y Cabernet Sauvignon); Bodega Huerta de Albalá; Vino de la Tierra de Cádiz.

Precio: 45€. Precio medio a la carta: 30€-40€ + bebidas. Menú mediodía, disponible en su “tasca”: 12,5€.

En pocas palabras: Zapatero a tus zapatos.

Indicado: Para los que pueblo y tradicional adjetivan mucho mejor la cocina que vanguardia y creativa.

Contraindicado: Para los que les cuesta, nos cuesta aplicarnos eso de “allá donde fueres, haz lo que vieres”.

Ctra. A-396 Km 7.700 (Ctra. Medina-Vejer), Cádiz.
956 410 836

lunes, 29 de junio de 2015

Andalucía tiene un sabor especial


Fruto de mi visita al restaurante Bistreau –justo unos días antes de tomar la decisión de volver a daros el coñazo con mi farragosa prosa-, me surgió la necesidad de revisitar el restaurante Aponiente –en el que estuve unos días después de poner esta bitácora en hibernación-, pero no para cerrar un caprichoso –el destino siempre lo es- círculo, sino al efecto de dilucidar si la cocina de Ángel León reviste de todo el mérito que tantos le atribuyen, pues yo no lo entendí así en su día.

Y este pasado fin de semana, por fin –si algún día llegan, no creo que pueda tomarme con tanta calma el dar cuenta a los antojos de mi mujer- puse rumbo al sur y, aprovechando la escapadita hice bastante turismo, del convencional y del gastronómico –distinción que, espero, algún día todos entendamos que no tiene sentido, pues para descubrir como es debido un país o una ciudad su cocina debe figurar en al plan de viaje-.

Con las cosas de comer me atrevo pues no juego con ellas. En cambio, no voy a predicar, no sea que me vea solo en el desierto o retado en duelo por el “Condé Nast”, sobre viajes y me limitaré a reseñaros con brocha gorda mi agenda de estos tres días:

Pensión completa en Sevilla. Lo que se traduce en comida y cena en los restaurantes Bodeguita Casablanca y Tradevo (paradigmas del tapeo tradicional y de vanguardia que se cuecen en la capital andaluza).

Parada y fonda tanto en Medina Sidonia (restaurante Venta La Duquesa –una casa de comidas de toda la vida venida a más-) como en Barbate (restaurante El Campero –la meca de la cocina del atún de almadraba-).

Y media pensión en El Puerto de Santa María. ¿Verde y en pecera, no?

Respondiendo a una pregunta que el gran Gila no me ha formulado, os diré que el amigo –espero que sean muy pocos los que me ven como a un enemigo- os bombardeará, día sí, día no –o puede que hasta día también-, con las crónicas de mis cinco ágapes andaluces.

Crónicas que no serán servidas cronológicamente, sino por relevancia gastronómica y, por supuesto, en orden inverso –cual bodas de Canaan, dejaré lo mejor para el final-, lo que me permitirá matar dos pájaros de un tiro: mantener vuestra atención hasta al final y disponer del tiempo, del sosiego suficiente para digerir el gran ágape que me regalé en el restaurante Aponiente –¡Toma “spoiler”!-.

Andalucía tiene un sabor especial… y la cocina del restaurante Bar Bas también.

Lo constaté aquí hoy hace dos meses, y he disfrutado de ella en unas cuantas ocasiones más, entre ellas, ayer por la noche, cuando decidí enjuagarme el mal rollo de una tediosísima espera en el aeropuerto de Jerez regalándome una pantagruélica cena en el restaurante Bar Bas.

Cena que describiré –para alegría de casi todos- en formato de párrafo corto, pues de las grandezas y de las flaquezas –casi testimoniales estas segundas- de la cocina de Enrique Valentí ya ahondé suficiente en la crónica al uso del restaurante Bar Bas.

Y así, la cena colofón de un gran viaje discurrió por:

El mejor vermut –en su acepción de aperitivo- de Barcelona. Aperitivo compuesto por un vermut Dos Deus, unas chips sin parangón, unos grandiosos –en todos los sentidos de la palabra- berberechos, unos delicados y sabrosísimos mejillones en escabeche y un matrimonio ejemplar.

Un muy buen servicio de pan (Concept Pa) y aceite (arbequina de Riudoms).

Una excelente tortilla de camarones que me transportó, de nuevo, a El Puerto de Santa María (la cuna de esta exquisitez).

Un buen, aunque algo falto del punch que le confieren los mejores aceites y vinagres andaluces, gazpacho.

