lunes, 30 de abril de 2012

AQ

Juguemos a las adivinanzas –fáciles, no temáis-.

¿Qué son Coure, Gresca, Caldeni o Follia, por citar algunos nombres?

Grandes restaurantes de Barcelona iluminados, no por esquivas estrellas Michelin, sino por el brillo que inunda los ojos de sus fieles parroquianos al terminar cada ágape.

¿Y Cal Xirricló o L’Estel de la Mercé?

Grandes restaurantes de Lleida que no precisan de soles Repsol para espantar la niebla de la capital de la “terra ferma”.

¿Y Les Magnòlies (protagonista de este blog en unos días) o Freu?

Grandes restaurantes de las comarcas de Girona que, de mostrar al mundo su propuesta gastronómica en plazas mucho más concurridas, más “comerciales”, seguro que galones no les faltarían.

¿Y AQ?

Aunque sabedor de que mientras revele la respuesta al pueril enigma planteado escucharé estremecerse en sus tumbas de papel a los detectives Poirot o Sherlock, no me queda otra, así que, al toro: esa casa de comidas que los tarraconenses, sin la ayuda de nadie, identifican como el mejor restaurante de su ciudad, y que hoy será la protagonista de la presente crónica.

AQ: el restaurante de Anna (cocina) y Quintín (sala), vecino del casco antiguo de Tarragona y vestido, allá por el 2003, de un elegantísimo Tost “low cost”.
AQ: un restaurante en el que la humildad, la honestidad, el tesón y la pasión se paladean en cada plato y se aprecian en cada centímetro cuadrado de su sala –mención especial merece la afinadísima, y a precios casi imbatibles, selección de vinos del restaurante AQ-.

AQ: un restaurante que, a pesar de sus sombras –que alargada es la oscuridad que proyecta el contexto geográfico de un restaurante (lo veíamos en la última crónica (Atrio, Cáceres) y lo seguiremos observando en la que sucederá a la presente (Les Magnòlies, Arbúcies))-, materializadas en cierta simpleza de alguno de sus platos y en concesiones hechas para no disgustar a ningún paladar –aunque acaben por disgustarlos a todos-, se me antoja como una visita obligada para todo aquel que esté disfrutando de la romana belleza de Tarragona.

Aviso para navegantes: ni a un servidor, ni a Anna y a Quintín les servirá la excusa del precio para no visitar el restaurante AQ, pues sus dos menús degustación: Temporada (50€) e Intocables (50€), son complementados por una interesantísima carta (precio medio entre 25€ y 40€) y, de lunes a viernes, por un cuidado menú Semanal (18€).

[…] –¿Mejor este recurso que más farragosa prosa, verdad?-

Era un sábado lluvioso en Tarragona, por fin había aceptado la invitación de mi amigo Julio para descubrir la propuesta gastronómica del restaurante AQ y, con el corazón partido –no hay mejor sensación en un restaurante que, y pues todo te hace la boca agua, no saber qué escoger-, y ayudado por la razón, me decanté por su menú Intocables -nada se me antojaba más racional que escoger un menú a prueba de las inclemencias del tiempo (en su primera acepción)-.

Y así, dieron forma al menú degustación compuesto por los platos más célebres y celebrados de la cocina de Anna…

Previo prólogo interpretado por un vermut de la casa que no me convenció (Izaguirre, Curaçao y Angostura).
Una buena coca de pan.
Y una notable cebolla rellena de butifarra, gamba y salsa española, servida a modo de aperitivo de la casa...
La siguiente media docena más uno de platos:

