domingo, 31 de mayo de 2015

La Ferreria

En 1987 comenzó la andadura esta casa de comidas situada a medio paso del barrio de Gracia, y cerca de la tercera década de historia, cuatro son las regencias que ha vivido.

Cuatro amos distintos, pero siempre un mismo nombre: La Ferreria. Para que luego se ponga en duda el romanticismo que hay detrás de los restaurantes –que no son, aunque tengan una “R” en la entrada, todos los sitios donde se da de comer-.

Y traspasa que traspasarás, un trío de palestinos se hizo, en octubre de 2014, con el restaurante La Ferreria.

Restaurante La Ferreria que, tras ser embellecido por la mejicana Mariel y puesto al día gastronómicamente –o eso pretendía- por el malagueño Enric Montero, ha remprendido la marcha no hace ni dos meses.

¿Y qué es lo que pretende ser esta nueva La Ferreria?

En cuanto al ambiente, el restaurante La Ferreria quiere ser:

Confortable: y lo consigue, de la mano de una distribución espaciosa y de unas sillas Louis XV de lo más cómodas –detalle nada baladí para los que tenemos una espalda en peores condiciones que las cocinas con las que lidia Chicote-.

Elegante: otra muesca en su haber gracias a una cubertería, a una mantelería y un largo etcétera de detalles provistos de muchos quilates.

Agradable: también misión cumplida, por obra y gracia de una cálida iluminación, de una música en vivo (guitarra o piano según el servicio) que no invade sino que acompaña, y de un servicio de sala voluntarioso.

¿Y en la cocina?

Pues, entre fogones, el restaurante La Ferreria querría practicar “una creatividad con los pies en el suelo” (sic.), no obstante, acaba ofreciendo una creatividad malentendida que si bien toca con los pies en el suelo, lo hace por lo terrenal, por lo venial de su propuesta gastronómica.

Una propuesta que descubrí a través de:

Un correcto servicio de panecillos (tinta de calamar –el mejor-, tomate y hierbas, y olivas), aceite, y sales (ahumada, volcánica y Maldon).

Una buena emulsión de marisco y verduras con rape y erizo.

Un bogavante, perfecto en su punto de cocción pero soso –máximo común denominador de la velada-, bien acompañado por unos brotes verdes aliñados con una vinagreta de frutos secos, pero al que afeaba, y mucho –me puso sobre aviso del mal del que iba a morir-, el coulis de frambuesa que lo aderezaba –hay leones que comen gambas y frambuesas que hacen lo suyo con bogavantes-.

Un tártar de salmón bien aderezado con sésamo blanco y negro, y mejor acompañado con leche de almendras, limón, eneldo y tomate seco que, no obstante, se convertía en un bocado pesado por obra y desgracia del aceite de trufa blanca que aliñaba el conjunto.

No sé si lo que le falta al restaurante La Ferreria es espíritu o capacidad crítica pero un bastante de alguna o un poco de ambas es. El espíritu crítico suele faltarles a los restauradores-cocineros –más duchos en ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio-, y de capacidad crítica suelen adolecer los restauradores-empresarios que se agencian de cocineros para que den forma a sus sueños o negocios, así que, supongo, aquí habrá más de esto segundo. La solución no la tengo, pero invertir más en cocina, hasta en asesores gastronómicos –pero no de esos que se guardaran de ser críticos y que, por no morder la mano que les da de comer, acaban por convertirse en cortesanos-, que en “community managers” o agencias de comunicación, sin duda, sería un buen inicio.

Pero dejémonos de divagaciones y volvamos a la cena.

Un buen rape –a pesar, de nuevo, de su falta de sazón- acompañado con colmenillas, gomacio (sal de sésamo) –además de no sazonar lo suficiente, su entrada en escena ya en el emplatado no evitaba que el pescado perdiese sus preciados jugos- y ajo negro. Sin duda, lo mejor de la cena.

Un lomo de cordero lechal (pasado de cocción), acompañado con tirabeques (secos), pimientos del piquillo (correctos) y jugo de carne y tomillo (vulgar). Sin duda, lo peor del ágape.

Un correcto magret de pato con salsa de chocolate picante, coco, cilantro y pimienta de Sichuan.

Una tapa de macedonia cítrica con orejones, maíz y cacahuetes.

Un plato de macedonia cítrica con tierra de chocolate blanco, maíz, grosellas, frambuesas, y aire de lichi.

Y un tan poco lúcido como lucido fondant de chocolate negro con frambuesas, grosellas, piñones y sopa de chocolate blanco a la vainilla.

En definitiva, buena gente, buen ambiente, pero una cocina que demuestra que con la intención no basta.

