jueves, 21 de abril de 2016

La última crónica

Hace casi tres años, y en un conato de retirada, escribía:

“(…) como mejor se disfruta de la gastronomía es en la intimidad y con una equilibrada mezcla de sosiego y de pasión. Tres elementos del todo incompatibles con mi concepción de un buen blog gastronómico pues, nada hay menos íntimo, apasionado y sosegado que una cámara, un bloc de notas y publicaciones frecuentes y, en la medida de lo posible, objetivas”.

Y hoy que quemo esta nave -visto que mis retiradas son menos creíbles que las de Michael Jordan, con arriar sus velas no bastaba-, no puedo cambiar una sola coma de lo que en su día escribí, pero sí que quiero completar y sintetizar los porqués del meditado, alevoso y nocturno hundimiento de esta bitácora.

Comer es el qué, el cómo y con quién, y mi forma de entender la crónica gastronómica hacía que esta última pata fuese siempre la gran damnificada. Brillat-Savarin (el genuino, esto es, Jean Anthelme) escribió que: “el que recibe a sus amigos y no presta ningún cuidado personal a la comida que ha sido preparada, no merece tener amigos”. Y sí, uno debe cuidar lo que sirve, pero todavía más a quiénes se lo sirve.

Este último año he comido en más de cien restaurantes y puedo afirmar que, el panorama gastronómico español es tan prolífico como endogámico y pobre en ideas, y pues un servidor siempre ha creído más en la calidad que en la cantidad, entiendo que la mayor parte de lo bueno ya está dicho y que lo que queda por decir es solo ruido. Ruido, mucho, mucho ruido, no de ventanas sino de palmeros que arropan en su nacimiento a tantos restaurantes, para luego, ya cobrados sus servicios, dejarlos morir en la inopia. Tanto, tanto ruido, que al final llegó el final.

Pero no sufráis por un servidor pues, aunque, seguramente, en los próximos 12 meses no descubriré 100 restaurantes, seguro que me regalaré 100 grandes ágapes tirando de buenos -que los hay, y muchos- conocidos -por desgracia, entre los por conocer, abunda lo malo-.

Buen provecho y hasta siempre.

miércoles, 13 de abril de 2016

La Esquina

Supongo que imbuido por el Síndrome de Estocolmo -aunque, Londres sería el topónimo más propio-, mi primer almuerzo de regreso a Barcelona fue un “brunch” en tierra de guiris y de la mano de un chef londinense.

Un “brunch” pues, en el restaurante La Esquina a esto se ciñe -o se constriñe- su oferta gastronómica los mediodías sabatinos y dominicales, mientras que, en los almuerzos de los días laborables de la mayoría de los mortales (L-V) un interesantísimo menú mediodía travestido de plato combinado es el que lleva la voz cantante y, para disfrutar de su oferta más gastronómica deberéis llamar a su puerta las noches de los jueves, viernes y sábado.

En territorio comanche -uno en el que los que aterrorizan no son indios con ansia de cabelleras sino turistas que visten calcetines y chancletas en los pies y exceso de sol y de alcohol en la cabeza- pues, esta casa de comidas de estética “neo-hispter” (e.g. interiorismo hecho para ser “Instagrameado”, vajilla Churchill de casa de campo o servilletas de papel 100% recicladas -prefiero el reciclaje de lavar, aunque sea con jabones “eco”, servilletas de ropa-) la encontraéis en uno de los vértices (el que da a la calle Balmes) del Triangle.

Y, de las palabras (extracto literal de la web del restaurante) de Alan Stewart “made with my hands and with all my love” se deduce el origen británico de su chef y se transluce que la vocación del restaurante La Esquina es que el comensal paladee artesanía, cercanía y amor.

Y a un “bruch” que, por las buenas sensaciones que me dejó, me llevará a visitar el restaurante La Esquina alguna de sus “noches gastronómicas”, le dieron forma:

Unos buenos panes (los iréis descubriendo en cada plato) de la panadería del 112 de la calle Rosselló Cloudstreet Bakery, acompañados por una solvente, y del año -detalle que, por desgracia, no es menor- arbequina de les Garrigues.

