Trumfa: el tubérculo ganador (la patata) en ceretano (conjunto de vocablos propios de la Cerdanya).
Triumfo: la mano ganadora en la brisca.
Trumfes: una apuesta segura en la restauración de la Cerdanya.
Tras el chasco de mi última cena en Barcelona decidí, por unos días, poner tierra de por medio con la Ciudad Condal y, de pasada, arrojar un poco de luz sobre la gastronomía de los extremos de nuestro país, que buena falta hace, pues si de la alargada sombra de Barcelona se dice que no permite brillar a los restaurantes de sus inmediaciones, aunque a veces creo que es todo lo contrario, que por el hecho de no estar en Barcelona, y por culpa de cierto chovinismo y mucho paternalismo, les atribuimos más mérito del que tienen -¿Luciría una estrella Lluerna, o Capritx gozaría de tanta fama si su campo de batalla fuese el ensanche?-, son muchos más los que por estar situados realmente lejos de su radio de acción se ven sumidos en un injusto ostracismo.
Y así, las próximas estaciones en las que haremos parada y fonda serán Llívia (Trumfes), Ulldecona (Les Moles), L’Ametlla de Mar (El Molí dels Avis), Cambrils (Can Bosch) o Poboleda (Brots Restaurant).
¡Chu, chu! ¡Pasajeros al tren!
Pero no avancemos tantos acontecimientos, no vayamos tan rápido, que más tiene este bloc –como mínimo para algunos- de tren de la bruja que de “Shinkansen” (los trenes bala nipones) –ni su prestigio, aunque con vuestra confianza me basta; ni su puntualidad, pues aunque intento ofreceros dos o tres crónicas por semana, el tiempo no es infinito y mi cartera lo es todavía menos; ni, por supuesto, su velocidad, pues ni mi farragosa prosa, ni mis excursiones son de trago corto-.
¡Chu, chu! Próxima estación: restaurante Trumfes.
Trumfes, un restaurante que nace como el enésimo, el natural encuentro (ya habían coincidido en la escuela Joviat o en los fogones del restaurante Aliguer de Manresa) de Pau Cascon, (quien tiene aquí la sartén por el mango, y nunca mejor dicho, de los fogones) y Àlex Molas (quien en esta nueva etapa profesional ha cambiado la chaquetilla de cocinero por el mandil de camarero para dirigir a las mil maravillas la sala del restaurante Trumfes -¡Cuánto se nota, cuánto se aprecia que un director de sala sepa, y mucho, de cocina! Enrique Valentí ya nos lo demostró en Casa Paloma o Chez Cocó-).
Suele decirse que a la tercera va la vencida, no obstante, hasta el póker de visitas al restaurante Trumfes (todas ellas en los dos últimos años) no las tenía todas conmigo sobre el éxito de la jugada, pues si ayer el restaurante Trumfes era una buena cocina -aunque en algunas ocasiones se advertía simplona y en otras barroca por falta de sencillez- que, no obstante, no estaba a la altura de su sala –ni del escenario ni de sus actores-, hoy están a la par, y no porque Àlex haya bajado el listón o se estén desconchando las paredes de sus más que acogedoras salas, sino porque la cocina de Pau es más madura, más lucida, y dan fe de ello:
Un irreprochable servicio de pan rústico y de cereales de la “boulangerie” Les Pains Carolins de la vecina y francesa localidad de Saillagouse, y de aceite (arbequina de Siurana).
Un interesante aperitivo de la casa en forma de montadito con pan Tramezzini de carpaccio de ciervo, mostaza a la antigua y parmesano que, entiendo, ganaría enteros de sustituirse el parmesano –tan visto como invasivo en estas composiciones- por un queso D.O.P. de la Cerdaña –además de un guiño a la tierra, un sutil e interesante secundario sin afán de protagonismo- y de servirse el carpaccio templado o, como mínimo, menos frío.
Un muy buen ceviche de dorada, aderezado con remolacha, lima, cilantro, cebolla, bien de aceite, como diría Karlos, y piel de naranja -el único “pero” del plato, y no por su presencia, sino por lo excesivo de ella (tal vez un pescado azul la hubiese admitido, pero no así la delicada y blanca dorada). Ya me lavaré luego la boca con jabón, pero… ¡Manda huevos que para disfrutar de un ceviche tenga que cruzar el túnel del Cadí! Aunque, también es cierto que, desde que este plato se ha convertido en el mantra de la gastronomía patria y todo hijo de vecino se atreve con él, las probabilidades de salir escaldado cuando uno se deja enredar con un ceviche son casi tan altas como las de pillarse los dedos al pedir un coulant.
Una excelente composición de vieiras, tirabeques a la brasa, y consomé de carne de cerdo, romero y garbanzos –¡Qué bien que le van a los caldos los garbanzos!-.
Otra parpatana –temblad ceviches, un nuevo Sheriff ha llegado a la ciudad- de atún de Almadraba, en esta ocasión presentada en forma de una interesante ensalada templada de escarola, habas, tomate, ajada y una suave vinagreta.
Un pichón en dos texturas que ilustraba perfectamente el Ying y el Yang. Perfectas las patas estofadas al vino tinto y el parmentier de apio, y con cierto regusto a quemado la pechuga y no muy bien resulta la textura de la polenta.
La realidad del financier de chocolate con espuma de coco y helado de fruta de la pasión era menos dulce que su enunciado por culpa de un financier de chocolate que tenía más de tarta de chocolate de la abuela que de distinguido dulce parisino (no tenía ni su untuosidad ni su almendrado sabor).
De bien alto la torrija de briox con helado de mango. El notable se lo hubiese dado de estar más empapada y el excelente si, además, el helado hubiese sido de sabor lácteo o tostado o, y de tener que constreñirme al mundo vegetal y naranja –ricemos el rizo-, éste hubiese sido de zanahoria o de calabaza –sabores mucho más amables con la torrija y, de nuevo, que sabrían ocupar mejor el rol que les corresponde, esto es, el de escudero-.
No solo ningún reproche, sino todo alabanzas para el babá al ron con espuma de café. Tiquismiquis que soy, una enmienda sí que haré, y ésta es la pertinencia del liofilizado de café, pues amargaba demasiado y tenía un excesivo recorrido en boca.
En definitiva, lo bucólico de algunos de sus pueblos, sus montañas en verde –aunque por desgracia de muchos esquiadores éstas lo están más meses de lo que desearían-, tantos deportes de aventura que practicar y, ahora, casas de comidas como el restaurante Trumfes, hacen de la Cerdanya un destino 4 estaciones –pensad en Vivaldi, por favor, y no en la más terrorífica de las pizzas, con permiso de la Tropical-.
Bodega: Interesantísima, por personalísima, carta de vinos de la que me quedé con un tinto sui generis de la Sierra de Salamanca: Tragaldabas 2013 (100% Rufete), Bodega Mandrágora Vinos de Pueblo.
Precio: 40€ (à la carte). Disponen, mediodía y noche, de un sugerente menú por25€.
En pocas palabras: Todo un triunfo.
Indicado: Para confirmar, recordar o descubrir –los hay todavía muy, pero que muy perdidos- que fuera de las grandes urbes existe vida inteligente, también gastronómicamente hablando.
Contraindicado: Para los que creen que en Valencia todo “quisqui” sabe preparar una paella, que la cocina de autor te deja con hambre o que en la montaña solo se puede cocinar a la brasa, vamos, para los del “topicazo” por bandera.
Carrer Raval 27, Llívia (La Cerdanya, Girona).
972 146 031
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