miércoles, 30 de junio de 2010

Postales desde Estambul

Aproveché el puente de San Juan –en Cataluña algunos, más bien muchos, tuvimos el privilegio de disfrutar de cuatro días de fiesta la semana pasada- para descubrir la antiguamente denominada Constantinopla, y desde esa tierra, primero cristiana, luego ortodoxa y actualmente musulmana, traigo las siguientes postales y reflexiones gastronómicas.

Un refrán tan nuestro como “no le pidas peras al olmo” y la expresión popular “los experimentos con gaseosa” podrían definir perfectamente la gastronomía turca.

Sin duda, la cocina turca se construye desde unos productos de primerísima calidad, mereciendo ser especialmente destacadas sus verduras y hortalizas, sus frutos secos y su pescado, y la tradición sigue siendo su faro. Asimismo, merece destacarse que, a diferencia de lo que sucede en nuestro país, en Turquía pude apreciar que la gastronomía no es todavía un fenómeno cultural tal como nosotros lo antendemos, y que los alimentos hacen bueno su nombre: sirven para alimentarse -realmente me sorprendió muchísimo ver la velocidad con la que comían nuestros futuros compañeros de la Unión (en el tiempo que nosotros comíamos en la mesa de al lado se servían entre dos y tres ágapes).

Así se explica que la única incursión que hice a un concepto de restaurante de corte más europeo fuese un absoluto fracaso, gastronómicamente hablando, pues su emplazamiento bien merecía la visista y, en cambio, el resto de comidas que hice a salto de mata o en cualquier chiringo fuesen, en mayor o menor medida, auténticos regalos para el paladar.

Cuatro serían los lugares, definir a algunos de ellos como restaurantes me parecería desvirtuar el concepto de restaurante, en los que comer en Estambul. Tres de ellos más que recomendables.

Comenzando por el menos interesante, éste sería el que identificaríamos con nuestra oferta gastronómica más típica, pues, como ya apuntaba, en Estambul saben hacer lo que saben hacer y, por el momento, el modelo de restaurante francés que se impuso en la vieja Europa hace ya unas décadas parece que no obtuvo el visado cuando intentó desembarcar en Turquía.

Las fotos de la cena europeizada que constituyó el único fracaso gastronómico de la visita son las que siguen.




Sí, esto último pretendía ser un parfait de vainilla. ¿A que hacía tiempo que en un restaurante de 75€ el cubierto no veíais una vainilla amarillo pollito? Pues como veis, parece que en Estambul las bayas de vainilla son todas unas desconocidas.

En cambio, el kebab acompañado con arroz y unas berenjenas fritas que se puede degustar en cualquier chiringo;

Un menú confeccionado a base de platos típicos degustado en toda casa de comidas turca (atención con el picante, pues si bien no se sitúan al nivel de Méjico, poco les falta);






(Los anteriores platos son, por orden de aparición –esto ya parece una función teatral- unos calamares con salsa de yogur y ajo, unas verduras a la parrilla –increíbles las berenjenas-, una pechuga de pollo con una salsa de soja y miel, unas brochetas de cordero y unas salsa de cebolla, yogur y eneldo, páprika, y berenjena y tomate que lo acompañan casi todo)

O un pescado –qué buenas son las lubinas que regala el bósforo- a la parrilla en cualquier pueblecito a orillas del mar son todas ellas opciones más que recomendables.

(La de la foto, la degusté en el pueblo de Anadolukavagi. Una localidad situada en la orilla asiática del bósforo casi a tocar del Mar Negro. Destacar también que, la travesía en barco para llegar a este pueblo es de los recuerdos más bonitos que me traigo de mis días en Estambul)

Tres recomendaciones para terminar:

Los vinos turcos, y siguiendo los criterios de calificación de la ESO: necesitan mejorar y, particularmente, los vinos tintos. Así que os recomendaría centraros sólo en degustar vinos blancos. De entre los que probé, el Çankaya se llevaría el premio a la mejor relación calidad-precio.

No os perdáis el mercado de las especias de Estambul, sencilla y llanamente: espectacular.


Visitad la pastelería Saray situada en la zona de TakSim de Estambul, pues en ella degustaréis los mejores dulces típicos de Turquía. Mi favorito, sin atisbo de duda, el baklava de fistikli o, lo que es lo mismo, un montadito de hojaldre bañado en miel y relleno de pistacho. Por cierto, no dejéis pasar la oportunidad de acompañar todos estos dulces con kaymac, una crema densa que se obtiene de la parte de arriba del yogur: el acompañamiento perfecto para rebajar el excesivo dulzor de la mayoría de la repostería turca.