Un notable “home made” salmón ahumado -algo más de humo no le haría daño a nadie y, creo, gustaría más a todos- acompañado con eneldo (fresco y su aceite), encurtidos (alcaparrón, cebolleta y pepinillo) y mantequilla, también casera.

Unos buenos huevos Benedict: huevo poché -cuando están bien hechos, y éste lo estaba, por su textura y desarrollo gustativo de la yema, los prefiero a los cocinados a baja temperatura-, jamón york ligeramente ahumado, beicon, y salsa holandesa.

Un resultón “vegetal de pollo” hecho para los que no cuentan calorías: pechuga de pollo empanada (algo seca), ensalada de col, julianas de piparra manzana y cebolla morada, pickles (cebolleta y pepinillo) y mayonesa de limón. Un bocata que, además de bastante resultón sería muy sabrosón de mediar más punch (más picante) y más untuosidad (más mayonesa).

Un mediocre (por pasado de cocción) bizcocho de manzana y canela.

Una buena tartaleta (masa quebrada) de fresas y crema pastelera.

Y un excelente - a pesar la inadecuada taza de vidrio en la que se servía, de los mejores que me he tomado en Barcelona, - expreso (extraía lo mejor de la acidez y de la untuosidad de los mejores granos colombianos). Bien por ti -¡Y por mí!- Louis (el barista, paisano de Alan, del restaurante La Esquina).

En definitiva, una casa para todas las comidas (desayunos, almuerzos, meriendas y cenas) y para casi todos (desde para los que van a comer por “postureo”, hasta para los que comemos para que se nos ponga bien).

Bodega: Pobre carta de vinos (conformada por 15 referencias simplonas y nada baratas). Mi elección: Rouge 2012 (Syrah, Garnacha y Cariñena), Domaine Mont Noir, D.O. Côtes du Roussillon; y la suya: agua cristalina y gratuita -“comme il faut” y un ejemplo que debería cundir-.

Precio: 30€ (mi “brunch” + vino). Menú mediodía: 15€. Precio medio a la carta: 25€-35€ + bebidas.

En pocas palabras: Un Federal Café o un Brunch and Cake “well done”.

Indicado: Para experimentar, con gaseosa -suben las burbujas, pero no los precios del restaurante La Esquina-, con la interesantísima cocina “brit”.

Contraindicado: Para los que creen que lo único bueno que han inventado los británicos es el fútbol.

Bergara 2, Barcelona.
937 687 242

PD: Los platos combinados del restaurante La Esquina son buenos, buenos, pero para plan combinado buenísimo, nada mejor que una previa en la terraza del vecino Hotel Pulitzer vermut de la casa (3€) en mano.

lunes, 11 de abril de 2016

The Ledbury

Undécima, última y mejor -aquí no hay “spoiler” pues, era obvio que os reservaba lo mejor para el final- etapa de mi tournée gastronómica por Londres.

Parada y fonda que tuvo lugar en el restaurante que el australiano Brett Graham (el que ya me había demostrado, unos días antes en su pub Harwood Arms, muchas maneras) regenta a las puertas del barrio de Notting Hill.

The Ledbury: un restaurante que luce dos Estrellas Michelin y que, al parecer de The S. Pellegrino World's 50 Best Restaurants Awards, es el vigésimo mejor restaurante del mundo.

En este sentido, su propuesta gastronómica y su sala -el contenido (un servicio de alta escuela pero empático), no así el continente- hacen, sin género de dudas, buena la bi-estrellada distinción.

Y, aunque es espectacular lo que sale de su fogones de trinchera -pocas cocinas más humildes he visto en la alta restauración-, se me antoja como algo generoso, a tenor de algunos achaques observados (e.g. mejorables ejecuciones y composiciones), entender que, en el mundo, solo haya 19 restaurantes mejores que The Ledbury.

Me permitiréis, antes de presentaros el detalle del menú degustación que ofrecen Brett Graham y compañía, que formule una doble, pero brevísima -palabrita del niño Jesús-, consideración a propósito de mis ágapes al otro lado del Canal.

