miércoles, 30 de enero de 2013

La Cava

Unas cuantas son las novedades de la escena gastronómica barcelonesa que todavía no he glosado (i.e. Toto, Tanta, El Passatge del Murmuri o Cañete Bistró). No obstante, y para no contribuir a que las tendencias tapen las miserias de las cocinas –pulla con muchos dueños, pero ninguno en concreto, y de la que no escapo- no van a ser estos restaurantes los protagonistas de mis crónicas las dos próximas semanas, recayendo tan dudoso honor en las casas de comidas en las que encontraréis a los nominados al premio Cocinero catalán del año que se otorgará próximamente en el seno del Fòrum Gastronòmic de Girona 2013.

Y así, de un cartel de ilustres nominados en el que figuran Albert Marimón (La Cava), Jordi Garrido (Mas de Torrent), Mandu Gimeno (Bohèmic), Antonio Romero (Suculent) y Àlex Suñé (Mil921), la primera parada de este viaje temático nos llevará a la capital de la comarca ilerdense del Urgell y, concretamente, a la casa de comidas de Albert Marimón: el restaurante La Cava.

Restaurante e ínclito propietario/cocinero que eran unos auténticos desconocidos para mí, y os confesaré que, dado lo desolador del panorama gastronómico leridano –no voy a ahondar en tal lacra, pues es de sobra conocida mi opinión al respecto-, afrontaba la visita al restaurante La Cava con cierto recelo. No obstante, las muchas virtudes atesoradas por el resto del plantel de nominados, el nivel culinario de los ganadores de anteriores ediciones del Premio -por ejemplo, Dani Lechuga (Caldeni)-, y la pizca de “google it” previo que hice, templaron mis miedos y me permitieron afrontar la visita al restaurante La Cava con moderadas expectativas.

Moderadas expectativas que, tras la cena del pasado viernes, se tradujeron en una inconmensurable alegría -¡Dichosos apriorismos!-.

Alegría con un claro culpable: Albert Marimón. Un cocinero de cuarenta años que lleva más de un cuarto de siglo entre fogones –las cuentas dejan con la boca abierta-, formado en la afamada y prolífica escuela de hotelería Joviat (entre sus brillantes exalumnos encontraréis a Jordi Vilà, Nandu Jubany, Josep Monge u Oriol Castro), de la que también fue profesor durante ocho años, y que, desde hace tres años y con su restaurante La Cava, cautiva los paladares de los oriundos de Tàrrega y de algún que otro despistado.
Y los cautiva con un restaurante que practica una cocina sencilla, tradicional, aunque puesta al día, y de sabores profundos; en el que los productos silvestres (auténticas maravillas son las que David Moreno, el etnobotánico responsable de la sala del restaurante, encuentra entre los parajes del Urgell -¡Ojo Albert, o los amigos de Mugaritz te harán una OPA hostil por David!), ecológicos, de proximidad, humildes… son los auténticos protagonistas; y cuyo gran objetivo -así lo tiene entre ceja y ceja Albert- es que una cena en el restaurante La Cava resulte más barata que la misma preparada en casa.
Así se reivindica y se dignifica el territorio, y no limitándonos a idolatrar a los caracoles: el becerro de oro de la cocina de Lleida. Y tras este sordo –como los oídos que deberían escucharlo- grito de frustración que, de verdad, no he podido callarme, volvamos al restaurante que nos ocupa.
La Cava: un restaurante en el que puede disfrutarse de una interesantísima fórmula (plato principal + platillo con acompañamiento + postre + pan, bebida y café) mediodía por 7,9 €, y en el que, hace unos días, me regalé una de las cenas más sorprendentes (por precio y por calidad, juntos y por separado) que recuerdo. Un ágape al que dieron forma:

Un correcto pan de payés de Tàrrega acompañado por un excelente aceite de arbequina de Rocafort de Vallbona.
Una muy buena versión de las patatas bravas. En este caso, una patata al horno rellena con un sofrito de tomate y cebolla, coronada con alioli de membrillo y aderezada con aceite de humo.
Un brutal –por su intensidad de sabor y por su textura, el mejor que he probado- “espetec” de cerdo negro.
Una sabrosa muestra de la reivindicación del “trash food”, de los productos más humildes, de esas materias primas huérfanas de grandes cocineros, que Albert predica en el restaurante La Cava, encarnada por un cazón en escabeche aderezado con pimpinela (una hierba silvestre que aporta un delicado sabor a nuez verde). El único pero del plato: la demasiado fría temperatura de servicio, pues potenciaba lo graso de la textura del escabeche e impedía alcanzar todo el potencial gustativo al conjunto.
Un notable bikini de anguila –creo que, con algo más de anguila, estaríamos ante un bocata excelente-, papada de cordero y cebolla caramelizada.
Un interesantísimo y de sabores tan intensos como profundos falso risotto (pasta de harina de espelta) con queso “Gebrat d’obaga” –de lo mejor de la velada-.
Un correcto filete tártaro de pato en el que lo más destacado era el papel que interpretaba la “rabanissa” (una hierba con marcadas notas a mostaza).
Una cuidada selección de quesos (una docena) de la que me quedé con: Lo Blau (Sort), Ros d’Eroles (Sort), Blau del Net (Palau de Anglesola) y Lliguet (de un lugar de cuyo nombre no es que no quiera, sino que no puedo acordarme).
Una buena torrija de briox con helado de nata.
Y un notable lingote de cacao -de mejorable textura, pero de magnífico sabor- con aceite, sal y… ¡Trufa!
En definitiva, un firme candidato al premio Cocinero catalán del año y una inyección tanto de moral como de esperanza respecto el futuro de la cocina de Lleida.

Bodega: Biu Negre 2011 (Pinot Noir). Bodegues Biu. DO Costers del Segre.
Precio: 25 €. Ni os están traicionando vuestros ojos, ni hay una errata en el precio apuntado, simplemente se trata de la mejor relación calidad-precio que he visto en mucho, muchísimo tiempo (ninguno de los plato descritos superaba los 4 €). Eso sí, la cubertería y la cristalería del restaurante La Cava son los peones de la partida.

En pocas palabras: Cocina de Lleida “comme il faut”

Indicado: Para descubrir que la calidad no tiene precio, o que, como mínimo, no es tan cara como nos la habían vendido.

Contraindicado: Para los que no creen, y no quieren recaer en su error, que donde comen 25 comen 80 (los comensales que, en un doble turno, son enlatados en el restaurante La Cava).
Mestre Güell 5, Tàrrega (Lleida).
973 311 380
PD: por desgracia, no podré ofreceros el relato completo de los nominados al premio Cocinero catalán del año, pues el restaurante Mas de Torrent permanecerá cerrado hasta marzo.

lunes, 28 de enero de 2013

Fígaro

Soy sabedor de que el contraste de quilates gastronómicos entre el último restaurante que nos ocupó (41º) y el que hoy glosaré podría llevaros a poner en “on” el TDA selectivo del que todos disponemos, por ello, y para evitar verme predicando en el desierto, en esta crónica poco trabajo os dará el separar el grano de la paja –pero que no sirva de precedente, pues “sin ti, mi farragosa prosa, no soy nada”-.

Así que, al tajo.

El pasado mes de mayo –con la vorágine de inauguraciones de restaurantes que asolan el panorama barcelonés, parece que esté hablándoos del paleolítico- el célebre y prolífico grupo San Telmo (Tantarantana, El Canalla, Santana…) –sigo sin tener muy claro si sus restaurantes son de los que cardan la lana o de los que se llevan la fama- presentó en sociedad al “restaurante” Fígaro.

Comillas que responden al hecho que el bello –santo y seña del grupo de restaurantes de Isidre Marquès- Fígaro es mucho más, y a su vez, mucho menos, que un restaurante.
Mucho más porque sus horarios son más propios del “Badulaque de Apu” que de un restaurante (de lunes a viernes de 9 de la mañana a 1 de la madrugada, y los sábados de 12 del mediodía a 3 de la madrugada) y, en consecuencia, Fígaro es una casa de comidas total (desayunos, almuerzos, meriendas, cenas… nada se le resiste), o porque su oferta de cócteles, muy pensada para los “after work”, trasciende de la de los restaurantes “normales” –esto es, los que no conocen otro vermut que el Martini pero tienen un gin-tónic para cada día del año-.
Mucho menos porque su propuesta gastronómica es limitada cuantitativa y cualitativamente.

