domingo, 29 de marzo de 2015

Alkimia (La Última Cena)

Que el título de esta crónica no os desasosiegue, pues tanto Jordi Vilà como un servidor seguimos gozando de una salud de hierro y, así, la razón de tan inquietante título la encontraréis en la próxima mudanza del restaurante Alkimia.

Mudanza próxima, muy próxima, de la calle Industria a la Ronda Sant Antoni (en el Principal de la Fábrica Moritz Barcelona) que comportará también una muda de su propuesta gastronómica.

Doble mudanza del restaurante Alkimia que, salvo estrabismo galopante de los hombres de rojo, debería redundar en un mucho mayor reconocimiento de esta casa comidas en la Guía Michelin.

Hoy, el restaurante Alkimia luce solo una estrella –dos, sin duda, son la que merita su cocina-, pero a tenor del talento de Jordi Vilà y del espacio que sus socios de Moritz le tienen reservado, no es descabellado pensar que el primer tri-estrellado de nuestra ciudad no acabe siendo el Jordi que todos esperan.

Pero dejémonos de cábalas y de futuribles y vayamos a la miga de mi última cena en la mesa número 13 –lejos de ser un mal presagio, en ella constaté el increíble, tal vez el mejor, momento de su cocina (no así el de su sala)- del restaurante Alkimia de la calle Industria 79.

Miga, vino, y, por el camino, un colosal Menú Alkimia (130€) del que si hubiesen disfrutado los doce apóstoles no sé si se hubiesen dado las deserciones y traiciones ulteriores.

Y tras esta blasfemia por la que, tal vez, arderé en el infierno, y de apuntaros que del restaurante Alkimia también puede disfrutarse de una forma más contenida, ya sea a través de su Menú Tradiciones (68€), de su Menú Clásico (50€ y disponible, cual día del espectador, los miércoles), de su Menú Mediodía (39€) o a la carta (precio medio 60€-70€) -aunque, personalmente, considero que, a las grandes casas de comidas hay que ir sin el freno de mano puesto- he aquí la cena que el equipo del restaurante Alkimia, comandado por Hannes Eberhard, me brindó.

Todo comenzó con uno de los iconos de la cocina de Jordi Vila: el chupito de pan con tomate y longaniza de “Els Casals”. Sin duda, se trata de un aperitivo sabroso y divertido –aunque algo ajado- que, si bien definía, ilustraba perfectamente la cocina catalana de autor que Jordi practicaba en el restaurante Abrevadero o en los albores del restaurante Alkimia, hoy desentona pues su cocina desborda este marco.

Y, siguió con:

Un excelente segundo aperitivo: costra de pan con manteca, soja y nueces de macadamia.

Un buen, aunque no en su mejor día, servicio de pan (blanco y de frutos secos) y aceite jienense.

Una excepcional interpretación del vermut -cuando en Barcelona ha renacido la cultura del vermut más tradicional, más cañí, Jordi le da una, cien vueltas de tuerca, para regalarnos la versión más ilustrada de éste- materializada en:

Un granizado de vermut blanco con naranja y aceite, y bizcocho tostado de oliva con olivada, chocolate y anchoa 00 del Cantàbrico. Porque no existe la triple cero, que sino éstas lo serían. Por cierto, además de en su origen y en su tamaño –aquí sí que importa-, la explicación a su calidad (las mejores de Barcelona) la encontraréis en el hecho que las limpian a diario.

Un bonito curado bañado en una finísima salsa verde –terciopelo para el paladar y éxtasis para los sentidos- y aderezado con gelatina de vinagre de arroz y pepino. ¿Me ayudáis a poner nombre a esta magnífica expresión de cocina fusión vasco-nipona? ¿Nikkuak?

Unas sublimes yemas de erizo con “suquet blanco” (muy tenue de sabor), clara de huevo, perejil, y crujiente –valga la redundancia- de romana. No me lo ha pedido nadie, pero ya que su calidad merece un nombre más prosaico, aquí mi aportación –o entrometimiento-: “Huevo de mar escalfado”.