Los prejuicios nunca son buenos, y con la gastronomía británica son peores pues, identificar su cocina con pesados “pies” y fritangosos “fish and chips” es tan o más injusto que asociar la cocina española a los potajes de bareto o a los pescaitos de chiringuito. Ya nos gustaría tener en la Península algunos productos (e.g. caza, de pluma o de pelo, quesos…) de los que disfrutan en las Islas, o que nuestra nueva cocina “verde” tuviese el bagaje, la solvencia y la complejidad gustativa de su cocina “verde” de siempre (allí, un Celerí o un 4 amb 5 Mujades serían noticiables por su calidad, pero nunca por lo novedoso de su propuesta gastronómica).

Y está bien ser algo chovinistas, pero no lo está, pues solo conduce a que la hostia venga antes y duela más -preguntádselo, si no, a nuestros vecinos del otro lado de los Pirineos-, creernos el obligo del mundo. La cocina española ha revolucionado el panorama gastronómico mundial, sí, pero no creamos por eso que el universo gastronómico es hispano-centrista o, por cortos de miras, nosotros sí que mereceremos una inquisición que nos mande a la hoguera.


“Let’s go on with The Ledbury’s tasting menu consisting of”:

Un pan integral de masa madre y una mantequilla de cabra, ambos caseros, que merecen sendos retratos -a buenos entendedores…-.

Un gran bocado de mar: crujiente de alga, crema ahumada de mejillón ahumada, limón y eneldo.

Un gran bocado de tierra: lionesa de parmesano y foie con gelatina de miel de cerveza.

Y uno colosal: “dumpling” de ciervo (su paletilla ahumada y cocinada a baja temperatura), pera, membrillo, romero, tomillo y mostaza. De haber podido llevarme una docena, sin duda, hubiese sido el mejor souvenir que regalar a mis seres queridos -porque me quieren, con unos imanes se conformaron-.

Un plato que hubiese sido de 11: remolacha blanca cocida al barro (a la sal, pero con barro), anguila (ahumada y su chantilly salada), pan tostado y cebolla; de no ser por una anodina sal de caviar cuya intervención solo encontraba explicación -que no compresión- en una absurda necesidad de justificar la factura.

Una tan sabrosa como confusa composición de alcachofas (violeta y china), jamón de pato, endivia, sorel, eneldo, uva, nueces y polvo de foie.

Una sabrosísimo, pero facilón, plato de huevo planchado de faisán, celerí, jamón ibérico, portobelo, vinagreta de trufa y reducción de vino de Arbois.

Un arriesgado, pero magnífico, plato de vieira de Escocia, cocochas de merluza, crema de ostra, espárrago verde, aceite de algas, perejil de invierno y limón. Un plato delicado y sabrosísimo en el que cada producto del mar cumplía su función: ostra (sabor y más sabor), cococha (textura y sabor) y vieira (textura, más textura y algo de pertinente dulzor).

Una barroca composición de colmenillas rellenas de flan de caldo de pollo y té earl grey, crema de tallos del ajo tierno, parmentier, escamas de beicon, jugo colmenillas y caldo de ave. Un plato que sería mucho más con algo menos pues, a mi entender, le sobraban un parmentier y un beicon puestos para contentar a los paladares más profanos -o menos prosaicos-.

Un magnífico solomillo de ternera salvaje irlandesa -la mejor ternera que he comido pues era una pieza de caza mayor- aderezado con una suerte de salsa Café de París “British style”: tuétano ahumado, crema de chalotas, col kale, lúpulo encurtido, flor de ajo, cebolleta braseada y aceite de ajo.

Tres grandes quesos (azul de vaca inglés, piel lavada de vaca irlandés y blando con corteza a la ceniza de cabra francés perfectamente afinados) escogidos de un carro todavía más grande (cuantitativa y cualitativamente hablando).

Una excelente composición de crema y helado de suero de mantequilla, aceite de oliva, ruibarbo (su tallo y su jugo), naranja y menta que me evocó a ese grandioso gazpacho dulce del genial Jordi Vilà.

Un resultón buñuelo especiado.