Un muy buen carpaccio –aunque en el menú se empecinasen en presentarlo, supongo que para hacer las gracias de cierto público, como un falso ravioli- de gamba de Tarragona al ajillo.
Una buena, aunque algo pesada, crema de foie, excelentemente matizada con notas de maracuyá y jengibre.
Un sencillamente sabroso timbal de pulpo, butifarra y huevo.
Un buen calamar con panceta Maldonado y al que la delicadamente intensa salsa de su tinta que lo acompañaba le ponía una perfecta guinda.
Un simplón tártar de ternera con virutas de foie al soplete y puré de berenjena –he aquí el cuestionable guiño a parte de la platea tarraconense antes denunciado-.
Un notable pre-postre al que daban forma un cremoso de maracuyá, yogur y granizado de melón –de entrar en escena alguna nota fresca (albahaca, menta, salvia…) que ayudase a despegar al resto de sabores del plato mi paladar seguro que lo hubiese a elevado a excelente-.
Y una meritoria versión “Siglo XXI” del clásico Pijama: flan de huevo a baja temperatura, piña impregnada, helado de caramelo y espuma de vainilla.
En definitiva, una restaurante que, a golpe de trabajo, de amor por la cocina y, por supuesto, de talento –y para que engañaros, también ayudado por la escasa competencia existente en la plaza en la que debe lidiar- se ha erigido como el máximo exponente de la alta gastronomía de Tarragona.

Bodega: Ekam 2010 (Riesling y Albariño), Castell d’Encus, DO Costers del Segre; y Trio Infernal 1/3 2006 (Garnacha y Cariñena), Trio Infernal, DO Priorat.
Precio: 65 €

En pocas palabras: Una pequeña-gran casa de comidas tarraconense.

Indicado: Para los que creen que hay dos clases de restauradores: (i) los mercenarios –dicho con todo el cariño, pues ¿Qué hay de malo en trabajar por dinero?-, y (ii) los que no entienden la cocina como una profesión sino como un estado civil; y saben que la cocina de estos últimos hace paladares y almas más felices.

Contraindicado: Para los que no buscan fuera lo que ya tienen en casa (Barcelona).

Calle de les Coques 7, Tarragona.
977 21 59 54

jueves, 26 de abril de 2012

Atrio

Un soberbio –en mucho de la mejor y en algo de la peor de las acepciones de la palabra- restaurante cacereño que supuso la primera parada de mi periplo gastronómico de Semana Santa y a la que he reservado el dudoso –salvo que uno crea en esa máxima de la sabiduría sacra que reza eso de que “los últimos serán los primeros”- honor de cerrar las crónicas gastronómicas que lo han narrado.

Aunque, y lejos de pretender refrendar la bíblicas palabras recién citadas, debo confesar –¡Qué vaticanista me está saliendo esta crónica!- que tras mi visita al restaurante Atrio no puedo, ni quiero, no hallar más que merecidísimos todos sus galones (i.e. dos Estrellas Michelin, tres Soles Repsol y la distinción como Relais-Châteaux).

Y así es pues…

La cocina que practica, que dirige Toño Pérez no solo merece el calificativo de excelente tras ser pasada por el tamiz de la plaza en la que tiene que lidiar, sino que de ser puesta en cualquier lugar del mundo justificaría el detenerse en deleitarla;
De muy pocos marcos –recién estrenado, por cierto, si es que algo más de una año encaja en tal descripción- puede decirse que están a la altura de una cocina de tantísimo nivel –baste decir que el restaurante Atrio recibió en 2011 un premio FAD o que terrazas como de la que puede hacer gala son una agradabilísima “rara avis”-.
La bodega del restaurante Atrio es, sin duda, una de las más impresionantes que he visto –acto de coleccionismo, sí, pero también de amor profesado por José Antonio Polo por el mundo del vino-. En este sentido, creo que hacen buenas mis palabras hechos como que ha sido declarada, hasta en nueve ocasiones, como mejor bodega del mundo o que atesora más de 32.000 botellas repartidas entre casi 3.000 referencias entre las que pueden encontrarse tres decenas de añadas de Romanee Conti o Chateau Muton Rothschild y hasta 76 de Chateau d’Yquem, la primera fechada de 1806 (solo quedan tres en el mundo).
Puede hacer gala de uno de los mejores servicios de sala que he visto, y ello a pesar de que uno de sus sumillers, algo encantado de conocerse -he aquí la cara fea de la soberbia apuntada en mis primeras palabras- y cuyas recomendaciones, a tenor de que de los tres dígitos no bajaban –apaga y vámonos si un vino que cuesta 200 € no te eriza la piel-, se antojan como prescindibles, se empeñe en restar enteros a un capítulo tan memorable de la experiencia Atrio.