Lo olvidaba, ya se leer el futuro en los posos del café, una amiga turca me enseñó, aunque debo confesar que es más fácil de lo que parece, pues con la cantidad de poso que deja cada café turco uno hasta llega a hartarse de señales que encuentra. En mi primera lectura atisbé desde un dos, hasta la estatua de la libertad, pasando por un cocodrilo. El entretenimiento en las próximas cenas de amigos que organice está más que asegurado.

lunes, 21 de junio de 2010

Arola Arts

O cuando el binomio Arola-mar no alcanza el estrellato.

El marco, la segunda planta del Hotel Arts que ofrece unas privilegiadas vistas al mar y a la gigante escultura de un pez volador –por su forma no puede ser una ballena-, lo tiene.

La sala, de marcado carácter informal pero con estudiados destellos de lujo y presidida por una magnífica bodega acristalada, resulta sumamente atractiva.

Al servicio, atento, y dirigido con un estilo ciertamente sui generis –dicho desde el cariño que sabe que le profeso- por parte de mi tocayo Eduard “Eddy” Arola, nada hay que reprocharle.

De los fogones, en los que sin duda se nota la mano de Sergi Arola, van surgiendo pequeñas joyas.

Entonces, ¿por qué uno abandona este restaurante con sensaciones encontradas?

Porque aunque a Akelarre le baste, poner la mayoría de los huevos en la cesta del marco nunca es la mejor opción.

Porque la informalidad, a pesar de los destellos de lujo, no ha de cobrarse a precio de caviar. Sirva esta línea para denunciar todos aquellos restaurantes que sirven Beaujolais a precio de Grand Cru.

Porque a pesar de que a mi me encanta, el estilo de Eddy es todo menos ortodoxo.

Porque las joyas, como he dicho, son pequeñas, esto es, se limitan a la cocina en miniatura que compone la oferta de los entrantes y los postres.

No obstante, cuanto he escrito debe tamizarse, pues al percibir en los que queremos un enorme potencial solemos ser extremadamente severos en nuestras valoraciones al efecto que puedan coronar esa cumbre que sólo a ellos está reservada.

La experiencia del pasado domingo, y a pesar de ser una de las mejores que recuerdo en la casa de los hermanos Arola, se ajustó casi a la perfección al marco recién descrito.

La comida dominical dio comienzo con los correctos aperitivos de la casa: “pa amb tomaquet” y guacamole con unos bastoncillos de aceitunas.


Discurrió a través de unos platillos excelentes:

Una ensalada de centollo y buey de mar en la que el producto era un prodigio de la naturaleza.

Un turrón de foie y café que demuestra la maestría de Sergi en la preparación del hígado del pato.

Unas patatas bravas que son todo un clásico que nunca pasará de moda.

Unas notables, aunque tal vez fue el entrante menos lucido, croquetas de ibérico.

Unos raviolis de rabo de buey, papada y foie, de entrada en boca intensa, recorrido profundo y sutil recuerdo final.

Una yema de huevo a baja temperatura acompañada con jugo de jamón y espárragos blancos que hacía perfectamente las veces de hilo conductor hacía el plato principal.

Plato principal que interpretó un rape, pasado en su cocción, acompañado por un correcto parmentier de ajos tiernos y su propio jugo.


Por suerte, con los postres se retomó la senda que habían trazado los entrantes.

Como primer postre, un trío de helados, aunque en puridad habría que llamarlo un trío de frescos. ¿La razón de ello? Pues porque a pesar de tener forma de polos, eran unas ligeras ganaches de varios chocolates, eso sí, algo frías, recubiertas por una fina lámina de cobertura del los mismos chocolates. Las tres combinaciones eran: chocolate blanco y frutos rojos, chocolate con leche y almendras, y chocolate negro y tierra de cacao. Excelentes los tres frescos.

La magnífica rúbrica al ágape la puso el Momento dulce: una crema de chocolate blanco acompañada por un excelente toffee, helado de maracuyá y sorbete de manzana verde.

En definitiva, es incuestionable que en Arola Arts concurren las virtudes para hacer de este establecimiento un referente en Barcelona, ahora sólo falta que quieran ponerlas en liza, pues, como le decía el tío Ben a Peter Parker: “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”.

