jueves, 28 de febrero de 2013

Can Jubany

Reza la sabiduría popular que se dice el pecado pero no el pecador.

Pero desoyendo este rezo popular, a continuación os sirvo, como Salomé pidió a su padre Herodes recibir la cabeza de San Juan, esto es, en una bandeja de plata, el pecador, el pecado, la penitencia y las consecuencias de este acto de contrición –o suelto algo del bíblico lastre que he ido arrastrando en mis últimas crónicas, o voy a terminar con un link a este blog desde la página web de la conferencia episcopal-.

El pecador:

Un servidor.

El pecado:

No haber, más que en una boda -¡Pero qué boda!-, probado las mieles de la cocina de Nandu Jubany.

La penitencia:

Recorrer a pie y a un par de grados negativos los casi tres kilómetros que separaban el hotel elegido para hospedarme en esta excursión gastronómica y el restaurante Can Jubany.

La recompensa por mi acto de contrición:

Tocar, saborear, oler… en definitiva, disfrutar con todos los sentidos del paraíso gastronómico osonense.

Obtenido el perdón a mi pecado, me dispongo a abandonarme a otro para el que tengo bula: hastiaros con mi trasnochada prosa.

Prosa que trae causa en mi visita del pasado viernes al restaurante Can Jubany.


Can Jubany: uno de los mejores restaurantes de Catalunya, y cuyo mérito es indisoluble de la personalidad y del talento de Nandu. Así pues, comencemos la casa por dónde es menester.

Nandu Jubany: un cuarentón –y que aparenta su edad, lo que es mucho decir en un sector en el que el calor de los fogones y las maratonianas jornadas de trabajo causan estragos que ni todo el botox de la Kidman y de la Ryan serían capaces de disimular-, que comenzó en esto de la cocina en los albores de su juventud (en el familiar restaurante Urbisol), que labró su brillante devenir en casas de comidas como Cabo Mayor (Madrid) o Fonda Sala (Olost del Lluçanès) y al lado de cocineros como Juan Mari Arzak o Martín Berasategui, cuya máxima influencia culinaria la encarna Carles Gaig y que, si algo tiene entre ceja y ceja, es la búsqueda de la excelencia en todo lo que hace –en este sentido, resulta ilustrador el hecho que mientras algunos grandes cocineros no son capaces ni de garantizar una mínima calidad, ni de transmitir una remota parte de su “savoir faire” a sus segundas marcas, Nandu puede vanagloriarse de ofrecer uno de los mejores, sino el mejor, servicios de catering de Catalunya-.

Can Jubany: una preciosa masía de comidas (su último “restyling” lo firma Sandra Tarruella), nacida en otoño de 1995, distinguida con una estrella Michelin (1998) y tres soles Repsol (el último de ellos otorgado en 2012) –racanería Michelin y proteccionismo Repsol o, en otras palabras, un triste ejemplo de lo politizado, de lo contaminado que está este mar en el que algunos, con nuestros hinchables, intentamos mantenernos a flote entre tanto transatlántico-, de cuyas salas y bodega se encargan, respectivamente y de una forma muy personal –indiferentes no dejan, os lo aseguro-, Anna Orte (la mujer de Nandu) y Carol González, y en la que disfrutar de una cocina afortunadamente bizca –mientras un ojo mira con respeto a nuestra tradición culinaria, el otro centra su atención al hoy, y también al mañana de la gastronomía-.

Sabrosa paradoja entre nostalgia y vanguardia la del restaurante Can Jubany, y de la que disfrutar gracias a sus menú “de la trufa” (180€), “de temporada” (56€) y “degustación” (97€) o a su carta.

Y así, en mi visita, en plena temporada tan baja como fácil –que una fría noche de febrero es temporada baja no creo que lo ponga en duda nadie, como tampoco entiendo que debería cuestionarse que las setas, la caza o el salvoconducto que el frío concede tanto a ciertos abusos de grasas como a composiciones gustativas “potentes”, facilitan la labor creativa de los cocineros en los meses de otoño e invierno-, al restaurante Can Jubany mi cena discurrió por su menú degustación. Menú al que dieron forma:

Un buen, sin más, pan del horno de Santa Eulalia de Riuprimer acompañado por el excelente aceite mallorquín Aubocassa y sal rosa del Himalaya.