No hemos llegado ni a la mitad del menú y ya casi no me quedan adjetivos a la altura del talento culinario exhibido -aunque ojalá siempre fuese éste el mayor de mis problemas-.

Una composición de brandada de bacalao (profundidad y untuosidad), judías verdes (frescura), col escabechada (potencia y acidez) y raifort rallado (picante además de sus mil matices) que, como veis, lo tenía todo.

Un “lujazo” de plato en forma de tártar de Sant Pere, gamba y langostino con crema de marisco y cebollino, lima y caviar iraní Imperial 000 que, no obstante, me dejó con la duda de si la interveción de la lima sumaba o restaba. Bueno, duda ninguna, pues a mi entender el tártar no necesitaba de más frescura que la aportada por el cebollino, y el caviar y la lima se llevan como el perro y el gato.

Una tan sutil y delicada como sabrosa composición de guisantes lágrima –denominación y efecto que provocan-, queso stracciatella y hierbas frescas.

Un Sant Pere con crema de coliflor, crema de trufa (hecha a partir de trufas maceradas durante un año en Bañuls y Madeira –sabor de dos rombos-) y col encurtida en soja. Un plato perfecto que da fe de que Jordi Vilà es uno de los cocineros que más complejidad es capaz de dar a los platos de pescado. Complejidad que, a mi entender, es una de las pruebas del algodón del talento culinario y que muchos cocineros, también unos cuantos estrellados, no pasan.

Un brutal bikini de sopa de cebolla, panceta y trufa. No leáis en la parquedad de la descripción menos mérito que el del resto de sus compañeros de viaje, pues ésta es inversamente proporcional a la calidad del plato (uno de los mejores hasta el momento, pero que nada podría contra el póker cárnico que lo sucedió).

Un 10 para la “rillette” de cochinillo “rebozada” de “brunoise” de verduras crocantes y aderezada con una magnífica mostaza verde (cilantro, menta, albahaca y, por supuesto, mostaza). Un plato profundo y fresco –un matrimonio gustativo al alcance de muy pocos-.

Y tres 11 para:

El pichón (perfecto en todos sus extremos: textura, punto de cocción, crocante de la grasa, sabor, apariencia…) macerado en agua de anchoas y acompañado por ciruelas.

El volován de becada y col (el mejor plato de caza que he comido esta temporada).

Y la liebre a la Royale en dos servicios: consomé (profunda delicadez) y Liebre a la Royale 2014 (una “rillette” que, dado que tiene añada como los vinos, la definiré en sus términos: de Pago y de Expresión –en cristiano: ¡Insuperable!).

Gran talento también el demostrado por Rafa Delgado en el capítulo de los postres.

Excepcional la yuxtaposición de sabores (lichi, pepino, “Gewürztraminer”, galanga y vainilla) y de texturas (helado, granizado, gelificado, al natural…) del primer postre.

Y belleza, belleza y belleza, pero todavía más sabor en el postre de mango, pomelo, helado de leche de cabra, albahaca, pastel de zanahoria, crema de limón y haba tonca. Un postre con base frutal que, con su calidad y complejidad gustativa, no provocó añoranza alguna a postres más contundentes, con sabores más típicos para poner el colofón a un menú.

Aunque, verdaderamente, el colofón lo iba a poner un irregular trio de “petit fours”.

Muy buena la mousse de yogur con sorbete de pera madura, resultón el bombón de chocolate blanco y fruta de la pasión e impropio (por contenido) el bizcocho de cacao, cerveza y limón.

En definitiva, la cocina del restaurante Alkimia, la de Jordi Vilà, está viviendo su mejor momento, será que está cogiendo carrerilla para el gran salto y los grandes retos que le aguardan a la vuelta de la esquina.

Bodega: Algueira Cortezada 2013 (Godello, Albariño, Treixadura), Adega Algueira, D.O. Ribera Sacra; y Masdeu 2011 (Garnacha), Scala Dei, D.O. Priorat (el mejor vino de Catalunya según la “Guia de Vins de Catalunya 2015”).