Unas de las mejores croquetas (de ternera y de jamón ibérico) de Barcelona que, para mayor gozo, ayer brillaban como nunca.

Unos buñuelos de bacalao XXL -tamaño y sabor- que, sin género de duda, sitúo en el cajón más alto del podio barcelonés.

Un magnífico micuit, servido bajo el poco comercial epígrafe de “Foie a la sal”, capaz de reconciliar a todo Dios con una de las preparaciones más profanadas del mundo.

Una interesante, sobre el papel, composición de changurro y aguacate, pero a la que restaba muchos enteros el exceso de eneldo con el que estaba aderezado el aguacate.

Un gran pulpo a la plancha, acompañado de unas mayúsculas papas arrugás con mojo de cilantro.

Una notable versión veraniega (una suerte de empedrat caldoso) de un guiso de judías de Santa Pau y almejas.

Un excelente roast beef –si la carne es buena y la cocción es precisa, no tiene mayor secreto, por más que tantos restauradores se empeñen, ofreciendo versiones mediocres, en intentar convencernos de lo contrario-, acertadamente aderezado con notas lácteas, cítricas, encurtidas, mini-verduritas (zanahoria, rábano, tupinambo…) y brotes verdes.

Una interesante, aunque por pulir, versión del lemon pie. Y digo por pulir, pues un tenue helado de merengue no aportaba todo el sabor y, sobre todo, toda la textura (la untuosidad) que en un lemon pie se espera de esta preparación.

Y una redonda –de nuevo, en amplio espectro- versión del pastel de queso.

Todo ello, regado con un Mauro 2012 (el Tempranillo y Syrah castellanoleonés de la homónima bodega), dio de resultas una dolorosa –dolorosa que, a tenor de lo comido, nada lo fue- de 60€ por barba.

Barbas que, en el restaurante Bar Bas, pagan, a escote, entre 30€ y 60€ en función de su voracidad y de los quilates de la materia prima escogida.

martes, 23 de junio de 2015

Gresca

Los Torres, Pellicer, Cruz, Vilà, Ivern, Ventura, Cubilla, Morales, Valentí son algunos de los apellidos consagrados de la restauración barcelonesa en los que he puesto el ojo y he clavado el tenedor, y también la pluma, desde que recuperé las tan añoradas misivas gastronómicas que periódicamente os dirijo.

Lista de ilustrísimos tan lustrosa como incompleta –y doy gracias a quién sea por ello, pues por muchos años espero tener argumentos gastronómicos con los que entreteneros y hastiaros a partes alícuotas- y a la que, por concurrir en ella los otros tres del Cuarteto de Fantásticos Cuarentones de la cocina de Barcelona, hoy sumaremos el de Peña –Lechuga, Gascons, Garrido, Franco… vuestro turno está a la vuelta de la esquina-.

Un Peña, de nombre Rafa, que, de la mano de Mireia Navarro –la gran mujer que hay detrás de todo gran hombre y que aquí encontramos al frente de la sala-, lleva ya más de 9 años encandilando, desde el sabor, el producto, y la creatividad sin estridencias, a la platea barcelonesa con su restaurante Gresca. Eso sí, por desgracia –la nuestra, no la de Rafa y Mireia, pues las facturas las pagan igual, o mejor- las mesas del restaurante Gresca, como las de demasiados restaurantes con tanto bueno –en toda la extensión de la palabra- por decir, las pueblan mayoritariamente turistas –un ejemplo más de talento patrio del que disfrutan en el extranjero-. En este sentido, sigo debatiendo si es por estupidez, cerrazón, borreguismo o falta de información –si es por esto, aquí y ahora entono el mea culpa- que somos incapaces de valorar –y valorar es entender, y predicar con el ejemplo, que los Gresca, Coure o Hisop valen mucho más de lo que cuestan– todo el talento que tenemos a tiro de piedra.

Un Rafa Peña que, ávido de más turistas –ya me perdonará él la maldad y vosotros la ironía-, asumió hace un tiempo la dirección gastronómica del encantador Hostal Empúries (situado en L’Escala, provincia de Girona).

Dirección gastronómica que es, sin duda, un reto profesional –además, seguro, de toda una alegría a final de mes-, pero no es menos cierto que conlleva una cierta desatención de la casa madre –les ha pasado, en mayor o menor grado, a todos: al Alkimia de Vilà con su desembarco en Moritz, al Coure de Ventura con su aterrizaje en el Cercle, o a un Arola o un Abellán cuyos apellidos son casi tan usados como plagiadas sus respectivas bravas o bikini trufado-.