Bodega: Carta solvente –a buen entendedor…-. Lo mejor, que todos los vinos de la carta se pueden disfrutar a copas. Lo peor, sus precios. Mi elección: Finca Moncloa 2011 (Tintilla de Rota, Syrah, Cabernet Sauvignon, Merlot y Petit Verdot). Bodega González Byass. Vino de la Tierra de Cádiz.

Precio: 75€ (Menú degustación (50€) + bebidas). Otras formas de acercarse a la cocina del restaurante La Ferreria son su Menú Ejecutivo 29,50€ (disponible los mediodías de lunes a viernes), su Gran Menú Degustación (90€ + bebidas), o a la carta (precio medio 50€-60€ + bebidas).

En pocas palabras: Ni a la tercera, ni a la cuarta.

Indicado: Para cautivar a alguien al que no se cautiva por el paladar.

Contraindicado: Para los que cuando vamos a un restaurante queremos que lo mejor sea la comida.

Neptú 4, Barcelona
934 886 050

lunes, 25 de mayo de 2015

El Tiet

¿Taver-Teca?

Así se definen. ¿Así es?

Aspecto de taberna, el restaurante El Tiet, la tiene. Y teca, la sirven.

Sobre el interiorismo del restaurante El Tiet no ahondaré, pues una, unas imágenes valen más que mil palabras –parece mentira que esto lo esté escribiendo un servidor-.

Sobre la teca que se sirve en el restaurante El Tiet sí que me explayaré, pues ésta lo merece y, asimismo, mi vocación de pianista del teclado alfanumérico así me lo exige.

Hace un año y medio que Iván Rodríguez Vivancos puso el resto y todos sus ahorros para que su restaurante El Tiet viera la luz.

Un Iván que, tras haber mamado de la teta de los restaurantes Reno o Drolma –cuando brillaban, no en su gris ocaso- y que también se curtió en los fogones de los restaurantes Can Fabes, Claris o La Tintoreria, levantó la persiana de su restaurante El Tiet con la vocación de democratizar la mejor cocina de mercado.

Desafortunadamente, la crisis y una platea barcelonesa con menos cultura gastronómica de la que cree que atesora –comprándola por lo que vale y vendiéndola por lo que cree que vale se haría un buen negocio con ella-, le obligaron a cocinar menos espardeñas, gambas o almejas y a abandonarse a la tapa y al platillo facilón.

Afortunadamente, hoy las cosas no le están yendo mal del todo y, de las pocas palabras que pudimos compartir en mi vista, deduje –espero que no erróneamente- que, en breve, volverá a las iniciales andadas –yo lo celebraré y, espero, todos lo valoremos, pues veo en Iván el espíritu del mejor Albert Ventura-.

Sin duda, la cocina patera en la que tiene que desenvolverse no suma a la causa de su potencial culinario, no obstante, en la carta del restaurante El Tiet, entre unos cuantos pingos y pongos hay espacio para magníficas expresiones de bisutería –os reto a encontrar en Barcelona precios más de derribo que los que se dibujan en sus pizarras- gastronómica.

Una cocina popular –Iván, tienes talento para aspirar a la élite- que sirve una solvente, por las noches, sala (a cargo de Arturo) y, además, empática, los mediodías (capitaneada por Bea), de la que disfruté, con muchos altibajos, de la mano de:

Un excelente “Vermut de payés” –os aseguro que el vermut que se sirve en el restaurante El Tiet no pasará de moda-.

Unas muy buenas patatas bravas “Bohèmic style”. Unas bravas “comme il faut”, esto es, no aptas para una primera cita ni por su buen alioli ni por su potente salsa brava con base de pimiento choricero y vinagre.

Un interesante hummus con crujiente de pan de garbanzos al comino.

Una correcta coca de pan con tomate aderezada con un tristón aceite Saba de Ódena.

Una tan barata (1,45€) como prescindible –por grasa- “Croqueta casera”. Cincuenta céntimos la separan de las de Mont Bar, Bar Bas, Coure, Vivanda o Espai Kru, pero el abismo gastronómico con éstas es colosal.

Una muy buena ensaladilla de gambas. Mérito debido a la buena cocción y a la calidad de la patata, a la untuosidad de la mezcla y, sobre todo, a la intensidad gustativa propiciada por una gran mayonesa de marisco.

Una colosal hamburguesa de sepia aderezada con hinojo y salicornia y acompañada por un cremoso de estos bulbos y hierbas que, sin duda, justificaría la vista al restaurante El Tiet, por ser una de las mejores hamburguesas de Barcelona, si ésta se sirviese entre dos rebanadas de pan de tinta. Eso sí, el buquet de algas y huevas de arenque que la acompañaban, mejor arrojarlo por la borda.

