viernes, 29 de octubre de 2010

Mugaritz



Lo prometido es deuda, así que hoy toca que a unos, los más afortunados –los que han disfrutado de una experiencia en la casa de comidas de los Andoni, Llorenç, Joserra, Óscar y así hasta casi llegar a los cuarenta compañeros “de piso”- les evoque recuerdos, y a los otros, los que serán los elegidos -por eso de que los últimos…, ya sabéis como sigue el dicho- les acabe de dar el empujón definitivo para que se desplacen a la verde y bella Gipúzcoa y sucumban a los encantos –en ocasiones cantos de sirena- que ofrece la propuesta gastronómica del restaurante Mugaritz.

Como apuntaba, la orquesta de este restaurante situado a caballo entre las localidades de Errenteria y Astigarraga, la integran una cuarentena de profesionales distribuidos entre la Dirección -¡Qué guirigay de función ofrecería una orquestra sin director!-, los solistas, encargados de esos solos que marcan la diferencia, que trascienden y que convierten en única la experiencia sensorial de Mugaritz, y tres grupos de excelentes concertistas distribuidos entre la cocina en forma de U, ahora invertida, a diferencia de la que era el corazón del restaurante antes de que una caprichosa chispa aplazase el relevo del cetro de la gastronomía de elBulli a Mugaritz; la sala -¡Bravo por los chicos de Joserra y Óscar!, pues hacía tiempo que no disfrutaba tanto de un servicio de sala-; y la sala de frío, de la que el bueno de Llorenç llega a bajar la temperatura hasta a los 8ºC. Supongo que será porque sabe que es no sólo soportable sino una experiencia formativa tanto profesional como personalmente. Por algo él se pasó en ella casi un año y miradlo ahora: jefe de cocina.



Como la mayoría con un mínimo interés por la gastronomía sabe, y si no era así, a tenor de lo escrito hace unas líneas subsanado el desconocimiento está, en febrero de este año el restaurante sufrió en su cocina un devastador incendio que a muchos nos hizo pensar que la temporada 2010 de Mugaritz estaba perdida y con ella la posible y merecidísima consecución de la tercera estrella Michelin. Uno de los mayores descuidos –aunque no sé si una manifiesta voluntad de ignorar las cosas bien hechas pude ser merecedora de tanto “buenismo”-, junto con la segunda de Calima o la primera de Coure de la celebérrima Guía Roja.

Nada más lejos de la realidad y así, y como seguramente no todos conocen, inauguró la temporada de la mano de elBulli –éste retrasó unos días su apertura como gesto, uno más de los muchos que hubo en este sector, mucho más próximo a una gran familia de lo que algunos nos intentan hacer creer, hacia el restaurante Mugaritz- un 15 de junio. Pronta, casi milagrosa reapertura, de la que son muy “culpables” –en una buena acepción que la RAE no reconoce- un buen puñado de personalidades y empresarios del país del sol naciente y que en el grabado en forma de árbol (el símbolo de la casa) que observaréis a continuación, y que da la bienvenida a la cocina del restaurante, obtienen una sentida respuesta a su desprendida colaboración, en definitiva, a su generosidad.

Puesto que ya os he dado suficiente la tabarra, y estoicamente la mayoría, o eso espero, la habéis aguantado, bien merecéis que comparta con vosotros -algo egoísta me siento pues lo mejor de la noche no lo podré compartir (sabores, aromas, texturas…)- las piezas de arte de las que disfruté, no como un niño, pues para el pleno disfrute de la cocina de Andoni se precisa de cierta madurez gastronómica, en la imponente sala del típico caserío vasco, eso sí, vestido a la última, que ocupa el restaurante Mugaritz.

Los aperitivos de la casa, que consistieron en la ya mítica –el espacio en el Olimpo junto a Zeus, Hermes, también Dionisio, y tantos más lo ha alcanzado por méritos propios- patata al kaolín (un tipo arcilla) acompañada por una mayonesa de ajos tostados;

Y unos chipirones, de calidad extrema y servidos en su justo punto –éstas serían dos virtudes que acompañarían a todos los platos del menú- a la plancha con un crema de legumbres con su tinta –de los primeros claro, pues todavía no he visto ningún garbanzo que para protegerse suelte un chorro de ésta-.

Que acompañamos con una copa de cava O de Origen y otra de champagne Grand Cru Mesnil Sur Oger. ¿A que las burbujas y el brillo no engañan?