Desatención que suele traducirse en menos tiempo, para pensar o para cocinar –o ambos-, y que, en el caso del restaurante Gresca, identificaría en algo de lo primero, pues cocina sigue habiendo muchísima en cada uno de los platos de Rafa, pero de mi última cena en esta casa de comidas prototípica del Ensanche, me llevé la sensación que a Rafa le falta algo de tiempo para crear (platos de 2011, 2009 y más antiguos fueron invitados a mi mesa) o rumiar –la prisa es mala compañera para una buena digestión- las últimas incorporaciones.

Eso sí, Rafa irá con la lengua fuera, pero la comida del restaurante Gresca sigue dejando a todo pichichi -¡Va por ti, Robin Food!- con la boca abierta y, para muestra, una cena a la carta que discurrió por:

El crujiente de parmesano y pimentón que lleva haciendo las veces de aperitivo desde que el Gresca es Gresca. Está bueno, sí, pero un relevo generacional –si hasta en política se aplican el cuento- no le vendría mal.

La sabrosa solvencia tanto de la Picual jienense de la Reserva Familiar de Oro Bailén, como del pan del Forn de Sant Josep.

Una sardina marinada con un velo de mantequilla de especias –Echiré, no le llegas ni a la suela de los zapatos- y acompañada con piel de limón y crujiente de pan de nueces, menos lustrosa –principalmente, por un desespinado mejorable- que cuando la probé por primera vez hace ya más de un lustro.

Un excelente trampantojo de ramen en forma de unos fideos de piel de cerdo, mini-verduritas (coliflor, judías, calabacín, brócoli, nabo y zanahorias) al dente, pimiento picante y ligeramente ahumado, hojas de apio e hinojo, flores de hinojo y un soberbio caldo con notas encurtidas. Media ración de fideos (menos de 10€) que me transportaron al mejor Japón del que disfruté no hace ni un año -¡Para que luego digan que la alta gastronomía es cara! Si es buena, a mí que no me vengan con este cuento-.

Un lúcido y lucidísimo -por sabor, por punto… por todo- arroz de gambas y tuétano. Pero que el enunciado no os lleve al equívoco, como le sucedió a un servidor, pues no estamos ante un mar y montaña al uso, sino ante un brutal arroz de gamba roja en el que el tuétano hace las veces de sofrito, consiguiendo así un arroz mucho menos pesado y mucho más elegante. Sin duda, de los mejores arroces que he comido en mucho tiempo. Eso sí, me quedé con las ganas de un mar y montaña con el tuétano como representante de la tierra firme y unas espardeñas o calamares –mucho menos agresivos gustativamente que las gambas- como actores de mar adentro. Si alguien me recoge el guante –por favooooor- ya sabe dónde estoy.

Una muy buena lengua de vaca cocinada, con unas nueces de mantequilla, al vacío y posteriormente marcada a la plancha, aderezada con juliana de salvia, parmentier de mostaza, setas y demi-glace. Un plato goloso ante el que se rendiría hasta el paladar más timorato.

Un notable pichón en dos cocciones, acompañado con el paté de sus interiores, yogur griego, demi-glace y mini-panochas. Si Albert Ventura tiene la mano rota para la cocina de las mollejas, Rafa la tiene para la de los pichones, eso sí, hoy se ha quedado solo con un notable pues, este espectáculo ya lo tenía visto (en mi visita en junio de 2011 ya lo disfruté) y, además, el toque jengibre que se anunciaba en la carta, en el plato aparecía del todo deslavazado -¿Exigencias del guion, de los turistas?-.

Y un dúo de postres al que dos pequeños achaques cerraron las puertas del cielo. No obstante, eran tan nimios que, en breve, estaremos ante dos pecados celestiales.

Muy bueno el postre de chocolate (cremoso especiado, principalmente con cardamomo, y con notas también de limón y de naranja), y aceite (helado y un crujiente (isomalt) mal ejecutado, gomoso).

Y todavía mejor la composición de pera escalivada, helado de leche con sal, merengue de avellanas, caramelo ahumado (obtenido del jugo reducido de las pieles quemadas de la pera escalivada), espuma de café, y en la que solo chirriaban unos bombones de chocolate rellenos de licor de pera. Y, a mi entender, sobraban pues, aportaban unas notas dulces (tanto una cobertura de chocolate mediocre como el propio licor) que cortaban el desarrollo gustativo del plato. Lo sé, no es un postre fácil, pero capándolo no gustará a los de paladar fumador –que no fumadores- y, mucho me temo, seguirá sin gustar a los turistas.