Un cuarteto de aperitivos al que resultaba imposible achacar falta de virtud (sabor) pero al que solo a la mitad de sus componentes cabía reputarles mérito (personalidad).

Así, un magnífico “fuet” hecho en casa y unas excelentes zanahorias y remolacha del huerto de Can Jubany, servidas en crudo y aderezadas con una mayonesa de mostaza y perejil, dibujaron una tan genuina como sabrosa postal de cocina Km. 0

Mientras que la sabrosa expresión de una cocina que va a remolque la encarnaron los bullinianos “air baguette” de panceta Joselito y pimentón, y esfera nitro de queso Blau de Centelles.

Una irregular composición de trufa (desaparecida), guisantes (algo oxidados), jamón y parmesano (los únicos protagonistas del plato -¡Qué manía con el queso! Ya lo iréis viendo-)

Una coca de hojaldre con foie, manzana caramelizada, escarola, fresas silvestres, cerezas secas, piñones… cuyo valor gustativo era inversamente proporcional al valor añadido, a la innovación que representaba el plato -¡Estaba buenísima!-.

Un visual, conceptual y gustativamente muy interesante “dashi” de gamba roja, algas (molsa irlandesa, codium, wakame…), verduras, jengibre y lima, con gambitas de Palamós. Los dos únicos peros del plato: la injustificada e injustificable presencia de cebollino y, sobre todo, que el “Show food” restaba muchos enteros al “Pleasure food” –mucho ruido para tanta poca nuez (con tanta sustancia daba hasta coraje ver en lo poco que se queda la infusión de “dashi”)-.

Una tan buena como desequilibrada composición de gnocchi de calabaza (esferificación), con crujiente de jamón (de mejorable ejecución), suero de parmesano (de nuevo, en exceso protagonista), trufa negra (“again” desaparecida) y parmentier de patata (fuera de lugar). Se me ocurre una metáfora para ilustrar lo desajustado de reunir en una misma escena a la dulce Sra. Calabaza y a la delicada Sra. Trufa y a los potentes Sres. Jamón y Parmesano: intentar que Tyson y Holyfiel no desentonen en el Lago de los Cisnes.

Una, de nuevo, desequilibrada composición de ostra escabechada con verduras, algas y una emulsión de éstas. Por desgracia, la intensidad del escabeche postergaba la ostra casi a una mera textura.

Unos excelentes -¡Qué sesuda era la oda que Pau Arenós les dedicaba!- guisantes rehogados con panceta.

Un muy buen canelón de pollo de corral asado, acompañado con rebozuelos a la crema y trufa negra y, por desgracia, cubierto por un excesivo gratinado -¡Joder con el dichoso queso: el infausto invitado a la cena!-.

Un brutal –de los mejores que he comido en mucho tiempo- arroz seco de “espardenyes” y caldo de cigalas.

Una buena, pero algo apagada –lo que tiene delito en este tipo de preparaciones-, liebre a la Royale con foie, chocolate, membrillo, pera y remolacha.

Una muy buena selección de quesos catalanes afinados (Casa Mateu (curado y tou), Carrat, Uff…) acompañados por un buen pan de nueces y pasas y unas mejores confituras de tomate a la vainilla y de naranja.

Un muy buena, aunque algo dulzona, versión de la piña colada: bizcocho ligero de piña, helado de coco y yogur, merengue, gelatina de azúcar moreno y sopa de fruta de la pasión.

Una sabrosísima expresión –de las mejores que recuerdo haber probado- de “Play food” que respondía al nombre de “Busca la trufa”. Búsqueda que consistía en encontrar una trufa (no de las de chocolate, sino de las melanosporum) helada (estéticamente perfecta, pero gustativamente mucho más próxima a la nata que a la trufa de invierno) ente un sotobosque de cacao, cereales, aceitunas (crumble), y de cacao y té (bizcochos exprés).