Antes de pasar a cosas si cabe más serias, se nos ofrecieron los panes y aceite de la casa. Los cinco (chapata, centeno, espelta y levain, y aceite Assut) al nivel de la comida a la que se disponían a acompañar.


Abrió el tarro de las esencias un notable tomate asado y su agua helada, o lo que es lo mismo, la piel de un tomate parcialmente deshidratada y rellena de un puré de tomates asados y acompañado por un sorbete de agua de tomate, una reducción de vinagre de módena y, en el corazón del tomate, una chufa.

Palabras mayores fueron la tripa de bacalao servida sobre una crema de piñones y resina de mastik. Increíble la complementariedad de texturas y sabores que ofrecía el plato.

De una textura que enamoraba al paladar era el potaje meloso de pan cubierto de carne de buey de mar, lástima que la aromatización con hojas de geranio rosa fuese, a mi modo de ver, excesiva. Platos como éste, ilustran perfectamente la cocina de Andoni: una cocina que lleva las texturas y los sabores al límite y que en la mayoría de ocasiones permite al comensal disfrutar como nunca antes de los productos que integran el plato. Eso sí, el margen para el error cuando te mueves en estas condiciones es muy pequeño, y considero que en este plato, y a pesar de los notables matices que se apreciaba que el aroma a geranio aportaba al conjunto (dulzor controlado, frescura…), se hacía un abuso de éste que, desafortunadamente, ensombrecía la actuación de 10 del dúo “potaje meloso de pan y buey de mar”.

Otra muestra de sabores y texturas llevados al límite, en esta ocasión, sin cruzarlos, la ofrecía los longueirones (tipo navaja) condimentados con un jugo de alubias negras y perfumados con aceite de canela y alubias dulces. Sí, es normal que al verlo escrito, como me sucedió a mi al leerlo en el menú, no os suene demasiado bien, pero he aquí la magia de Andoni y sus chicos.

Muy bueno, auque también el plato más simple del menú, el atún, y aunque me consideréis un pesado, merece que se recalque su increíble textura y su sabor, regado con su propio caldo y gramíneas.

Excelente el gallo -¡Bravo por darle un papel protagonista a uno de esos grandes actores marinos olvidados por muchos!- henchido de huevas vegetales y acompañado por unas hierbas escabechadas de las que si me hubiese comido tantas como a tenor de su sabor era menester, en la cocina hubiesen pensado que entre los clientes de la noche se encontraba una vaca.

El foie de Mugaritz, acompañado por hierbas halófilas –magnífico el aporte mineral que le confieren al foie-, por su textura y sutileza de sabor tal vez sea el mejor que he probado. El secreto de la textura del foie me lo reveló un miembro del equipo del restaurante que voy a mantener en el anonimato no fuese que le reprimiesen por ello. Es broma, gracias Óscar. Así, éste es que el foie se mata el mismo día que se sirve, concretamente a 3 kilómetros del restaurante –esto sí que es slow food- se ultracongela, se fríe un segundo y posteriormente se ahuma ligeramente.

Notable la carrillera de cerdo ibérico con un majado de chipirón y espinaca malabar. Sin duda, se trataba de un plato que ilustraba perfectamente la complementariedad en la gastronomía. Degustados por separado, la carrillera estaba seca, el majado era demasiado intenso y la espinaca algo anodina. Juntos ofrecía melosidad e intensidad gustativa controlada.

La última actuación antes de los postres corrió a cargo de un clásico –por muchos años lo sea- de la casa. Unos rabitos crujientes de cerdo ibérico estofados con cigalitas salteadas y bañados con una reducción de su jugo de cocción infusionado con jamón ibérico de bellota. Un mar y montaña de 11.

Cinco, como los lobitos que tiene la loba que reza la canción infantil, fueron los postres, y aunque que me costó digerir –fue lo único que me costó, pues la cocina de Mugaritz aúna perfectamente intensidad gustativa con ligereza para el estómago- que la torrija ya no esté entre ellos –como pedacito de cielo que era allí seguro que se encuentra- los cinco bordaron su actuación.

Revitalizantes las frutas escarchadas acompañadas por una crema de camomila y néctar de cacao.

Sorprendentes las cucharadas de contrastes afines: crema de leche, hojas y un marrón glaseé, pero de apionabo.

Divertida la pastilla artesana de jabón –realmente de fenogreco- acompañada de pompas de agua de miel y avena.

¿Devendrá un nuevo clásico las nueces rotas, tostadas, saladas y acompañadas por una, no, por LA crema helada de leche y gelatina de Armagnac? Apuesten por el sí.