Vino: 12 Volts 2007. Bodega 4 Kilos. Vinos de la tierra de Mallorca

Precio: 75 €
Calificación: 14,5/20

Indicado: Para comenzar a sucumbir al encanto Arola.

Contraindicado: Para los que un ratio calidad-precio poco ajustado es un escollo insalvable.

Hotel Arts
Calle Marina 19-21
93 483 80 90

miércoles, 16 de junio de 2010

Dos caras de una misma moneda

Decía Picasso que: “La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando". En mi caso, tratándose de gastronomía, me sobrevino comiendo.

¿Comiendo el excelso menú de elBulli o de Mugaritz?

(Aprovecho para desearles toda la suerte del mundo en sus recién estrenadas etapas: la primera, que ha de conducir hacia el monte Olimpo –pero tranquilo Ferran, no con la misión de alimentar a los dioses, pues creo que Zeus prefiere la cocina de Santamaria- y la segunda, a la coronación de Andoni en el reino de los mortales).

No, fue disfrutando como un niño con un arroz a la cubana.

Un arroz a la cubana que, a modo de “petite fantaisie”, le pedí a Jordi Vilà que me introdujese dentro del menú degustación de su Alkimia.

Un arroz a la cubana que, y que mi madre me perdone, ha sido el mejor que he probado nunca.

El secreto: un arroz en su punto ligeramente salteado con ajo, una casi imperceptible caramelización del plato, unos mini-cubos de panceta Maldonado, unas láminas crujientes de jamón y la substitución de la salsa de tomate por tomates enteros confitados que, posteriormente, son braseados.

La reflexión: la supina estupidez que supone la confrontación de tradición y vanguardia.

Son ya muchos los argumentos dados en tal sentido, y si tuviese que quedarme con dos, éstos serían los siguientes:

Que el merecido tributo y la restitución en sus honores a la tradición culinaria sólo han sido posibles gracias a la privilegiada posición a la que la cocina de vanguardia ha situado a la gastronomía de nuestro país. Será ingenuidad, pero continúa sorprendiéndome la tremenda ingratitud del que muerde la mano que le da de comer.

Que, por obvio que parezca, aunque tal vez sea por esa condición que los que blanden armas en tan estéril como dañina batalla no lo advierten, resultaría imposible levantar esas magníficas edificaciones con sello de autor sin los cimientos de la tradición. ¿Alguien me explica qué es lo que mueve a algunos a comportarse como aquellos perros que obstinadamente intentan morderse la cola, ciegamente convencidos de que se trata de una amenaza ajena a ellos?

Permitidme que en este puto os ofrezca un extracto de una conversación entre un servidor y un interlocutor, extremadamente ducho en los fogones, que hoy responde a anónimo:

Eduard: ¿Quién es el mejor cocinero de mundo?
Anónimo: Ferran Adrià
E: ¿Por qué?
A: Porque hace cosas que nadie sabe hacer, y prepara unos callos o una paella como nadie.

Vanguardia, sí, pero con la lección de la tradición bien aprendida.

En definitiva, con la ingratitud de unos y la necia obstinación de otros conseguiremos perder el único liderazgo mundial –a la espera de lo que haga la Roja- del que podemos hacer alarde.

Por cierto, de entre los extraños compañeros de cama del arroz a la cubana, me gustaría destacar los que constituyen las novedades del menú Alkimia:

Una ostra con una sopita de manzana y apio.

Unos espárragos blancos con una emulsión de almendra blanca, mantequilla de botarga y alcaparras.

El cap-i-cua (papada de cerdo sobre rabo de buey) con una crema de garbanzos.

El tocinillo de cielo acompañado por un helado de jengibre, una crema amarga de café y un crujiente de cacao.

Definibles todos ellos en dos palabras: ¡Im presionantes!

Picasso abría la crónica, un tal anónimo ha hecho su cameo y Jesulín la cierra: espero que podáis perdonarme.

lunes, 14 de junio de 2010

Can Bosch (bis)

Debo confesar -aunque viendo el archivo de las entradas de este blog se advierte como un secreto a voces- que cada vez espacio menos las visitas al que considero el mejor restaurante del sur de Cataluña: Can Bosch.

Las razones de ello, en tres palabras: Joan, Montserrat y Manel. Tres nombres propios convertidos en los pilares de la más sólida propuesta gastronómica de la Costa Dorada.

