Noche aciaga.
Puede que esta sentencia inicial no invite a seguir leyendo pero, y pues en esta vida casi todo es relativo, en el demérito de algunos encontramos el valor de tantos otros.
Pero vayamos, como diría Jack el destripador, por partes.
Es martes 31 de marzo y el cuerpo me pide un Bonanova para cenar, no obstante, a las ocho y media me doy con su persiana metálica y con un cartel de “Estamos de vacaciones” en las narices. La noche es joven y en un suspiro estoy delante del restaurante Monvínic. Por desgracia, su nueva carta, que constriñe la elección a degustaciones –poco atractivas además de sustancialmente más caras- me hace no cruzar el umbral de su puerta. Tras una breve reflexión, Mont Bar se me antoja como el mejor plan C, pero, de nuevo, el infortunio sigue siendo mi sombra y con un restaurante hasta la bandera me encuentro -¡Bien por Iván y los suyos!-. El plan D, o G, me conduce al restaurante Gresca, sorprendentemente vacío, pero declino cenar en él pues se me informa de que Rafa está de tournée por su asesoría gastronómica ampurdanesa. Como ya he dejado dicho en más de en una ocasión, la mejor forma de disfrutar de las grandes casas de comidas es a través de sus menús degustación y, por supuesto, cuando sus estrellas saltan al terreno de juego –así como cuando voy al Camp Nou quiero que juegue Messi, cuando me siento en los Alkimia, Coure o Gresca quiero disfrutar del talento de los Vilà, Ventura o Peña-. Pasan pocos minutos de las nueve y ya me veo cenando una tortilla a la francesa en casa, no obstante, en ese preciso instante tengo la brillante idea –o, y a tenor de los acontecimientos que se iban a suceder, se me fundieron los plomos- de cenar en el restaurante Blau BCN (dónde estuve por última vez hace ya casi cinco años) con la esperanza que su evolución hubiese sido pareja a la de otro restaurante en boca de muchos en esos días (me refiero al restaurante Topik).
Con la edad nuestros gustos cambian (hace unos años hubiese matado por un Donut y ahora me tendrían que matar para que me zampase uno), nuestro paladar evoluciona (antes toda pizza era buena y hoy no doy con una de aceptable). Una evolución –evidentemente, los hay que no salen de Atapuerca- que, con honrosas excepciones, suele ir mucho más deprisa que la de la mayoría de restaurantes que, ya sea porque están encantados de conocerse o porque el respeto que sienten hacia sus comensales es todavía menor al que profesan por sí mismos, tienden a defraudarnos en sucesivas visitas. En este sentido, no es casualidad que los que escribimos sobre cocina acabemos publicando segundas, terceras, enésimas crónicas sobre algunos restaurantes, sobre aquéllos pocos para los que la excelencia es siempre su faro y no un mero buen propósito inicial que se queda en eso, o sobre los todavía más rara avis y para los que crecer no es simplemente un sinónimo de envejecer –aunque no os engañaré, algunos bis responden también al derecho humano de satisfacer los antojos propios o de los tuyos-.
Menos excursiones y más razones, pues si la alabanza sin justificar es cortesanismo o clientelismo, el reproche sin sustrato es vil maltrato.
Vaya por delante que estamos hablando de un restaurante cuya factura final ronda los 50€, lo digo a efectos del contexto en el que debería circunscribirse vuestra lectura y que también fue el marco de mi exigencia –una pasta pasada es mala tanto en el bar de la esquina como en un restaurante de postín, pero es en este segundo dónde es también inadmisible, pues el grado de tolerancia al error en un restaurante disminuye al ritmo al que crece su precio-.
Todo comenzó la mar de bien con una sala mucho más acogedora de lo que recordaba y un servicio tan atento como superado -aunque la ocupación sea baja (un tercio de la sala el día de mi visita), para que una única camarera pueda atender un servicio como el del restaurante Blau BCN (mayoritariamente de degustaciones) más que un mandil debe mudarse la capa de Superman-.
Siguió por los mismos derroteros, pues se me antoja imposible que mi clásico partenaire Yzaguirre pueda torcer nada. Aunque, dicho sea desde allí dónde todos somos Manolete, esto es, a toro pasado, las mejorables aceitunas verdes de Aragón que lo acompañaban no auguraban nada bueno.