Y la máxima, por belleza y sabor, expresión de los petit fours.

En definitiva, un gran restaurante al que unos tan ciertos como fácilmente enmendables desajustes gustativos hacen como San Pedro con las almas impías, esto es, barrarle el paso al cielo, al olimpo de los restaurantes españoles.

Bodega: A pesar de las más de 360 referencias de las que pueden hacer gala, tras una copa del correcto, sin más, Cora 2011 (Muscat, Xarel·lo, Chardonnay), Bodegas Loxarel, DO Penedès; me decanté por un clásico: Malleolus 2008(Tinto fino), Bodegas Emilio Moro, DO Ribera del Duero. La guinda a la cena la pusieron una excelente infusión de hierbas frescas y una copa del magnífico Caol Ila de Gordon and MacPhail.

Precio: 150 € (menú (97€) + bebidas)

En pocas palabras: Soles y estrella. Sonrisas y lágrimas.

Indicado: Para descubrir, o confirmar, que, también gastronómicamente, Catalunya es mucho más que 500 kilómetros de costa.

Contraindicado: Para… querría obligaros a todos a ir, pues creo que una propuesta como la del restaurante Can Jubany merece ser descubierta, merita ser apoyada. No obstante, puede que los que solo encuentran justificadas las excursiones gastronómicas para deleitarse con restaurantes como Quique Dacosta o Mugaritz deban abstenerse de visitar esta encantadora masía de comidas.

Ctra. de Sant Hilari s/n, Calldetenes (Barcelona)
93 889 10 23

PD: La nevada que caía el pasado viernes en Calldetenes, y que provocó que ningún taxi se atreviese a venir a buscarme al restaurante Can Jubany, me permitió comprobar que, además de un gran cocinero, Nandu es un buen chofer y un mejor anfitrión.

domingo, 24 de febrero de 2013

Bardot

Y sin movernos del Eixample –sabedor que, tras una quincena por estos lares, ya toca cambiar de aires, la próxima crónica versará sobre uno de los mejores restaurantes de Catalunya y que, en pro de la riqueza y de la vertebración gastronómica de nuestro país, no ha caído en la, cada vez mayor, tela de araña tejida por la Ciudad Condal-, he aquí uno de sus más recientes vecinos: el restaurante Bardot.

Un restaurante que, de verme obligado a sintetizar –con lo que me gustan las excursiones literarias, tendría que ser a punta de pistola- en una sola palabra –más difícil todavía- mi experiencia en él, ésta sería: asombro.

Asombro en todas sus reconocidas por la RAE significaciones, esto es, sorpresa, admiración, pero también susto.

Sorprendido por la poca polvareda que el restaurante Bardot, a pesar de reunir casi todas las “cualidades” de un restaurante mediático, ha levantado desde que el pasado trece de diciembre levantase el telón. También por el inesperado mérito de muchos de sus platos –no hay nada como visitar un restaurante sin expectativas-. Y, sobre todo, por lo mucho que se parece y lo poco que, a su vez, tiene en común con dos de los súper hits gastronómicos de los últimos años (Casa Paloma y Chez Coco).

Admirado tanto por su bodega (tan amplia como cuidada), como por alguno de sus platos, y también por el acogedor interiorismo que firma el omnipresente Lázaro Rosa-Violán -nadie como él mezcla tan bien las estilos-.

Y con cara de susto ante un plato –no os impacientéis, pues, si no sois hijos de la ESO, en un minuto habréis devorado las líneas que de él os separan-, ante un servicio para el que “vosear” debe ser lo que un andaluz de la ESO dice que hace bajo el agua, y ante la anárquica llegada de los platos a la mesa.

Nota: tengo una hermana, hija de mis padres y también de la ESO, casada con un cordobés, así que, aunque busquéis algo de maldad en mis últimas palabras, sólo cariño y sentido del humor encontraréis.