Precio: 130€ + bebidas.

En pocas palabras: La mejor cocina de Barcelona.

Indicado: Para disfrutar del mejor Alkimia antes de que, con su mudanza, mude o mute.

Contraindicado: Para los empecinados en creer que el talento gastronómico lo mide la presencia mediática –bueno, no, pues a éstos es a los que más les urge una visita al restaurante Alkimia para reparar en su error-.

Carrer Industria 79, Barcelona.
932 076 115

viernes, 27 de marzo de 2015

Mano Rota

Jueves 19 de marzo.

Restaurante Mano Rota (MR): Mano Rota, dígame.
Yo: ¿Tienen mesa para cenar hoy?
MR: Lo siento, estamos completos.
Yo: ¿Y para mañana?
MR: Tampoco.


Martes 24 de marzo.

MR: Mano Rota, dígame.
Yo: ¿Tienen mesa para cenar hoy?
MR: Lo siento, estamos completos.
Yo: ¿Y para mañana?
MR: Un segundo, que lo consulto. ¿Cuántos serían?
Yo: Uno.
MR: Perfecto.


A propósito de este pequeño extracto de mis infructuosas intentonas por cenar en el restaurante Mano Rota –por momentos, creí que iba a compartir el destino de Bill Murray en Punxsutawney-, cabría preguntarse…

¿Qué hace que un restaurante, con apenas un mes de vida, goce de tanto éxito?

¿Será la notoriedad de sus propietarios o de sus cocineros?

En este caso, en el que la propiedad recae sobre los cocineros, y a pesar de que éstos, Bernat Bermudo y Oswaldo Brito, no son unos desconocidos dentro del panorama gastronómico barcelonés y atesoran un más que interesante bagaje culinario (estudios de cocina en la escuela de hostelería Hofmann y paso por restaurantes como Jean Luc Figueras, Gaig, Mugaritz, Las Rejas o Hofmann), lo dudo mucho, pues de mediáticos, como podrían ser los hermanos Adrià o los Torres, o los Jubany, Abellán y compañía, tienen lo mismo que un central del Eibar.

¿O será lo revolucionario de la propuesta gastronómica del restaurante Mano Rota?

Otro no rotundo, pues hasta el último de sus platos no nos sorprendería encontrarlo en las cartas de los tantos restaurantes de Barcelona que practican el tapeo creativo.

¿Se deberá, entonces, a la presencia mediática del restaurante Mano Rota?

No lo creo, pues, que yo haya advertido, no ha habido ninguna campaña de propaganda –esas pagadas, cual impuesto revolucionario, a las agencias de comunicación- sobre las virtudes casi divinas –cuando nos prometen el cielo, y para no vernos sumidos en el infierno, el recelo es la mejor medicina- del restaurante.

¿Será entonces por la capacidad de influencia, de persuasión de Pau Arenós (el único articulista gastronómico que hasta el momento se ha pronunciado sobre el restaurante Mano Rota)?

Sin duda, Pau es uno de los críticos gastronómicos más reputados y respetados de nuestro país –lo que no es óbice de que cada día coincida menos con su criterio o, como mínimo, con lo que verbaliza-, no obstante, no creo que sus palabras tengan ni la capacidad de movilización ni el ciego favor de la veracidad que, por ejemplo, ostentan hoy las del autoproclamado Mesías Pablo Iglesias.

¿Y entonces?

Pues bien sencillo, “Santo” Trip Advisor.

Y ello es así, pues, el restaurante Mano Rota está considerado por este portal de opinión –que no de información- como el mejor (y la liza es entre 6.732 restaurantes) de Barcelona. En este sentido, son tantos los restaurantes que han sido tocados por la “gracia” de Trip Advisor y que todavía viven de esas rentas –que se lo pregunten, sino, a los de La Pepita, a finales de 2011, en la misma situación de privilegio espontáneo de la que hoy disfruta el restaurante Mano Rota-.