Perfecto colofón el que ofrecía un cristal blanco de arcilla y azúcar, cubriendo una base de ganache de chocolate aromatizada con lima, xilitol y agastache (flor) y acompañada por coliflor crocante –casi me la dan con queso y me creo que era almendra cruda-.

En definitiva, el restaurante Mugaritz merece escalar puestos en The Wolrd’s 50 Best Restaurants, merece la tercera estrella Michelin, pero sobre todo merece nuestra, vuestra, visita, pues se trata de un restaurante donde se practica una cocina de “terruño” de altos vuelos, se exploran y se descubren a diario sabores, texturas y aromas, se lleva la gastronomía al límite, se reverencia la esencia del producto, se practican equilibrios gustativos que ni en el Cirque du Soleil, y aunque sea una apreciación que trasciende las que suelen ocupar estas líneas, es para mí definitiva: dando una vuelta por la cocina del restaurante u observando los rostros del equipo de sala, ALEGRÍA es lo que se advierte.

Vino: Nora da Neve 2006 (Albariño con crianza). DO Rías Baixas; y Piélago 2007 (Garnacha) DO Méntrida.

Precio: 200 €
Calificación: 18/20

Indicado: Para descubrir la otra. La otra textura, el otro aroma, el otro sabor de productos que forman ya parte de nuestro imaginario gastronómico.

Contraindicado: Para paladares retraídos.

Aldura aldea 20, Errenteria
943 522 455

(Llorenç y Oscar)

martes, 26 de octubre de 2010

El Molino de Urdániz

La meta gastronómica del fin de semana se situaba en Errenteria –sí, el restaurante Mugaritz era el que me esperaba-, no obstante, ésta iba a ocupar la noche de sábado, así que algo debía hacerse con la del viernes.

Gajes del oficio, en este caso, de la caprichosa abogacía que me da de comer y que cabría identificar con la mecenas de este blog, no pude salir de Barcelona hasta bien entrada la tarde del viernes, así que tuve que cambiar mis planes iniciales de pasar la noche y cenar en Donosti por una parada técnica cerca de Pamplona que, a la postre –una expresión que le va que ni pintada a esta crónica-, fue uno de los mejores descubrimientos y, en consecuencia, mayores alegrías que se ha llevado mi paladar en mucho tiempo.

Así, marcaba las ocho mi reloj y Donosti quedaba todavía a algo más de dos horas cuando decidí abrir la Guía Roja que, junto con su hermana verde, siempre tienen un hueco reservado en la pequeña guantera de mi coche, y explorar si en las proximidades de Pamplona existía algún restaurante reconocido con una de sus estrellas (prescindí de las estrellas que ofrece la capital del Reino de Navarra, pues las conozco todas y considero que la única realmente merecida es la que brilla sobre el restaurante Rodero), y obtuve como respuesta el restaurante el Molino de Urdániz, situado a escasos 20 kilómetros de Pamplona.

(Por cierto, y aunque no sea el objeto de esta página, y ya que lo segundo que tuve que hacer fue buscar un lugar en el que pasar la noche, indicaros que disfruté de una magnífica estancia en una casa rural situada a poco más de 2 kilómetros del estrellado restaurante, que lleva por nombre Hotel Rural Akerreta.)

De vuelta a lo que nos suele ocupar, deciros antes de pasar ya a la descripción del excelso menú degustación del que disfruté, que el responsable de la cocina del restaurante el Molino de Urdániz es el joven David Yárnoz, de formación labrada en escuelas y cocinas del País Vasco, y cuya propuesta gastronómica definiría como: “Mugaritz para todos los públicos”. Juzgadlo vosotros mismos.

El menú, que tuvo lugar en una preciosa sala de corte rústico pero vestida de veintiún botones y con toques de vanguardia, dio comienzo con unos aperitivos que consistieron en:

Una versión del coctel Margarita, tal vez algo falta de sabor a tequila y en exceso gelatinosa, aunque de sabor más que agradable, y

Un excelente caramelo de pimentón relleno de una mousse de chistorra que destacaba por su ligerez a la par que potencia gustativa.

El menú stricto sensu estuvo compuesto por:

Unos excelentes filetes de sardinas cocinadas en humo de haya, presentados sobre un buenísimo puré de encurtidos y anchoas –que bien que acompañaría a un steak tártar- con matices de aceitunas negras, germinados de lentejas y cebolleta asada.