En cambio, ya sí que me puso en guardia el mediocre servicio de pan -y no por culpa, creo, de Bon Blat, sino por una mala conservación del mismo-. Pan, dicho sea, acompañado por un notable aceite de arbequina gaditana.
Afortunadamente no me pilló desprevenido la ensaladilla rusa con jamón ibérico, atún y huevo, pues era todo un poema, todo un vodevil. Lo mejor, por citar algo, la mayonesa (elaborada con el aceite del atún, como lo hacía mi “yaya”). Lo peor, el resto, esto es, el punto de cocción de las verduras (en particular, el de la patata), la calidad tanto del jamón como del atún y, sobre todo, el “poti-poti” en que se materializaba esta “4 estaciones” de las ensaladillas.
Las aguas se tranquilizaron un poco con un correcto ravioli (las veces de pasta las hacían finas láminas de berenjena) de bacalao, acompañado con judías verdes al sésamo y salsa de tomate.
Y en ese momento, navegando sólo con ligero mar de fondo, llegó lo mejor de la noche en forma de un notable canelón (farsa de asado de pollo, ternera y cerdo, y matices de foie y de trufa) con una ligera bechamel de trufa -se apreciaba y se apreció el toque de caldo de pollo en la bechamel-.
Lástima que ese momento fuese solo eso, un suspiro, un espejismo, pues bien poco puede salvarse del naufragio en que se convirtieron los cuatro últimos pases de mi cena.
La buena textura era lo más destacable del “steak tártar”, pues el ligero aderezo de hierbas frescas, absolutamente plano y falto de punch, no le sumaba ningún entero, y un helado –un cubito dada su textura- de mostaza le restaba unos cuantos.
De nuevo, la textura era el bote salvavidas, en esta ocasión, de la poularda, y sus vías de agua: lo imperceptible –y tiene delito, pues veréis que son dos pesos pesados gustativamente hablando- de la trufa y del brie de mieux que, sobre el papel, la aderezaban, y la temperatura de servicio –templado para un escandinavo, frío para mí-.
Al falso bizcocho de fruta de la pasión con espuma de coco, sorbete de mandarina y almíbar de Tokaji, le hacían un flaco favor tanto el deliciosos recuerdo que de este postre tenía, como su currículum (postre ganador en 2009 del concurso propiciado por Espai Sucre “The Best Dessert”), pues, a pesar de su calidad, en 2015 este postre no está a la altura de lo que fue en 2009.
Y lamentando, y mucho, la severidad de mis próximas palabras, de juzgado de guardia lo de la última escala de mi cena en el restaurante Blau BCN. En este sentido, muy inconsciente o todavía más temerario tiene que ser uno para bautizar a un pastel de manzana de hojaldre nada mantecoso, de manzana todavía menos caramelizada, acompañado por una insulsa crema y servido todo ello frío –aquí y en Escandinavia- como “La célebre tarta tatin de Marc”.
En definitiva, a los hechos me remito o, y por explayarme algo más –carro al que jamás pierdo la ocasión de subirme-, el restaurante Blau BCN tiene mal mercado y, me temo, por ello, mal porvenir, pues por 10€ más uno puede disfrutar infinitamente más en los Gresca o los Coure, por 10€ menos disfrutar más en los Mont Bar o Vivanda, y por el mismo precio disfrutar lo mismo, pero dos veces, en los Can Boneta o Gat Blau.
Bodega: Peculiar, a la par que irregular, carta de vinos de la que me quedé con la modestia del Viña Zorzal Graciano 2013 (Graciano). Vinícola Corellana. D.O. Navarra.
Precio: 50€. Además de un menú mediodía (20€), dispone de una fórmula nocturna (30€), de dos menús degustación (38€ y 42€) y de numerosos platos en formato tapa o media ración que permiten la auto-confección de degustaciones.
En pocas palabras: No me sanará, pero hoy, y por desgracia, con una sola palabra me basta: Gris.
Indicado: Para los que, y tirando de filón bíblico, pues estamos de Semana Santa, comulgan con San Mateo en eso de que no solo de pan vive el hombre, pero en cambio sí que creen en que el hombre puede subsistir a base de canelones.
Contraindicado: Para los que creen, creemos, que en tierra de nadie nada bueno encontrarás.
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