En definitiva, Rafa Peña es uno de los grandes –por capacidad de trabajo, por liderazgo, por talento… por un largo etcétera- y, como lo grandes, ya asesora y dirige negocios ajenos y, en breve, mudará su restaurante a una morada a la altura de su cocina, pero que vaya con ojo, pues Gresca es Peña y Peña es Gresca, y todos sabemos cómo terminan los amores por correspondencia o las ansias por abarcar.

Bodega: Excelente, por referencias (muchas rara avis), precios (de los más bajos de los restaurantes de altura) y también por su responsable (Sergi Puig –no solo podéis, sino que os lo recomiendo, que os abandonéis a sus manos-) bodega. Mi sabia elección fue delegar la elección del vino en Sergi, quien optó por La Souteronne 2011: la Gamay de Hervé Souhaut de Le Domaine Romaneaux-Destezet.

Precio: 70€. Disponen de tres menús degustación (sin bebidas): 38€ (5 platos), 55€ (9 platos), y 70€ (12 platos); de un menú mediodía: 19€; y el precio medio a la carta es de: 40€-50€ + bebidas.

En pocas palabras: De peña gastronómica.

Indicado: Para los que saben -sabemos- que la buena cocina se demuestra en los platos y no en los platós.

Contraindicado: Para los que prefieren la gresca de los garitos de moda.

Provença 230, Barcelona
934 516 193

PD: Este San Juan pongo rumbo a Andalucía y, bajo el brazo, os traeré, entre otras, las crónicas de los restaurantes Aponiente (la casa, bueno, la pecera del genial Ángel León), El Campero (esa cocina que escucha el susurro de los mejores atunes de almadraba) o Tradevo (el paradigma del tapeo creativo sevillano -¿Oxímoron o sabrosa realidad?-).

viernes, 19 de junio de 2015

Tandoor

Desconozco, o tengo la humildad para no atreverme a pontificar sobre ello, la receta del restaurante redondo.

Solo sé, sí, algo sé –lo que no sé es si fue Platón o fue Sócrates el que pecó de falsa modestia al afirmar que no sabía nada- que, también en la restauración, no existe una piedra filosofal que dé quilates a algo que no los tiene, y que, para que un restaurante no acabe por tener el vigor de un suflé, la pesadez de un arroz pasado o la vacuidad de una esferificación de una yema de huevo, el talento, el tesón y la pasión deben leerse en la receta.

El nivel exhibido en algunos platos –particularmente en los postres- de mi almuerzo en el restaurante Tandoor, o que sobreviviese casi un año al lado del tan genial como exigente Albert Adrià en el restaurante Tickets me bastan para presuponer a Iván Surinder (el veinteañero que capitanea esta nave) los dos primeros.

Y de la pasión que profesa por este oficio, por este estado civil –como el buen político, un cocinero debe serlo desde que se levanta hasta que se acuesta e, incluso, en sueños-, no tengo duda alguna a propósito de la breve conversación que con él puede mantener al final del ágape y, sobre todo, pues el restaurante Tandoor es, además del sueño de Iván –ese en el que la cocina india conquista el paladar de muchos-, un sentido homenaje a la memoria de su padre (Surinder Oberoi: el fundador del primer restaurante indio de Barcelona).

Un sueño que se hizo realidad hace 8 meses pero que, por el momento, no ha podido escapar a la cruda realidad que poéticamente plasmó Calderón de la Barca: “(…) y los sueños, sueños son”.

Y si el restaurante Tandoor es un sueño inconcluso es pues la frontera entre adaptar y desnaturalizar es muy difusa y, aunque parezca sencillo a priori, no es tarea sencilla discernir entre lo mejor, lo mejorable y lo prescindible.

Adaptar o mejorar es aportar frescura a un cordero especiado o restar dulzor y grasas superfluas de los postres, y desnaturalizar es reducir a la mínima expresión el picante y el especiado de los curris.