Un buen, en valor absoluto, y un magnífico, en valor relativo (15€), lomo bajo de rubia gallega (con 40 días de maduración), perfecto en su punto de cocción, y atinadamente acompañado por un parmentier de patata y champiñones.

Una muy buena versión del “Lemon pie” de la mano de una perfecta equilibrios de ácido (crema de cítricos), dulce (merenge) y amargo (crumble de pan de especias).

Y un facilón postre de chocolate (cremoso y helado de chocolate) en el que un crujiente de cruasán, demasiado triturado y algo seco, restaba más que sumaba.

En definitiva, una BBB casa de tapas y platillos que, por el talento que encierra su minúscula cocina, podría –debería- aspirar a mucho más.

Bodega: Dotada de casi 20 referencias por botella o a copas. Lo mejor, la variedad y los precios de éstas, lo peor, lo facilón de la selección –Iván me apuntó que, en breve, incorporaran unos cuantos vinos ilustrados-. Mi tuerto en el país de los ciegos fue un El Sagal 2013 (Merlot, Cabernet Franc y Tempranillo) del Celler El Molí del Pla de Bages.

Precio: 30€. Precio medio a la carta: 20€-30€. Menú mediodía: 10,50€.

En pocas palabras: Paradigma de la buena relación calidad-precio.

Indicado: Para comer, y bien, fuera de casa por poco más de lo que te costaría abrir dos pizzas de Casa Tarradellas.

Contraindicado: Para los que se nos revuelve el estómago al masticar un talento latente.

Còrsega 382, Barcelona
931 410 583

jueves, 21 de mayo de 2015

La Forquilla

Cuando el restaurante La Forquilla levantó la persiana en el mes de diciembre de 2010 en el Poblenou, seguramente, el único argumento gastronómico de peso para visitar este encantador barrio barcelonés respondía al nombre de Dos Cielos.

Cinco años después, afortunadamente, la realidad es muy distinta y, nombres como Els Tres Porquets, Floreta y, sobre todo -¡Toma “spoiler”!- La Forquilla bien justifican la excursión.

La Forquilla: un restaurante que nace como el personalísimo, en toda la extensión de la palabra –en breve entenderéis el porqué de tal afirmación-, proyecto del joven, aunque sobradamente preparado -el bagaje atesorado en restaurantes como El Celler de Can Roca, Lasarte, Neichel o Can Fabes dan fe de ello- chef Vidal Gravalosa.

Vidal Gravalosa: hijo de restauradores –su casa madre, y padre (el restaurante Casa Julio), se encuentra a escasos metros del restaurante La Forquilla- al que, debo confesaros, me acerqué, por culpa del cotilleo de rigor a través de la página web de su casa de comidas, con ciertos prejuicios, pues clicar en la pestaña equipo y que solo apareciese él, me hizo decirme para mis adentros “¡Qué pretencioso!”. Pero nada más alejado de la realidad pues, el restaurante La Forquilla es Vidal, Vidal y más y solo Vidal –la expresión él se lo guisa y él se lo come le queda más que corta pues, además, él lo monta, él lo comanda, él lo repasa, él lo barre y él hace lo que haga falta-.

Cruzada voluntariamente en solitario –por, según me comentó, no haber encontrado el adecuado compañero de viaje- a la que, no obstante, se unirá después del verano un buen amigo que asumirá las labores de sala –lo celebro, y mucho, pues la interesantísima propuesta gastronómica del restaurante La Forquilla merece que Vidal concentre en ella todos sus esfuerzos y talento-.

Una propuesta gastronómica que se cuece en una cocina de menos de 8 metros cuadrados -suerte que es una morada unipersonal, pues el grito “¡Quemo!” no evitaría más de un encontronazo- y que se sirve en una confortable sala apta para 20 comensales –muchos bistronómicos del Eixample enlatarían entre sus cuatro paredes el doble de sardinas, perdón, de clientes-, pero que nunca, de nuevo, voluntariamente –sería un suicidio-, se llena.

Y ya sin más dilaciones –hoy, de las menos indebidas- pongamos negro sobre blanco sobre este pequeño (por eslora y por tripulación) gran (por algunos detalles como la bodega, la cristalería o algo tan nimio como las toallitas de ropa en los baños pero, sobre todo, por su cocina) restaurante –mucho más grande sería si Vidal no quisiese ganar los 100 metros lisos corriendo, adrede, con las zapatillas desatadas-.