Ni voy a entrar ni os voy a hacer pisar el lodazal en que se podría convertir una reflexión en profundidad o un debate abierto sobre Trip Advisor, pero sí que me referiré a que su capacidad de influencia (a los hechos me remito) es pareja a lo arbitrario -¿Qué crédito, qué credenciales y, sobre todo, qué criterio e intenciones hay detrás de sus “opinantes”?- y poco sólido de sus ránquines -considerar una casa de comidas como la mejor de Barcelona con base en 30 opiniones formuladas en su primer mes de vida me parece menos sólido, además de profundamente injusto con tantos restauradores con muchísima más trayectoria, que la casita de paja del menor de los tres cerditos-.

Tras tantas preguntas, especulaciones y divagaciones –al final sí que me he enfangado algo-, toca poner los pies en la tierra firme de los hechos acontecidos en mi cena de la noche de ayer en el acogedor restaurante Mano Rota.

Cena, atendida por un servicio cordial, voluntarioso, pero también sobrepasado por el éxito del restaurante, y que tuvo lugar en su zona de mesas (en ella se puede disfrutar de sus dos propuestas: “à la carte” (precio medio 30€) o a través de sus dos menús degustación), pues, al efectuar la reserva, la barra, dónde la capacidad de elección del comensal se limita a decidir si uno quiere el menú degustación corto (35€) o el largo (55€), ya estaba completa.

A tenor de que, como ya he reiterado en diversas ocasiones, por lo general, la mejor forma de abrir el tarro de las esencias de un restaurante es sumirse en sus degustaciones, y tras confirmar que no existía ninguna diferencia cualitativa entre los menús (ambos se confeccionan, a discreción de cocina, a partir de los platos de la carta), y que todo era cuestión de tamaño (8 pases el corto y 10 el largo), las matemáticas, y la cartera, eligieron por mí (menú corto: 4,4€/plato; menú largo: 5,5€/plato), y así, a continuación encontraréis el detalle del Menú Degustación Corto del restaurante Mano Rota.

Para abrir boca, un excelente pan del Forn Serra (de la aledaña calle Oliveras), bien secundado por un “coupage” de picual y hojiblanca.

Como dos primeros pases del menú:

Un muy buen surtido de aceitunas (verdes y negras de Aragón, arbequinas y gordal), cebolla roja encurtida y piparras, todo ello perfectamente aliñado.

Unas buenas croquetas de yuca, queso “scamorza” y mayonesa de lima, cuyo mérito, de potenciar la “scamorza” -deslavazada-, no residiría casi por completo en su originalidad.

Espero que Oswaldo y Bernat me permitan, en este momento, una pequeña regañina –camuflada en reflexión-, pues viendo las múltiples posibilidades que ofrece su carta en el apartado de Aperitivos, entiendo poco atinado servir a una mesa de un comensal tan colosal bol de aceitunas y hasta seis croquetas (exactamente lo mismo que se sirvió, pero para dos personas, en las dos mesas colindantes a la mía) -ir a tiro hecho, si bien es lo más fácil, no siempre es garantía de diana-.

Y la media docena restantes, encarnados por:

Un salmón en suave salmuera (20 horas en un “baño”, a partes iguales, de azúcar y de sal), aderezado por una muy buena salsa de rábano picante e hinojo. Un plato que ganaría muchos enteros sin el cebollino y el sésamo que “rebozaban” el salmón, pues afeaban su bella y sabrosa delicadez.

Una perfecta –al nivel de las complejas ensaladas de “burrata” degustadas en el malogrado restaurante Dopo- composición de queso “stracciatella”, berenjena frita, praliné salado de avellanas y albahaca, que devendría un plato perfecto si la “stracciatella” (demasiado tenue de sabor y no en su textura óptima) estuviese al nivel intelectual del plato.

Un buen ceviche de corvina, ají amarillo –excelente-, cilantro, lima –abundante, pero en su punto- y quicos. Entiendo el condicionante del precio, pero este ceviche, como un buen puñado más, sería un bocado delicioso de trabajar con pescados que en su haber tuviesen algo más que su textura. Teniendo en cuenta la ración, estoy convencido que el dentón o el besugo entrarían en el escandallo y que, de no hacerlo, en un referéndum sobre “¿Pagaría Ud. dos euros más por sustituir la corvina por el dentón?” ganaría con rotundidad el “Sí”.