Y no soy un experto en cocina india, pero del mes que pasé pululando por Delhi, Agra, Jaipur, Mumbai o las costas de Goa, me traje en la mochila la convicción que sus panes y juegos de especias son insuperables, que el uso de los picantes debe ser ajustado y que en cocciones, particularmente de los pescados, tienen mucho por aprender.
Ivan, en su restaurante Tandoor, adapta, mejora, desnaturaliza y tiene bastante claro –aunque no siempre lo materializa- lo mejor y lo peor de su cocina madre y padre –aunque su cuna siempre ha estado aquí-, y…

En una sala provista del colorido indio pero acertadamente –bien por Isabel López Vilalta- vestida de cantina, y atentamente comandada por Poonam Chitra (la madre de Iván) y Kuljit Kaur (su tía) aunque irregularmente atendida por un servicio poco profesional...

Pude constatarlo a propósito de:

Un buen aperitivo de la casa: papadum (pan crujiente de garbanzos) al comino –excelente- con chutney de mango –muy bueno- y yogur a la menta –algo dulzón-.

Un Naan blanco –dejo para futuras visitas, pues las habrá, la cata de los de queso o ajo– que, sin duda, estaba al nivel de los mejores que comí en India. El Naan es una masa, cocinada al horno tandoori, espectacular, pues reúne lo mejor de las masas europeas (la delicadez de las crepes, la esponjosidad de las pizzas y la untuosidad de las cocas de recapte), además de antojárseme como la forma más propicia de acercar a la cultura gastronómica hindú a muchos paladares situados a sus antípodas –los italianos, que de esto saben un rato, así conquistaron el mundo-.

Un muy buen, principalmente por su sorprendente textura y sus matices gustativos, Paneer Tikka (queso fresco marinado con yogur y cúrcuma) al que solo afeaba un acompañamiento triste y que nada le aportaba (verduras hervidas o a la plancha). A mi entender, unas frutas escabechadas o simplemente salteadas aguantarían mucho mejor el tipo.

Un interesante Sheek Kebab (rollitos de carne picada de cordero bastante picante y todavía más especiada), de acertado, pues matizaban la potencia sin restar personalidad, aderezo (aguacate, mango, cebolla y cilantro) y presentación (sobre un taco de lechuga).

Un decepcionante Chiken Tikka Masala (pollo cocinado al horno tandoori y servido con un curry de jengibre, garam masala, cilantro, pimientos y cebolla) acompañado por un correcto arroz basmati. Y digo decepcionante pues aquí la adaptación sí que acabó en desnaturalización, ya que el picante y las especias del curry –algo consustancial a éstos- estaban en paradero desconocido –más parecía una sanfaina o un pisto que un curry-. En descargo de Iván, debe señalarse que el Chiken Tikka Masala es el menos indio de todos los curris, pues lo creó el cocinero de un Lord inglés para que su señor rememorase sus días de milicia en la India.

Un muy buen Kulfi (helado casero de leche fresca de vaca con azafrán, canela y cardamomo) -vocablo femenino para definir un postre tan delicado como bello-, aderezado con pistachos, agua de rosas y manzana Granny Smith.

Y unas notables Samosas (una suerte de matrimonio entre un buñuelo y un hojaldre) de chocolate con leche y cardamomo, bien acompañadas por un helado de coco con ralladura de lima. El excelente –aquí sí, subjetividad pura- se ha quedado en el tintero pues un servidor las hubiese preferido con un relleno más abundante y provisto de una mayor intensidad de cacao.

En definitiva, el restaurante Tandoor es una buena forma, pues ni el paladar ni los bolsillos arderán, de aproximarse al universo gastronómico hindú, y, si Iván sigue soñando despierto y trabajado para que éstos se hagan realidad, puede llegar a ser la mejor forma para enamorarse de la cocina india.

Bodega: Iván me comentó que una nueva carta está a punto de ver la luz pero, hoy por hoy, un Cune, un Marqués de Riscal, un Muga, un Coronas y el vino indio Sula se me antojan como una bodega que desmerece los platos que pretende maridad. No obstante, no es menos cierto que, la mayoría del comedor acompañó la comida con la cerveza india Cobra -¿Voluntad o descarte? Cuando llegue la nueva carta de vinos saldremos de dudas-. La nostalgia, que no la calidad del vino, me hizo pedir el Sula Syrah.

Precio: 30€. Precio medio: 15€-25€ + bebidas. Menú mediodía: 12€.

En pocas palabras: Un indio “pixapins”.

Indicado: Para los que buscan viajes gastronómicos low cost y low risk.

Contraindicado: Para los que al regresar de India no se pasaron 1 mes renegado o maldiciendo su cocina –que no somos muchos-.

Aragó 8, Barcelona
934 253 206