Y pues lo que –o eso quiero creer- os importa son las reacciones de mi paladar, y no las de mi cara, ante lo acontecido la noche del pasado lunes en el restaurante Bardot, tras tres –¿A que he estado a un tris de “trabalenguaros”?- líneas de ficha técnica de esta casa de comidas, me podré a ello.

El restaurante Bardot –por propuesta gastronómica debería decir Bistro Bardot, pero suena, aunque sea para mis adentros, tan mal…-, abierto todos los días de la semana hasta las dos de la madrugada, lo dirigen Rodrigo (sala), Nacho, Xavi (cocina) y Paolo (bodega) cuyas vidas se entrecruzaron en los restaurantes BARMUT y La Bodegueta. ¿A que no parece que lo haya escrito yo? ¿O la mini-excusión a propósito de la fonética de Bistró Bardot me delata?

Y ya sin más dilación…

¿Qué se cuece en el restaurante Bardot?

Se cuecen –como no- anchoas del Cantábrico o bravas, una interesante coca de sardina ahumada, unos sugestivos huevos fritos con caviar (27€), un falso tomate de txangurro, unos mejillones de bouchot, un arroz de “espardenyas” y “sepioneta” (40€) o tacos de txuletón (180gramos, 17€). No obstante, mi cena transcurrió por otros derroteros. Concretamente, los que siguen (por cierto, descritos en el orden en que, entiendo, deberían haber llegado a mi mesa):

Un vermut de grifo, con su tapa, colosal –sobre todo, por el tamaño de ésta, aunque hay que reconocer que la tortilla de patatas estaba buena, buena- (2€). ¡Vaya precio! Con tres vermuts cenas por mil de las antiguas pesetas.

Un excelente servicio de pan del cada día menos anónimo forn de Sant Josep (en la calle Roger de Llúria 98 lo encontraréis).

Unas buenas croquetas de la abuela. No estaban a su mismo nivel, pero es verdad que algo se parecían a las croquetas de pollo que me reparaba mi yaya –que es mucho decir- (5,2€).

Unos excelentes erizos con espuma de parmentier trufada (14,9€). Sin duda, lo mejor de la velada.

Un mejorable “trinxat” (le faltaban salteado y también ajo, y la panceta era muy floja) con huevo a baja temperatura (8,5€).

Un notable (perfecto de punto y excelente materias primas, aunque, tal vez, demasiado graso y con más trazas de pimiento verde de las deseables), arroz, a la cazuela, de pescadores (pulpo, berberechos, calamar) (13,5€).

Un susto, de los que quitan el hipo y hasta las ganas de comer, en forma de filete tártaro. Sin duda, y por culpa de la excesiva presencia de encurtidos y de tabasco –que cocinó parcialmente una carne de muy pocos quilates-, de los peores que he probado en mucho tiempo (13,9€).

Y un correcto “Pastelito do Belém” (la “archifamosa” tartaleta de crema lisboeta) como postre que, tras curiosear por las mesas vecinas (advertí una “tortilla fea de chocolate” –una suerte de crep- unos canutillos de crema y chocolate, un “Recuit de drap”, una crema con fresitas y una coca de Llavaneras), se me antojó como una elección cuestionable (6€).

En definitiva, un restaurante que navega entre dos mares (el mérito gastronómico y la caja llena) y que haría bien en apostar decididamente por el primero de ellos –si el faro es la calidad gastronómica la caja puede llenarse, si, en cambio, llenar la caja es el objetivo, la virtud gastronómica se marchita-.

Bodega: Interesantísima bodega. Nus del Terrer 2008 (Garnacha y Cabernet Sauvignon). Bodega Vinyes del Terrer. DO Tarragona.

Precio: 45 € (precio medio 35€-50€)

En pocas palabras: Una agridulce sorpresa.

Indicado: Para los que todavía dudan, y quieren salir de esa duda, de que los bistrós son el Prêt-à-porter gastronómico barcelonés.

Contraindicado: Para los que están hartos de ver bravas, croquetas, anchoas, platos de jamón, tortillas… y “Lázaros” hasta en la sopa.

Enric Granados 147, Barcelona.
932 002 214