Y así, mi experiencia, secundado por dos escuderos, en el restaurante Fígaro fue la que sigue.

Una copa del día (un correcto gin-lemon por 5€) y dos Negronis (7€ por cada aperitivo florentino de principios de siglo (XX, claro), por cierto, muy bien ejecutados -aunque, todo sea dicho, es un cóctel para “doomies”-) en mano –recordad que éramos tres, no es que tuviese muchas penas que ahogar-, nos pusimos a ojear –la hache que falta no es una errata, pues a una carta de una sola hoja solo puede echársele un ojo y no hojearla- la carta del restaurante Fígaro y, de entre una propuesta formada por tapas clásicas, ensaladas, unos huevos Benedict que tiraban mucho pero que fueron vetados por nuestros respectivos sistemas cardiovasculares, hamburguesas y sándwiches, nos lanzamos a los brazos de:
Una correcta croqueta de pollo y verduras (1€). A años luz de las tops barcelonesas. Tampoco por precio, pues en el restaurante Pijama ya se han encargado de romper el mercado “croquetil” con un precio de escándalo de la mano de una grandísima calidad.
Unos correctos –lo sé, me repito más que el ajo, pero éste fue el denominador común de la mayoría de los platos que dieron forma a la cena en el restaurante Fígaro- nachos con guacamole (6,5€).
Un correcto dúo de hamburguesas, de las que lo más destacado que podría decirse sería su perfecto punto de cocción, y lo menos el tenue sabor de la carne y su mejorable textura, encarnado por:

La hamburguesa Manhattan (10€): hamburguesa con tomate, cebolla caramelizada, mayonesa y rúcola.
La hamburguesa Marco Polo (12€): filete tátaro marcado a la plancha, con brie, aguacate, tomate y lechuga.
Acompañadas por unas patatas fritas, calientes y crujientes pero congeladas (2€).
Permitidme un breve paréntesis a propósito de la plaga de hamburguesas que campa a sus anchas por las calles de Barcelona: como las de la barra del Coure no las encontraréis, y tan buenas y tan baratas como las del restaurante Pijama, tampoco.

Retomemos la cena en su momento menos lucido: un muy flojo Club Sándwich (8€) –y tiene delito la cosa, pues mira que es sencillo ofrecer algo mínimamente lúcido en el terreno del bocata hotelero por excelencia-.
Un muy buen “lemon pie” (5€): sin duda, junto con el Negroni, el mejor momento de la velada.
Un correcto bizcocho de frutos secos y zanahoria (5€).
Y un discreto –una imagen, en este caso, un color vale más que mil palabras- helado de vainilla (4,5€).
En definitiva, está claro tanto que, ni proponiéndomelo, soy capaz de contener mi verborrea, como que en el restaurante Fígaro no encontraréis ni la mejor croqueta, ni la mejor hamburguesa, ni los mejores cócteles de Barcelona, pero sí que disfrutaréis de una correcta versión de éstos en un más que agradable ambiente.

Bodega: De las tres, literalmente, sobrepreciadas referencias tintas del restaurante Fígaro nos quedamos con la mejor de ellas –el tuerto en el país de los ciegos-: Entrelobos 2011 (Tinto Fino). Viñedos Singulares. DO Ribera del Duero. (17€)
Precio: 33 € (los mediodías, disponen de una propuesta por 9,5€)

En pocas palabras: Happy “Meals & After Works”.

Indicado: Para los que los restaurantes son, principalmente, un punto de encuentro.

Contraindicado: Para los que comparten la sencillez de gustos de Oscar Wilde y solo les gusta lo mejor.
Muntaner 212, Barcelona.
93 200 33 46

miércoles, 23 de enero de 2013

41º

Aviso para navegantes (los que tengan dolor de cabeza o sean más alérgicos a mis achaques de verborrea que un gato al agua, bien harán en obviar la lectura del siguiente párrafo):