Una magnífica brocheta de pollo, polvo de cacahuetes al curry, habas y cebolla encurtida que, además de oler que alimentaba, me llevó en volandas a mis días en Tailandia por evocarme sus magníficos “Pad thai” -¡Bien por la cocina que trasciende al plato!-.

Una brutal papada de cerdo con miso –para comerse, no a cucharadas sino a cucharones-, hoja de capuchina y orejones –el único “pero” del plato, no en sí mismo, sino por la textura elegida para su intervención (en puré), pues tanto por la textura que aportaría al conjunto como por su desarrollo gustativo, entiendo sería mejor su presencia al natural en “brunoise” o juliana-.

Y un “carrot pie” presentado como “elaborado siguiendo fielmente la receta de la madre de Oswaldo” -¡Qué moderna que es la señora!-. Desafortunadamente, sigo de pega con este delicioso postre, pues ni su sabor (subido de cítrico y con una presencia casi testimonial de especias) ni su textura (algo seca) eran las de esperar tras una presentación con tanta pompa. Sin duda, lo mejor del postre, la crema que lo coronaba y la zanahoria ligeramente encurtida que lo acompañaba.

En definitiva, un restaurante que hoy brilla con luz propia y ajena, pero entre cuyas cuatro paredes hay talento más que suficiente como para que su romance con el público barcelonés ni sea flor de un día ni se sustente en el caprichoso favor de Trip Advisor –Viagra para unos pocos restauradores, y Criptonita para muchísimos más-.

Bodega: Corta, pero repleta de interesantes y desconocidas referencias (a precios más que razonables), carta de vinos. Mi elección: Algueira Mencía Joven 2013 (100% Mencía). Adega Algueira. Ribera Sacra.

Precio: 52€

En pocas palabras: Oro parece, plata es.

Indicado: Hoy, para los cazadores de tendencias. Mañana, y con el deseo que Bernat y Oswaldo no se duerman en los laureles, para poder disfrutar de todo su potencial culinario.

Contraindicado: Hoy, para los que disfrutan de la cocina sosegada y con sosiego. Mañana, y pues casi todos los suflés bajan, para los que el ayer no existe.

Creus dels Molers 4, Barcelona
931 648 041

miércoles, 25 de marzo de 2015

Capet

Una muestra más de que la cantidad y la calidad no solo no suelen ir de la mano, sino que, normalmente, se llevan como el perro y el gato, la encontramos en el panorama gastronómico barcelonés y, en particular, en la restauración de los barrios de la Barceloneta y de Gracia.

Barrios en los que la densidad de restaurantes es pareja a la de políticos corruptos en las listas electorales Populares madrileñas o valencianas, y en los que ir a comer tiene muchos más visos de terminar como el Rosario de la Aurora que en epifanía.

Afortunadamente, no todo es maleza por esos lares y así, como podemos encontrar grandes casas de comidas en la Barceloneta, como en el caso del restaurante La Mar Salada, haberlas también las hay en Gracia.

Pero a diferencia de en la Barceloneta, donde el tópico que nada es blanco o negro no se cumple, pues en este barrio los restaurantes o viven a tutiplén a costa del turista o se sobrevive cuidándonos -¡Gracias por vuestra integridad!-, en Gracia el tono grisáceo abunda y, en consecuencia, deviene capital ser capaces de separar el grano de la paja.

No obstante, entre una niebla tan espesa, resulta arduo complicado distinguir, sentar cátedra sobre si hemos dado con un auténtico rayo de sol o nos hallamos ante el tuerto en el país de los ciegos.