¡Basta ya! Vayamos al grano.

Grano que en el restaurante Atrio se materializa en un menú degustación al que me gustaría calificar como excelente, pero que la paja del que tuve que separarlo, identificable, principalmente, en la reiteración de muchos elementos (foie, tirabeques, trufa, curry, boletus…) en los platos que lo componían, me lo impide –mucho, demasiado “¿Tú otra vez por aquí?” para un menú de tanta altura que, por supuesto, se hacía pagar-.

Menú degustación al que dieron forma:

Un correcto servicio de pan (torta de aceite y pan blanco).
Un excelente macarrón de apio con paté de caza.
Una notable crema de calabaza, castañas y curri con manjar de almendras, boletus, pipas y tirabeques, a la que una presencia excesiva de curri no permitía brillar.
Un sabrosísimo capucino de foie (royal), crujiente de maíz, boletus y café.
Un delicadísimo carpaccio de gamba roja magníficamente acompañado por crema agria y caviar iraní.
Un excelente ejemplo de cocina fusión extremeña-asiática encarnada por oreja de cerdo ibérico con calamar, curri, soja y tirabeques.
Un plato que lleva casi 20 años en la carta del restaurante Atrio y que, visto lo visto -probado lo probado-, solo puedo fervientemente desear que los hijos de mis hijos lleguen a disfrutarlo: crujiente de careta de cerdo, cigalas y consomé cremoso (gracias a la presencia de foie) de ave.
Una excelente lubina –lo que ha de costar, o lo que debe hacerse pagar, que una lubina llegue tan salvaje a Cáceres- acompañada de setas, algas, trufa y un cremoso de mar.
Una pluma ibérica a la que unos acompañamientos, o facilones: melocotones salteados y foie, o “repes”: crujiente de maíz (el mismo que el del capuccino); o de dudosa complementariedad de sabores con los demás -no así con la pluma ibérica-: cremosos de berros, reservaron el papel de la fea del baile.
Una siempre excelente Torta del Casar (natural y su helado –de los mejores que he probado-) bien acompañada de un cremoso de membrillo y aceite de vainilla.
Un correcto, sin más, sorbete de albahaca con tierra de lima-limón.
Una magnífica crema de tocinillo de cielo acompañada por un muy buen helado de yogur, tierra de cacao y aire de coco.
Y todo un alarde –por cantidad y calidad- de “golosinas (maccaron de limón, buñuelo de crema –sin duda, la mejor-, trufa, gominola de frambuesa, madeleine y chupito de tiramisú).
En definitiva, un restaurante que por su propuesta gastronómica, su marco, su bodega, su servicio y por la impagable e imprescindible labor de vertebración del territorio que hace merece toda mi admiración.

Bodega: A Christmann 2002 (Riesling Troken), Pfaltz; y Caol Ila 25 años.
Precio: 126 € (menú degustación+ servicio de mesa) + 80 € (botella AC 2002) + 20 € (copa de Caol Ila 25 años)

En pocas palabras: El mejor restaurante de la península al oeste de Madrid.

Indicado: Para los que, a pesar de sus cada vez más sombras, seguimos creyendo en el valor y la labor de las estrellas Michelin.

Contraindicado: Para los que ni entienden ni quieren entender de contextos.
Plaza de San Mateo 1, Cáceres
927 242 928

viernes, 20 de abril de 2012

Vila Joya

Por ser durante muchos años el único restaurante portugués reconocido con dos estrellas Michelin; y

Ser el también único exponente de la gastronomía lusa en la prestigiosa lista de “The World’s Best Restaurants”, en la que ocupa el puesto 79…

Visitar el restaurante Vila Joya durante mi periplo gastronómico por Portugal no era una opción sino que era una dulce -o así esperaba que fuese- obligación.