Unas vieiras salteadas acompañadas por láminas de champiñones y tallos jóvenes de puerro –o no tan jóvenes o, como mínimo, no tan frescos dada su textura-, y bañadas por una sabrosísima infusión de mejillones y calamares.


Una buena, pero tal vez el plato más flojo de la velada, ensalada de tataki de atún, en exceso maridado con soja, acompañada de chalotas y brotes anisados.

Una magnífica e intensa presa adobada, frita y vuelta a adobar, acompañada por un excelente helado de parmesano, unos brotes verdes y piñones.

Un excelente plato de “terruño” que consistía en un salsifí a la brasa, matizado en su sabor por unas láminas de alcachofa, pompas de parmesano, trufa, un puré de setas y una crema de cítricos.

Un lomo de salmón ligeramente ahumado, de indescriptible textura, acompañado por un excelente jugo de pimienta rosa y pompas de “lechuga de mar”. De los mejores platos de salmón que he probado, si no el mejor.

Unos cortes de pechuga de pichón, de perfecto punto de cocción, esto es, casi crudos, servidos junto con un bizcocho ligero de algas y huevas de jerez y trufa que, en su conjunto, ofrecían una complementariedad de sabores en su máxima expresión.

Un pollo campero asado, de nuevo, de textura indescriptible, y próxima a la de un foie poele en su punto -¡Cómo domina las texturas el bueno de David!- servido sobre un fondo de tierra, brandy, y un jugo cítrico, y al que sólo le sobraba, bajo mi punto de vista, su piel crujiente, pues por su intensidad excesiva, tanto gustativa como grasa, desentonaba en el conjunto.


Un cochinillo, desengrasado en su justo punto, bañado en un jugo, el mejor de la noche, de ibéricos y ajo y servido sobre unos cortes de apionabo.


Los postres los interpretaron casi a la perfección:

Un homenaje -en absoluto lo consideraría un plagio- al restaurante Mugaritz, materializado en una versión de la archifamosa pastilla de jabón. Toques mantecosos y tostados en la pastilla y a lavanda y rosas en las pompas. Excelente.

Una magnífica cuajada de lavanda, coronada por un helado de miel, semillas de amapola, pétalos, un bizcocho ligero de miel y unas gotas de aceite de recuerdo herbal. De nuevo, una composición gustativa redonda.

El colofón y especialmente para un amante de los Whiskys como yo, lo puso una “Pomada de Islands”, o lo que es lo mismo, una tierra chocolate y trufa acompañada por almendras ralladas, pasas, aire de humo, gelee de algas (con el consiguiente aporte de sal al conjunto) y trazas de coco, vainilla, naranja condensadas en una pieza mantecosa ,que evocaban a los matices de un buen destilado de las Islas.

En definitiva, el descubrimiento del restaurante el Molino de Urdániz y el deleite para mis sentidos que esa cena me reportó ha avivado la llama de mi amor, algo mustia últimamente, por la Guía Roja: “Al César lo que es del César”.

Vino: El Sequé 2005 (Monastrell, Syrah y Cabernet). Bodegas Laderas de Pinoso. DO Alicante

Precio: 100 €
Calificación: 16/20

Indicado: Para descubrir que la alta cocina vasca no es patrimonio exclusivo de los Andoni, Juan Mari, Martín y compañía.

Contraindicado: Para los que, gastronómicamente, en Navarra, y el norte en general, solo buscan pochas, chuletón y cuajada.

Urdániz (Navarra)
948 304 109

viernes, 22 de octubre de 2010

Hibiscus

Como ya apuntaba hace unos días, el segundo regalo que le hice a mi paladar en el puente del Pilar –esta rima verdaderamente si que no tiene perdón de Dios- fue una cena en el, según el criterio de The World’s 50 Best Restaurants, cuadragésimo noveno mejor restaurante del mundo: el restaurante londinense Hibiscus, también reconocido con dos estrellas Michelin.

El padre de esta criatura tan condecorada no es otro que el chef francés –antes de que me convenciese con su cocina, debo reconocer que tenía miedo de que una, incluso las dos estrellas, fuesen una muestra más del chovinismo del que suele hacer gala la Guía Roja- Claude Bosi. Un cocinero afincado hace ya muchos años en las Islas, pero cuyo bagaje culinario, fácilmente perceptible en sus creaciones, fue adquirido en parisinos restaurantes como L’Arpège o Michel Rostang.