Tres posibilidades se me presentaban para descubrir la cocina del restaurante La Forquilla: dos menús degustación y una cena a la carta.

Descartado el menú corto –mi estómago, como mi verborrea, es insaciable-, una sugestiva carta repleta de medias raciones que facultan a la autocomposición de un menú degustación me sumió en muchas más dudas que las que me ha suscitado la próxima contienda electoral, no obstante, finalmente me abandoné al Menú Degustación –sobre el papel, el mejor reflejo del alma de un cocinero- del restaurante La Forquilla.

Menú degustación compuesto por:

Un buen servicio de pan D.O. Crustó (blanco, de nueces y de cerales) acompañado por una mejor hojiblanca de Salud Atenea (Málaga).

Un notable foie casero acertadamente matizado –por el toque de dulzura y de acidez que le aportaban- con perlas de yogur.

Una soberbia –por calidad, por punto de cocción y por acompañamiento- almeja con salsa marinera. Una salsa para mojar pan hasta reventar y que jubilaría a Vidal, o le permitiría contratar personal, de ofrecerla, con una buena merluza o un buen rape, como cazuela en formato “take away” –sería, seguro, el almuerzo dominical de la mitad de los habitantes del Poblenou-.

Una ensalada de aguacate, pera, pistachos caramelizados, brotes verdes, vinagreta de miel y chardonnay y tomates cherry –lo único que sobraba, por no estar, todavía, en temporada y por la consecuente acidez que aportaban-, que era una gran expresión de cocina sana, sencilla y sabrosa. Coronada con una sardina de las que están a punto de llegar, sería un plato para aplaudir con las orejas. Aplauso casi generalizado, pues los vegetarianos se verían privados de una gran plato apto para ellos -que haberlos, haylos, pero no a cascoporro-.

Un muy buen pulpo a la plancha acompañado con tomate al romero, aire de pimentón, crema de mostaza y emulsión de patata que, a mi entender, revestiría todavía de más interés si apostase por la mostaza –un matiz distinto en el poco imaginativo universo gastronómico entorno al pulpo- prescindiendo, a su vez, del aire de pimentón –meramente efectista-.

Unas judías del Ganxet con morcilla, chorizo, calamar en juliana y aceite de perejil que resultaban un bocado tan interesante como un fallido mar y montaña –no sé si un buen pulpito hubiese aguantado la estocada, pero, sin duda, el calamar sucumbió a la del chorizo y la morcilla-.

Un huevo ecológico frito con emulsión de patata, espardeña, gamba roja, beicon y polvo de pan y perejil que hubiese sido más -casi de 10-, con menos, esto es, sin la gamba, pues, además de estar algo sobrecocinada -la única limitación que advertí en el pase derivada de la cruzada en solitario de Vidal-, su intensidad de sabor chirriaba en el canto coral de grandes barítonos y mezzo-sopranos que interpretaban el resto de componentes del plato.

Una notable composición de cabracho, parmentier de brócoli, romesco, aire de limón y guisantes encebollados cocinados en el caldo de las espinas del cabracho en la que solo desafinaban éstos últimos por culpa de la poca finura de los guisantes, para más inri, exacerbada por un exceso de cocción.

Un canelón de rustido de pollo –muy sabroso, pero demasiado triturado (su textura era más propia de una lasaña)- acompañado por una crema de pollo y foie –el pollo se llevaba el gato al agua-, demi glace de pollo y trufa –de nuevo, el pollo daba el cante- y queso Parmesano. En definitiva, pollo al cubo, que no era lo anunciado, pero del que disfruté.

Un sabroso pre-postre de frutos rojos, espuma de fruta de la pasión, crema de coco, gelatina de vermut y sopa de limón y eneldo del que me hubiese comido un copazo y no solo la copita servida.

Una irregular composición de brownie de café –bien-, helado de café con leche –bien-, crumble de cacao –bien-, crema de azafrán –poco intensa-, caramelo de naranja –desaparecido en combate- y sorbete de mango –fuera de juego pues, a mi entender, un postre de café acepta muchos matices (frutos o frutas secas, especias, ron, Grand Marnier…), pero no la dulzona acidez del mango-.

Y un correcto trío de petit fours: gominola de mandarina, cookie –el más flojo-, y trufa de cacao al 70% -el mejor-.

En definitiva, un restaurante, por su actual nivel culinario, de presente y también de futuro, pues, si esto es lo que se trae entre dos manos, La Forquilla a cuatro manos puede ser una pieza de Liceo.

Bodega: Interesantísima carta de vinos (por referencia y por los precios de éstas) de la que me quedé con la Mencía del Bierzo del viticultor José Antonio García: Aires de Vendimia 2012.