Y así, consumidos ya dos mil, cien arriba o cien abajo, kilómetros de un ruta más que recomendable, me encontraba recorriendo las bellas –seguro que hace diez años lo eran más- carreteras del Algarve cuando, con la ayuda del Tom-Tom, me planté en la Playa da Galé (Albufeira): el privilegiadísimo marco de la alta y bipolar cocina de Dieter Koschina.
Telegráficamente y por orden de importancia –aunque sobre decirlo, por supuesto, la que yo le doy-, y antes de entrar en el detalle del mejor almuerzo de mi escapada de Semana Santa, os presentaré el trío de ases que –sé que no es la mejor mano, pero de sonreírme la baraja con ella, me costaría no ir con el resto- hacen que, de encontrarse uno por esos lares, la visita al restaurante Vila Joya resulte más que recomendable.

El marco: ni he comido en uno más bello ni creo que jamás lo haga –la pega es que son sabedores de ello y uno debe pagar las ganas de comer en un restaurante cuya iluminación corre a cuenta del reflejo del sol sobre el mar y en el que el rumor de las olas hace las veces de hilo musical-.
La propuesta gastronómica: lo dicho, de altísimo nivel, principalmente por los magníficos productos emprados, y bipolar, esto es, que navega –aunque personalmente crea que cede a las exigencias de cierto de su público- entre la vanguardia más bulliniana y la creatividad más simplona, bordándolo cuando se ciñe a, con delicados acompañamientos, hacer enormes ya de por sí grandiosos productos.

Y el servicio: profesional, atento, amable y políglota como pocos he visto –bueno, he oído-.

Que, el seis de abril de 2012, se alinearon casi a la perfección para ofrecerme el siguiente almuerzo:

Un magnífico servicio de panes (blanco, chapata, de cereales y de aceitunas), aceite (del sur de Portugal sin filtrar) y mantequilla salada.
Unos interesantísimos, sabrosos, y máximo exponente de la bipolaridad antes apuntada, snacks: canelón (ovulato) de guacamole, cacahuete mimético, pistacho con cobertura de yogur, carabela de tapioca y chocos, tortilla de camarones –hasta este momento no tenía claro si estaba en la Playa da Galé o en Cala Montjoi-, baguete pata negra y huevo de codorniz crujiente.
Una notable vieira con emulsión de yuzu y vinagreta de jengibre y lima.
Un espectacular (materia prima, cocciones y composición gustativa) bogavante con caviar imperial, y texturas de coliflor (ravioli, cremoso, tabulé y en crudo).
Una sabrosísima pechuga de codorniz escabechada y acompañada por un briox de jamón ibérico, foie (freco y micuit), puré de tupinambo, cremoso de porto y gelée de uva tardía.
Un excelente (de nuevo, por su cocción y matices sápidos) rodaballo con trufa del Perigord y cremoso de apio.
Un notable mar y montaña de carrilleras de cerdo, carabinero y jamón ibérico –su excesiva presencia en tantos momentos del ágape solo puede excusarse, aunque no justificarse, en las apetencias de mucho de su público: turistas franceses, suizos y alemanes amantes de este manjar ibérico- acompañado por un correcto risotto de quinoa.
Una excelente creme brûlée con helado de frambuesas.
Una, de nuevo, excelente composición de frutos rojos –en su justo punto de maduración-, tierra base, helado de canela y crema de vainilla.
Un magnífico suflé de vainilla.
Y unos notables petit fours (nube de amareto, sacher, brownie de frutos secos y trufa).
En definitiva, un restaurante que, por su marco, su delicada y elaborada con excelentes materias primas propuesta gastronómica y su servicio, cabe identificar como el máximo exponente de la alta cocina lusa.

Bodega: Doña María Amantis 2008 (Viognier). Alentejo.
Precio: 160 €

En pocas palabras: Belleza por los cuatro (marco, marco, cocina y servicio) costados.

Indicado: Para los que persiguen experiencias únicas.

Contraindicado: Para los que ni entienden ni aceptan que el marco se refleje en la factura final –aunque en muchas ocasiones me pondría en este saco, el del restaurante Vila Joya es tan increíble que, sonriente, pagué por él lo que, veladamente, me pidieron-.

Hotel Vila Joya, Playa da Galé (Albufeira), Portugal
+351 289 591 795