Como siempre, yo me mojaré -eso sí, hoy al final, tanto para mantener el suspense y reteneros unas líneas más como para no acatarrarme antes de hora-, pero sobre los siguientes hechos, descritos tan farragosa como, en la medida de lo posible, objetivamente, habréis de ser vosotros quiénes emitáis el veredicto en forma de visita, o no, al restaurante Capet.

Restaurante Capet: la apuesta, abalada por su tío, del chef Armando Álvarez (discípulo aventajado de Albert Ventura (Coure)).

Restaurante Capet: una casa de comidas, con nueve meses de vida, sobre la que casi todo el mundo escribió, y bien, y que, por ello, o por su buen hacer, hoy goza del favor del público. Favor que ha llevado a maximizar –que no optimizar- tanto su sala –en esta segunda visita, he observado como su aforo se había multiplicado cual panes y peces en las Bodas de Canaán- como su minúscula cocina –con una consiguiente merma en sus tiempos-, pero que no ha traído debajo del brazo una mejora ni de su humilde vajilla, ni de su voluntarioso pero poco profesional servicio de sala, ni tampoco de su sistema de extracción –abono para salir con malos humos del restaurante-.

Restaurante Capet, en el primer turno (de 20:30 a 22:00) del pasado viernes 22 de marzo:

Unas muy buenas aceitunas verdes (cuando más brillan) de Caspe.

Un correcto aceite de arbequina de la Terra Alta con el que regar el excelente pan del obrador de Joan Grimal (ex-pastelero del restaurante Coure).

Una perfecta croqueta de pollo D.O. Albert Ventura (de relleno más parecido a una “rillette” que a una bechamel) con la que, tal vez, Armando da el “sorpasso” a su maestro.

Una notable caballa marinada, acompañada con fresones, yogur griego, crema de vinagre de Módena, escarola y rúcula.

Un buen –ni más ni menos- “sashimi” de bonito aderezado con salsa de soja y wasabi.

Un excelente “carpaccio” de lengua de vaca hervida –el “roast beef” de la casquería- al que los “calçots” que le hacían de base le sumaban enteros, aunque menos que los que le restaba el romesco “agazpachado” que aderezaba el conjunto.

Unas más que apetitosas, sobre el papel y a la vista, mollejas de ternera con tupinambo, alcaparras y escabeche de azafrán que en el paladar quedaban en mucho menos por un exceso de cocción.

Una liebre a la royale, también de corte, pero en esta ocasión, no de confección D.O. Albert Ventura, pues buena parte de su sabrosa intensidad gustativa quedaba empañada por texturas más que mejorables (falta de untuosidad en el puré y sequedad tanto en la trufa seca como en la terrina de liebre).

Y en el capítulo de los postres: el bueno, el feo y el malo.

El bueno: el “sticky toffee” (una suerte de pudin de dátiles y caramelo) con helado de vainilla. Bueno a pesar de la textura más que mejorable del helado y de un punto demasiado tostado del caramelo.

El feo (por culpa de mi pésima foto, pues al paladar era resultonamente sabroso): el cremoso de chocolate blanco con crema de maracuyá, helado de yogurt y ralladura de nuez de macadamia.

Y el malo: un pastel de zanahoria (de textura poco amable) con sorbete de naranja y jengibre (subidísimo de naranja) y granizado de zanahoria (de licuado fácil, temprano), cuyo mayor pecado era prescindir de la máxima de este clásico postre: la untuosidad.

En definitiva, uno de los mejores restaurantes de Gracia, pero un tuerto más.

Bodega: Corta, pero más que correcta carta de vinos, de la que me quedé con la excelente relación calidad-satisfacción-precio del Gaba do Xil Mencía 2013 (Compañía de Vinos Telmo Rodríguez, D.O. Valdeorras).

Precio: 40€ (se puede comer significativamente más barato, y también algo más caro si uno se decanta por alguna de las sugerencias fuera de carta o por su menú degustación (42€)).

En pocas palabras: Coure “low cost”.

Indicado: Para asegurar que una velada en Gracia no acabe en desgracia.

Contraindicado: Para los que no comen donde van, sino que van a comer.

Benet Mercadé 21, Barcelona.
931 155 366