Precio: 80€ (Menú Degustación (48€+IVA) + bebidas). También puede disfrutarse, y mucho, del restaurante La Forquilla a la carta (40€-50€ + bebidas), o con su Menú Sensaciones (28€+IVA + bebidas).

En pocas palabras: La navaja suiza de la restauración barcelonesa.

Indicado: Para los que se emocionan con el reto náutico que es “la vuelta al mundo en solitario”.

Contraindicado: Para los que creen que pedir ayuda no es un signo de debilidad sino todo lo contrario.

Pere IV 210, Barcelona
933 007 980

miércoles, 20 de mayo de 2015

La Cuina de l’Uribou

Hay cocineros con un currículum más largo que un listín telefónico pero cuya cocina tiene tanto valor como interés literario revisten esos glosarios de nombres, direcciones y teléfonos.

Los de otros rivalizan en brevedad con un twit, pero detrás de ellos se esconde una cocina de “trending topic”.

Y los de la mayoría hablan por sí solos. Esto es, que aunque siempre hay espacio para las sorpresas –ya sea en forma de alegría o de susto-, de la lectura del bagaje de un cocinero, un buen entendedor puede saber del mal del que habrá de morir cuando se dispone a descubrir un restaurante. Sin duda, así sucede con el de Atsushi Takata y con su restaurante La Cuina de l’Uribou.

Si leo Yashima, Tempura-Ya, Icho, Can Ravell o Alkimia.

Entiendo, tradición, de muchos quilates pero también en formato bisutería, creatividad, pasión por el producto y sensibilidad.

Y mal del todo no lo entendí, pues en mi reciente visita al restaurante La Cuina de l’Uribou advertí un poco (productos de muchos quilates y creatividad) y un mucho (pasión, sensibilidad y productos buenos, bonitos y baratos) de ellas.

Un lustro está a punto de cumplir el restaurante La Cuina de l’Uribou y, pese a una localización (en el barrio de les Corts) y a un interiorismo poco agraciados, mal del todo no le va.

Suma -bastante- un servicio de lo más atento. Resta –algo- ciertos detalles más propios de restaurantes de otras cocinas asiáticas (e.g. servilletas de papel o cartas peor forradas que mis libros de la escuela).

Suma, y mucho, la sabrosa popularización que hacen de la cocina japonesa (ya sea a través de sus muchos menús a precios de risa o de una carta repleta de interesantes tatakis, ensaladas, platos de corte creativo, tempuras, arroces, pastas o sushi para aburrir a precios más que razonables). Resta, un poco, lo vulgar de contados productos (e.g. atún –soy de los que creo que, como en el caso del foie, o se utiliza uno extra, y se hace pagar, o mejor se prescinde de ellos) y una carta de postres tan facilona como poco nipona.

Sumas y restas que acabaron por arrojar un saldo positivo gracias a:

Unos buenos edamames (vainas de soja hervidas) sazonados “comme il faut”, esto es, con sal fina –pretencioso y tonto es sazonarlos con sal Maldon-.

Una buena sopa de miso de la que solo puedo cuestionar el momento de su servicio, pues en Japón ésta se sirve justo antes de los postres –aquí tenemos nuestros sorbetes, allí sus sopas-.

Unos correctos –les faltaba un punto, o dos, o tres de sazón- yakisobas.

Un dispar surtido de nigiris y makis. Mejores los makis que los niguiris, y sí para el salmón y la caballa, sí pero no para el pescado blanco y no, aunque por motivos distintos, para el atún –me remito a lo dicho- y para el langostino –nunca entenderé la Kafkiana motivación que lleva en un festival de lo crudo condenar al agua hirviendo a un invitado-.

Y un buen sorbete de limón verde y jengibre confitado.

En definitiva, el restaurante La Cuina de l’Uribou ofrece una cocina nipona sencilla, sabrosa y honrada que, si bien no emociona, tampoco decepciona.

Bodega: Correcta carta de vinos e interesante carta de cervezas japonesas y de sakes. Ohsakaya Choubei (Daiginjo).

Precio: 40€ (precio medio a la carta: 35€-45€). Disponen también de distintos menús temáticos (entre los 11€ y los 16,5€), y de un menú mediodía (12€).

En pocas palabras: Un utilitario japonés.

Indicado: Para los que sabemos que la calidad no es cara –lo son los productos o la provoca la falta de principios o el exceso de ego-.

Contraindicado: Para los que estén buscando un RyuGin de allí o un Koy Shunka o un Kabuki de aquí.

Taquígraf Serra 26, Barcelona
93 114 81 93