Evidentemente, el nombre que reza en la entrada del restaurante es el mismo, no obstante, es también en el nombre donde prácticamente se agotan todas las similitudes con el restaurante que conocía o, como mínimo, con el recuerdo que en el cajón de la memoria guardo de él.
Si hace unos años disfrutaba, normalmente en compañía de los “Roberts”, en un pequeño restaurante de clásica decoración, en el que eran más las propuestas gastronómicas fuera de carta que las que ésta contenía, donde productos como el tartufo bianco d’Alba llegaba antes que a ningún otro local de Barcelona y, salvo contadas excepciones, cada comensal tenía que afrontar una cuenta de tres cifras, la semana pasada disfruté –juraría que algo menos que en el Raval, aunque ya se sabe que la nostalgia es un magnífico embellecedor de recuerdos- de un menú a 35 € (aperitivo, entrante, plato principal, postre y petit fours a elegir entre más de 30 referencias), en una imponente y elegante sala, en la que, afortunadamente, y a diferencia de lo que sucede en la mayoría de restaurantes, la notable separación entre las mesas te permite terminar el ágape sin saber de qué operarán a la madre del de la mesa de la izquierda, o conocer qué opinión les merece el nuevo, el enésimo, novio de la hija a los sufridos padres de la mesa de la derecha.
Como ya he apuntado, actualmente la única “formule à manger” del restaurante Colibrí –son muchos los restaurantes que han decidido renegar de la cucharas de nácar y adaptar su oferta gastronómica a la época de crisis que vivimos- es un menú a 35€, en el que aperitivos y petit fours son los mismos para todos los comensales, pero que entrante, plato principal y postre pueden elegirse entre una treintena de posibilidades.
(Aunque a tenor de lo dicho creo que queda claro, sólo señalar que los platos que se expondrán tras los aperitivos corresponden a dos menús.)
Aperitivos que no merecen mejor calificativo que vulgares. O ya me explicaréis qué aportan, a estas alturas de la película, una salchichita sobre queso cremoso, un aceitoso crujiente de sobrasada y miel, una blanda croqueta y una gamba demasiado hecha con “gabardina” de frutos secos. En este sentido, y a propósito del clásico servicio de mantequilla como aperitivo, ya apuntaba hace unas cuantas crónicas que entiendo que los restauradores deberían valorar si lo que están sirviendo como aperitivo -al fin y al cabo, una carta de presentación o de intenciones-, es del nivel o de la calidad de los que los sobrevendrá, pues, de lo contario, sólo restan enteros a la experiencia gastronómica que se ofrece en el restaurante. En este caso así fue, y sin duda, unas buenas patatas fritas espolvoreadas con alguna especia –a mi me encantan con curry- y una aceitunas Kalamata hubiesen hecho mucho mejor las veces de aperitivo.
Afortunadamente, los aperitivos y los platos que se ofrecen en el menú deben de ser parientes muy, muy lejanos.
Muy buena la sopa de tomate –increíble su textura aterciopelada- acompañada de melón, mozarela, bogavante y huevas de salmón.
Excelente el arroz meloso (melosidad únicamente conferida por el caldo de pescado y no por grasas saturadas como la crema de leche o la mantequilla y que lo convertía en un arroz de fácil digestión) con calamar y vieiras.
El plato más flojo de la noche fue, sin género de dudas, el lenguado (lomos demasiados finos y en exceso hechos) con crema de alcachofas (fuera de temporada) y puré de hinojo (realmente se trataba de puré de patata ligeramente anisado por el efecto del hinojo).
Un buen steak tártar. Magnífica la calidad de la carne (solomillo cortado a cuchillo), auque, para mi gusto, en exceso trabajada.
Los postres que elegimos (si os apetece podéis intentar, no os costará mucho, agrupar los menús de esa noche) fueron:
Un granizado de lima y menta acompañado por una sopa de melocotón y unas bolas de sandía y melón. Un buen “bajativo”.
Un magnífico coulant de chocolate, de los mejores de Barcelona, cuyo único pero, auque de fácil enmienda, era la ausencia de ese toque salado que tanto potencia el sabor de un buen chocolate al 70% de cacao. Unos cuantos cristales de sal Maldon y listos…o, como mínimo, así lo hice (ya tenéis un poco más fácil lo de la confección de los menús).
Respecto los petit fours y tras definirlos como anodinos, sólo puedo remitiros a lo apuntado en relación a los aperitivos.
En definitiva, los que buscan disfrutar de un restaurante que ofrezca una notable cocina de mercado, que disponga de una elegante y cómoda sala y, tomada buena nota de ello, que dé de comer los domingos –día en el que Barcelona, y muchas otras ciudades, se convierten en un absoluto páramo para los amantes de la gastronomía-, deben quedarse con el nombre del pájaro más pequeño del mundo. No obstante, mi corazoncito y, en menor medida, mi paladar, melancólicamente añorarán esa propuesta gastronómica menos estandarizada que se servía en el Raval.
Vino: Ante todo quiero señalar el carácter, dicho con toda la rotundidad de la palabra, indecente de los precios de los vinos en el restaurante Colibrí (algunas referencias ven su precio incrementado en más de un 300% respecto pvp). Botani 2008 (Moscatel de Alejandría), Bodegas Jorge Ordóñez (en Miquel, el restaurante objeto de la crónica anterior, lo pagué a 18 €, en el Colibrí a 29,5 €).
Precio: 55 €
Calificación: 13/20
Indicado: Disfrutar -también los domingos- de una comida sin sobresaltos.
Contraindicado: Para los que se indignan -yo soy uno de esos- con los precios que en algunos restaurantes ponen a los vinos.
Calle Casanova 212, Barcelona
93 443 23 06
Respuesta: Menú 1: Sopa, lenguado, granizado. Menú 2: Arroz, steak, coulant.