Manel es una de aquellas personas cuya sapiencia como sumiller es sólo comparable con su entrañable humildad. Sumiller al que debo, entre muchas otras cosas, mi recién descubierta pasión por los Whiskys y no ser un absoluto analfabeto en lo que atañe a los vinos del país vecino. Dan fe de su sabiduría tanto el aperitivo con el que me obsequió como la sublime elección del vino a través del que discurrió perfectamente todo el menú degustación.

Es en Monserrat sobre quien recae la difícil tarea de que todos los detalles en la sala estén perfectamente atendidos. Cometido, por desgracia, poco valorado y que, no obstante, resulta fundamental para que una experiencia en un restaurante resulte enteramente satisfactoria. Sin duda, en este sentido, Can Bosch es un espejo en el que muchos deberían intentar verse reflejados.

Llegamos a Joan, y… ¿Qué podemos decir de Joan?

Que creció en la cocina del hoy su restaurante, pues quien antes lo regentaba era su padre.

Que son incontables las ediciones de la Guía Roja que han apostado por dar luz, o mejor dicho, brillo a su cocina. En este sentido, es de justicia destacar que, sin duda, algunos de sus menús de temporada, particularmente los de otoño e invierno, convierten en escaso el brillo de una sola estrella.

Que dirige a un equipo de cocina al que el talento le sobra.

Que es capaz de concebir y, posteriormente, materializar una cocina de marcada ascendencia mediterránea pero con notables influencias, principalmente, de la escuela francesa y belga.

Aunque si tuviese que quedarme con una sola cosa, escogería que es un cocinero que, a pesar de su edad, es profundamente joven. Juventud que traduce en una cocina viva, inquieta, en constante evolución, capaz de despertar en cada ágape el deseo del que le ha de seguir.

Deseo que mantengo intacto, y al que en breve daré satisfacción, aunque uno de los platos del último menú que probé no estuviese al nivel al que en esta elegante casa de comidas de Cambrils me tienen acostumbrado.

El menú de verano de Can Bosch que degusté hace un par de semanas, y que vino precedido por un Dry Martini con Ginebra Mare (con perfumes de romero, albahaca y orégano) y Noilly Prat -obra y gracia de Manel-, consistió en:

Un sándwich de patata rellano de brandada de merluza, un buñuelo de verduras y chorizo, un crujiente y un suflé de parmesano –vulgarizados en la mayoría de restaurantes y restituidos en su honor en éste- y un crujiente de morcilla y espinacas para ir abriendo el apetito.

Y un notable ravioli de bogavante con una excelsa salsa de cangrejo, como segundo aperitivo.

Como primer entrante: roast beef (perfecto en su punto de cocción), con vieiras (Can Bosch es de los restaurantes donde mejor las trabajan), salsa de setas, crujiente de curry y caballa en escabeche. Esta última, y a pesar, o justamente por ser unos de los mejores escabeches de pescado que he probado, ensombrecía en exceso el conjunto de sabores del plato.

A continuación se sirvió uno de esos platos que ilustran la diferencia entre lo sencillo y lo simple pues, a mi parecer, la simplicidad es la perversión de sencillez. Así, un espárrago blanco natural, con una ligera ensaladilla y unas enormes almejas, consiguen ofrecer, desde la sencillez y la calidad del producto, un regalo para el paladar.

Lo siguió una magnífica lubina sobre puré de patatas (al estilo Robuchon, esto es, con una notable, a la par que agradable, carga de mantequilla), condimentada con jugo de carne y dotada de un toque de frescor gracias a una vinagreta de tomate y aceitunas.

Fue en el segundo y último plato principal en el que no se advertían las señas de identidad de esta casa. Así, de las tres versiones del pato que se sirvieron: magret con puré de castañas, canelón sobre puré de zanahoria y capuchino de pato con sus cortezas sólo se hacía merecedora de un moderado aplauso esta última.

Por suerte, ahí estaban los postres, un seguro de éxito en Can Bosch, para ponerlo todo de nuevo en su sitio.

Cual conocedor del pequeño traspiés que lo precedía y con un claro propósito de enmienda, el primer postre alcanzó la perfección, deviniendo, sin atisbo de duda, el mejor pre-postre que he probado en Can Bosch –y los he probado de muy buenos-. Pre-postre que consistía en una sopa de lichis, con piña marinada con lemon grass y jengibre, helado de piña, sorbete de lichi y merengue de lemon grass: indescriptible.

Como segundo postre se sirvió una panna cotta de vainilla sobre una galleta de nueces y acompañada por un helado de vainilla y toffee y una crema densa de nueces. Sin duda, fue un postre notable que, no obstante, pagó la virtuosidad del que lo precedía.