Un perfecto “parfait” de vainilla sobre un “sablée” de Sauternes y acompañado por un helado de fruta de la pasión.

Un grandísmo trío de “petit fours”: crujiente de junípero, limón, especias y toffee -¿Gin-tonic en vena? No, en rama-, trufa de avena, y gominola de brandy, naranja y apio. ¡A cuál mejor!

Y un “super, super, super bonus track”: un toffee hecho helado (helado de buttermilk, toffee y crumble salado). “Super” por su calidad, “suuper” por haberlo disfrutado en compañía del bueno de Brett, y “suuuper” pues las manos que sostenían mi plato eran las de mi mujer y fiel compañera de fatigas gastronómicas.

En definitiva, uno de los grandes restaurantes del mudo y, seguramente, la mejor casa de comidas del Reino Unido.

Bodega: Gran carta de vinos (conformada por más de 1.000 interesantísimas referencias) y mejor sumiller. Mi elección, con la ayuda de un sumiller que nada pensaba en los ceros -como en tantos grandes restaurantes, y no tan grandes, por desgracia, suele suceder-: Champ de Cour 2011 (Gamay), Château Du Moulin-À-Vent, Beaujolais.

Precio: 200€ (menú degustación largo (150€) + bebidas). Menú mediodía: 65€ + bebidas. Menú degustación corto: 105€ + bebidas.

En pocas palabras: Con sus imperfecciones, casi perfecto.

Indicado: Para los que, aunque no sepamos hacer dos cosas a la vez, nos gusta que al comer nos hagan pensar.

Contraindicado: Para los que creen que la alta restauración fuera de España solo se disfruta comiendo un bun, un pie, un maki, un ceviche, una pizza o una crêpe en un “rooftop”.

127 Ledbury Road, Londres
+44 20 7792 9090

viernes, 8 de abril de 2016

Dinner by Heston Blumenthal

Ni, ni, pero sí.

Y tras esta tan impropia telegráfica introducción sobre el restaurante Dinner by Heston Blumenthal (aunque el que aquí cocina por él es su brazo derecho durante muchos años en The Fat Duck: Ashley Palmer), intentaré explicaros el porqué de estos tres monosílabos que abren la crónica sobre una casa de comidas, auspiciada por el Hotel Mandarin Oriental Hyde Park, que pone al día casi 1.000 años de imaginario gastronómico británico.

En relación con el restaurante Dinner no comparto NI el criterio de The S. Pellegrino World's 50 Best Restaurants Awards (lista que lo considera como el séptimo mejor restaurante del mundo), NI el de la Guía Michelin (la que le otorga dos Estrellas).

Sin duda, el currículum de Heston, los ojitos con los que los de S. Pellegrino miran a los restaurantes de las Islas Británicas, y el cariño que tienen los Hombres de Rojo por la cadena hotelera Mandarin Oriental y sus restaurantes -en un “moment” seguro que se os ocurren otro par de Estrellas más que cuestionables-, explican tanto reconocimiento, pero su cocina y, sobre todo, su sala, no lo avalan.

No entiendo que la cocina, impecable pero fría, del restaurante Dinner sea considerada como la séptima mejor del mundo pues, a estos niveles, no basta con la ausencia de defectos, ésta debe estar provista de muchas virtudes, entre ellas, la capacidad de emocionar, de evocar, de quedar para el recuerdo.

Y todavía me extraña más que la sala del restaurante Dinner, fría, errática y más propia de un merendero (con los 3 turnos de su servicio de cenas, el restaurante Dinner puede “vanagloriarse” de ser el restaurante estrellado que más cubiertos sirve: más de 200 por noche) merezca la doble Estrella. Para que luego vengan los Inspectores Michelin a decirme que las puertas a la primera del restaurante Gresca y a la segunda del restaurante Alkimia se las cerraban sus salas -¡Manda “macarons”!

Pero , pues comí bien -muy, muy bien, en puridad- y a buen precio -buenísimo, a tenor del contexto: Londres, 2 Estrellas y Top 10 mundial-.

¿Y qué y de cuándo (delante de cada plato encontraréis el año de la receta revisada por el Equipo H) comí? Pues…

Un correcto servicio de pan de masa madre y mantequilla.