Así, en el restaurante Hibiscus se dan cita un cocinero afrancesado –en la mejor acepción de la palabra-, la increíble materia prima inglesa, particularmente sus carnes y verduras, y un recetario que, en cada plato, cruza en repetidas ocasiones el Canal de la Mancha, confluyendo todo ello en una propuesta gastronómica que cabría definir como: Geat French Cuisine.

Muestra de ello lo es el Menú de Otoño por el que, con mi compañera de fatigas gastronómicas, nos decantamos. Menú compuesto por:

Unas buenas croquetas de polenta, de cuidada presentación.

Unas excelentes lionesas de queso.

Una correcta infusión de hibiscos con emulsión y esferas de piña que, a tenor de su dulzor, más se asemejaba a un pre-postre que al tercer y último de los aperitivos.

Capítulo especial merece la mantequilla orgánica que nos acompañó durante toda la cena. Sin ningún reparo me atrevo a afirmar que es la mejor que he probado, y han sido muchas.

El primer plato del menú fue, tal vez, el mejor de la noche e ilustra perfectamente la Geat French Cuisine que se practica en el restaurante Hibiscus. Un entrante que consistió en una velouté de coliflor que acompañaba a una royal de foie a las 30 especias. Un matrimonio perfecto entre algo más francés imposible como son una velouté y una royal de foie, y algo tan “tipical” inglés como la coliflor o el uso, casi abuso, de las especias. Una combinación de sabores que, si bien sobre el papel podía generar dudas, en el paladar no tardaban en disiparse. Lo dicho, lo, o de lo mejor, gastronómicamente hablando, de mi estancia en Londres junto con los tuétanos que el día antes había disfrutado en el restaurante St. John.


Las veces de plato de pescado del menú las interpretó más que correctamente un salmonete, no de roca, sino de fango, perfecto en su punto de cocción, acompañado por unas semillas de pasta de trigo, unas hojas de espinacas ligeramente salteadas con mantequilla y un nabo japonés confitado.

Más brilló el pichón –increíble la calidad de la caza británica- gracias a, de nuevo, su justa cocción, y al, aunque repetitivo en su estructura, acompañamiento: unas semillas de pasta de cebada, una buenísima coliflor asada y un todavía mejor puré de grosella negra que traía al paladar recuerdos a Ketchup que, aunque no os lo creáis, sentaban de maravilla al conjunto.


El pre-postre, y perdonad la fotografía, pues me acordé de ella cuando ya disfrutaba de la primera cuchara del mismo, corrió discretamente a cargo de un puré de manzana con gelee de apio, coronado por una crema ligera de avellana que, degustada en solitario, sí que era para el deleite de los sentidos.

El postre que iba a cerrar el menú iba a ser otro claro ejemplo de la fusión de cocinas apuntada. Así, y aunque de factura excesivamente sencilla, no puedo, ni quiero esconder que disfruté mucho de una crema de vainilla con arándonos y whisky acompañada por unas increíbles, a años luz de las archifamosas que se venden en Fauchon, madeleines de miel. Dejo para el vuestro divertimento atribuir la nacionalidad a cada elemento del postre. ¿Sencillo no?


En definitiva, entraba con dudas en el restaurante y salí sin ellas, y si bien considero que la publicación Restaurants Magazine es en exceso generosa al situar al restaurante Hibiscus entre los 50 mejores del mundo –aunque sea en el puesto 49- son ya unas cuantas mis vistas a Londres y éste ha sido, espero hasta The Fat Duck mediante, mi mejor ágape en la ciudad del Támesis.

Vino: Chinon Beaumont 2009 (cabernet franc). Domaine Catherine & Pierre Breton. Valle del Loire. Como ya denuncié en la entrada sobre el restaurante St. John, de nuevo, un vino que en las tiendas ronda los 10-12 euros, tuve que pagarlo a algo más de 60. ¡Escandaloso!

Precio: 140 €
Calificación: 16/20

Indicado: Para darse cuenta de que las cosas cambian –ya se come bien en las Islas- y de que nunca cambian –Francia sigue siendo el faro para la mayoría de las cocinas de primer nivel-.

Contraindicado: Para intransigentes –dicho con cariño- con la relación calidad-precio.

(Aunque veáis la sala medio vacía, el restaurante estaba completo, y eso que hablamos de un martes por la noche y que, como he apuntado, el cubierto medio ronda los 150€. ¡Qué bien viven estos ingleses! Y lo digo porque pude observar que la mayoría de los comensales eran de la City).

29 Maddox Street, London
020 7629 2999
(Imprescindible reservar)