La rúbrica la pusieron los siempre increíbles Petit Fours de la casa: un brownie de cacao al 75%, un macarrón de limón, una tartaleta de fruta y una oreo de cacao y haba tonka.

En definitiva, Can Bosch es, y por muchos años será, el referente de la cocina de vanguardia del sur de Cataluña, pero la razón última que me empuja a contar los días entre las visitas a este restaurante es el empeño que, día a día, Joan, Montserrat y Manel ponen en amar sus respectivos oficios.

Vino: Trimbach Pinot Gris Réserve Personnelle 2001. Alsacia (Pinot Gris). Lagavulin 1991 envejecido en barrica de PX.

Precio: 90 €
Calificación: 15,5/20

Indicado: Dejarse seducir con una cocina de autor de sabores profundos maridada como en muy pocos sitios.

Contraindicado: Para los que gastronómicamente el único binomio posible de playa es chiringuito.

Can Bosch
Cambrils (Tarragona)
977 360 019

martes, 8 de junio de 2010

SaltimBocca (bis)

A Dios rogando pero con el mazo dando.

Curiosa forma de dar comienzo a una crónica gastronómica pensarán algunos. Para otros, los asiduos a esta página, seguro que la sorpresa ha sido contenida.

Su explicación, dirigida a todos.

Este local de la calle Loreto de Barcelona es un claro ejemplo de que simplemente con talento, por mucho que se tenga o se crea tener, no se alcanza el éxito, precisándose la concurrencia del esfuerzo, la perseverancia y la honradez para asegurarlo.

He aquí la diferencia entre el Taxi Key de Fabián Martín y el SaltimBocca de Jordi Vilà.

Es incuestionable que Fabián, así lo acreditan los numerosos premios internacionales que le han sido concedidos, es un virtuoso con las manos en la masa –tal vez, desde mi humilde punto de vista, demasiado showman-, pero con el talento no basta, y así, su primer proyecto de pizzería creativa en Barcelona fracasó.

Poco después de que el telón del Taxi Key bajase definitivamente, el chef del restaurante Alkimia se puso el reto de triunfar donde otros habían hincado la rodilla, y así, en septiembre de 2009, dio comienzo la función en su SaltimBocca.

Función sobre la que Jordi siempre tiene un ojo, cuando no los dos, puesto encima y de la que ha encargado su dirección al experimentado Guillem Vicente (Jean Luc Figueras, Espai Sucre, Icho y un largo etcétera), factores que, junto con un producto de calidad, una decoración colorida y moderna alejada de las notas barrocas que definen a la mayoría de propuestas de gastronomía italiana en nuestro país y un precio idóneo para los tiempos que corren, auguran un próspero futuro a este espectáculo para el paladar.

El pasado jueves, y a pesar de que la carta del restaurante contenía notables novedades, de entre las que destacaría las hamburguesas de ternera gallega preparadas a la brasa de carbón, me decanté por:

La clásica ensalada caprese (tomate, mozarela, aceitunas negras y pesto), preparada con productos de primera.

La pizza Ibérica: una fina lámina crujiente de masa, ligeramente untada con tomate natural, y coronada por panceta, txistorra, presa y jamón ibéricos y rúcula. Sin duda, una de la mejores pizzas de Barcelona, aunque debo confesar que, de las que se elaboran en SaltimBocca yo me quedo con la Ses Illes (queso de cabra, sobrasada, higos, naranja y menta).

Mi elección para el postre fue la torrija con helado de yogur que, a pesar de no poder -ninguna puede- hacer sombra a la de Mugaritz, es excepcional.

Postre de mi agrado y elección al que siguió otro de invitación pero igualmente de mi agrado: su tiramisú que, como debe ser, era de cuchara.

En definitiva, de un ágape en SaltimBocca se extraen dos conclusiones:

La primera, que el lujo no siempre es sinónimo de precios exorbitantes.

La segunda, que, cual almogávar, Jordi Vilá va conquistando el Mediterráneo. Prueba de ello lo es también su Dopo: el vecino restaurante sin cartel en la entrada.

Vino: Infinitus Syrah 2009, Vinos de la Tierra de Castilla.

Precio: 25 €
Calificación: 13/20

Indicado: Para disfrutar de algunas de las mejores pizzas lejos del país transalpino.

Contraindicado: Para los que no conciben comer una pizza si no es en una trattoria (aunque en Italia no sea así).

Calle Loreto 22, Barcelona.
Teléfono: 93 363 72 16