1500. La celebérrima -más que la naranja de Kubrik- “Mandarina” de Heston: un magnífico parfait de hígado de pato al que la vulgar tostada (sobre-untada de margarina) que lo acompañaba no permitía hacer 100% buena su celebridad.

1730. Salmón curado al earl grey, crema de té, anchoas y ajo -delicadísima a pesar de lo que cabría intuir del enunciado-, ensalada cítrica, acedera y huevas de arenque -fuera de lugar-. Un plato muy bueno, sí, pero no mejor, por ejemplo, que el de salmón ahumado y especiado, con crema de raifort, coca dulce, pepino agridulce y toques de mostaza e hinojo que sirve Jordi Vilà en su Louis 1856.

1730. Celerí a la brasa, queso Parmesano, rabanitos, pasas encurtidas, cebolletas braseadas, manzana a la sidra, alcachofas, apio, brotes de celerí, pamplinas, vinagreta de mostaza y nueces ahumadas. Un excelente -por complejo- plato “vegetariano” que sería de matrícula de sustituirse el queso Parmesano por uno más “british” -¿No estábamos reinventando el imaginario gastronómico británico?- y con sabrosos recuerdos a granja, a paja mojada como los irlandeses Durrus o Rollright.

1780. Pichón, su jugo reducido, cerveza, alcachofas y cebolla confitada en mantequilla, vinagre y hierbas. Sin duda, de los mejores pichones que he comido.

Un pichón de 10 que sería de 11 si viniese, de serie, con el magnífico puré de patatas que se ofrece, por unos módicos 10€, en el capítulo de “side dishes” y al que, por supuesto, no renuncié. 10€ tan miserablemente exigidos como bien empleados.

Y dos postres y otros tantos “petis” que definiré en dos palabras: “per fectos”.

1390. Pastel de queso de cabra, sauco, manzana, pera y nueces ahumadas y caramelizadas.

1830. Helado de pan negro, mantequilla tostada, pera, sirope de malta, bizcocho tostado de aceite de oliva, lima y avena.

Cremoso de chocolate, té y naranja, y galleta de caramelo salado y anís.

En definitiva, para asaltar el cielo gastronómico (figurar en el Top 10 de la restauración mundial) puede que no se exija mucha más cocina -sí algo más de alma-, pero seguro que es necesario que ésta no la sirva y se sirva en una sala tan mundana.

Bodega: De las más mediocres, no por cantidad (700 referencias), sino por calidad (e.g. las referencias españolas las copan los Beronia o Marqués de Murrieta) de las vistas y bebidas en Londres. Mi elección: La Compagnon 2013 (Cariñena, Syrah, Garnacha y Monastrell), Domaine Ledogar, D.O. Languedoc-Roussillon.

Precio: 150€ (a la carta). Precio medio a la carta: 100-120€ + bebidas. Menú mediodía: 50€ + bebidas.

En pocas palabras: Una cocina casi perfecta, pero sin alma.

Indicado: Para Merkel y compañía -los coches alemanes serán perfectos, pero un servidor los prefiere con el carácter italiano o la clase inglesa-.

Contraindicado: Para los que vamos a un gran restaurante esperando que, además de nuestro paladar, de él también se quede prendado nuestro corazón.

Mandarin Oriental Hyde Park (66 Knightsbridge), Londres
+44 20 7201 3833

jueves, 7 de abril de 2016

The Clove Club

De oca a oca, de grata sorpresa a grata sorpresa, y escribo porque me toca, porque me -y espero os- interesa.

Es cierto que no debería sorprenderme disfrutar de una magnífica experiencia gastronómica en un restaurante situado en el Top 100 (por los pelos no entró en su prestigioso Best 50, pues ocupa el puesto 55) de la Lista de S. Pellegrino de los mejores restaurantes del mundo. No obstante, estos premios están tan trufados de tongos que, cuando una casa de comidas hace bueno su privilegiado posicionamiento, siento una felicidad comparable a la de encontrar una trufa de 100 gramos.

Y con toda la intención me he referido a una magnífica experiencia gastronómica y no meramente a una gran cocina pues, en el restaurante The Clove Club me regalé el ágape más completo de mi escapada a Londres.

Puede que su cocina no sea la mejor de las probadas -sin duda, la del restaurante The Ledbury la supera, y a la par andará con la del restaurante Dinner-, pero el contexto en el que ésta se desarrolló -una calidísima sala en la que actuaba un servicio para quitarse el bombín-, y su precio, me llevarían a contestaros “The Clove Club” a la pregunta “Solo puedo hacer una comida, Eduard ¿Dónde la hago?”.

Y, de hacerme caso, podríais disfrutar de:

Un excelente servicio de pan de masa madre y mantequilla, ambos, de elaboración propia, y de aceite de oliva extra-virgen siciliano. Debe reconocerse que, a pesar de la reciente mejoría en este campo, por lo general, los panes que se ofrecen en la restauración británica dan un baño a los que se sirven por aquí -¿Para cuándo el destierro de los mini panecillos o de esos pre-congelados que devienen goma de mascar en un abrir y cerrar de ojos? I hope soon-.

Un consomé de hinojo, perifollo y estragón, que me evocó los mejores caldos nipones -no concibo mayor cumplido-.

Unos muy buenos embutidos de elaboración propia: copa (ahumada y dulce) y panceta (ahumada y salada). Hasta ahora, el dilema era si quería más a Joselito o a Maldonado -solía decantarme por el segundo-, pero ahora no tengo dudas de que amo a los de The Clove Club -una pena que los romances a distancia no suelan funcionar-.

Un caballa soasada con vinagreta de aceite y soja, mostaza de algas y crisantemos (hojas naturales y crujientes) que era otro grandísimo puente aéreo gustativo Londres-Tokio.

Un excelente risotto de cereales (avena, girasol y trigo), con col kale (cruda y frita) y queso Pecorino -con algo más de éste, y por la salinidad que aportaría a un plato que la demandaba, estaríamos ante un plato de matrícula-.

Un magnífico -de los mejores que he comido, sino el mejor- pato en cuádruple “cocción” (primero: una maduración de 21 días; luego: una ligera salazón; después: una cocción a baja temperatura; y finalmente: un rápido marcado) perfectamente acompañado por remolacha (hervida y fermentada), patata (pastel crujiente) y su fondo ligero.

Dos postres (toda su oferta “dulce”) que encarnaron lo más flojo del almuerzo pues, ambos eran pre-postres (cítricos, amargos, frescos y faltos de profundidad y complejidad gustativa) y que, para más inri, eran enanos -no soy de “caballo grande, ande o no ande”, pero sí creo que el tamaño importa-.

Facilona composición de ruibarbo, mascarpone a la vainilla, naranja (su merengue seco y confitada), gelatina de uva y crumble.

Y mucho mejor la mousse de clementina brulée.

Y unos “petit fours” de gran nivel:

Bombón fluido de Fernet Branca y crema de menta.

Y financiero de cereales, especias y hierbas.

En definitiva, un restaurante que, de estar en Barcelona, sería, sin duda, mi segunda casa.

Bodega: Exuberante carta de vinos conformada por casi un millar de referencias entre las que encontraréis grandes-grandes vinos (e.g. Único del 69), y pequeños-grandes vinos como el mío: Saumur Les Motelles 2011 (Cabernet Franc), Domaine Guibeteau, D.O. Loire.

Precio: 120€ (a la carta + bebidas). Precio medio a la carta: 50€-60€ + bebidas. Menús degustación: 85€ y 120€ + bebidas.

En pocas palabras: Daréis en el clavo -ya me perdonaréis la licencia, pues “clove” es clavo de olor, pero me venía que ni pintado-.

Indicado: Para disfrutar de uno de los 60 mejores restaurantes del mundo, de una Estrella que no tiene pero que es y, sobre todo, de una de las casas de comidas más completas que he visitado en mucho tiempo.

Contraindicado: Para los que menosprecian el personal de sala al considerarlos meros transportistas de platos.

Shoreditch Town Hall, 380, Londres.
+44 20 7729 6496