Esta es, tal vez, una de las crónicas más difíciles de escribir. Y no lo es ni por su bíblica extensión ni porque no tenga meridianamente claras mis impresiones sobre la nueva propuesta gastronómica de Albert Adrià. Lo que convierte en hercúlea la tarea que acabo de comenzar -y que, a la postre, determinará el valor de esta crónica- es si soy capaz de contextualizar mi cena en el restaurante 41º. Y así es, pues no creo que exista sobre la faz de la tierra una cocina sepultada por más expectativas y apriorismos de toda clase y condición que una firmada por un tal Adrià (aunque su nombre no sea Ferrán) y, en consecuencia, mis palabras corren el riesgo de convertirse –por culpa mía, pero también por el sesgo que provocarán vuestros prejuicios al leerlas- en las más subjetivas que haya publicado en esta tribuna digital. Sé que no cabe en gastronomía la objetividad absoluta, pues nos movemos por el terreno de los sentidos, de la subjetividad que impregna toda percepción, no obstante, cuanto menor es en una crítica el calado de la objetividad más tiránica deviene –y creedme, jamás es ésta mi intención-. Y ya sin más subterfugios, he aquí cómo, alguien que disfrutó los años 2009 y 2011 de elBulli –no es gratuito este apunte- , ve el restaurante 41º.

¡Welcome to the 41º Experience!
Bienvenida que es toda una revelación de lo que en la antigua coctelería del restaurante Tickets ahora se cuece, pues los 41 servicios, en los que los cócteles abandonan su clásico rol de meras comparsas, que conforman el menú degustación del restaurante 41º constituyen una experiencia difícil de catalogar –un servidor no tiene ninguna duda de que estamos ante una manifestación artística- que, seguro, trascienden de un mero ágape.

Soberbio, colosal, espectacular…-y así me podría tirar todo el día- menú degustación, en el que, no obstante, la técnica roba más protagonismo al sabor –éste es, en menor o mayor grado, el mal necesario, ese peaje común a todos los restaurantes de autor- que en el servido en Cala Montjoi, y en el que el producto sufre más daños colaterales que, por ejemplo, en los menús de otros “Tops” (i.e. Mugaritz, Celler de Can Roca, Calima o Quique Dacosta).

Y tras este fogonazo de subjetividad, soseguémonos con unas líneas de la pura objetividad que ofrecen los datos.

A nadie escapa que el restaurante 41º palpita al ritmo de Albert Adrià (artífice de muchas de las creaciones y también padre de algunas de las técnicas más célebres y celebradas de elBulli, y talentoso, metódico, exigente, perfeccionista y algo huraño cocinero que se refugió unos años en el restaurante Inopia y que a su regreso al circo gastronómico está demostrando todo su arte y brillando con luz propia en los restaurantes Tickets y 41º).
No obstante, sin un gran equipo detrás, la genialidad de un cocinero va cogiendo polvo dentro de la lámpara y, por ello, Albert Adrià se ha rodeado de 15 excelentes profesionales para conquistar a 16 comensales. Un equipo distribuido entre cocina (10) y sala (5) y formado por Sebastián Mazzola (dirección creativa), Oliver Peña (jefe de cocina), Marc Álvarez (jefe de coctelería), Sergi Vicente (jefe de sala), Cristina Losada (sumiller), Kaya, Mario, Josep, Jordi, Eric, Sergi, Diego, Egber, Juan, Junajo, Adalid, Laia y Grace.
Una sala que, seguro, a nadie dejará indiferente y de la que me cautivó tanto la cercana profesionalidad de su equipo como su sorprendentemente confortable -teniendo en cuenta que es más propicio a la copa y al puro que a una comida- mobiliario, contrariándome algo la performance que “ameniza” la velada. En este sentido, creo que la magia que encierran los platos de la 41º Experience convierte en fútil –y lo que es peor, casi en una distracción (en su primera acepción)- el juego de luces y sonidos, más propio del Piromusical de la Mercè, que viste las paredes del restaurante 41º.
Y una cocina que hará lo propio.

En mi caso, el medio centenar de creaciones encargadas de deleitarme, de enternecerme, de erizarme la piel, de llevarme de viaje, de sorprenderme… pero también de disgustarme -y casi de enfurecerme-, en definitiva, de emocionarme, fueron:

Un homenaje al Paralelo servido en forma de un excelente vermut “Burlesque”: ginebra, mandarina, Aperol, vermut, Campari, tónica y tomillo.
Un interesante paisaje otoñal (frambuesa con wasabi; hoja de cacao, lima y canela; naranja caída; y corteza casera con aceituna y yuzu) en el que el divertimento más destacado fue la corteza.
Una tan bella como gustativamente liviana crisálida de flor de sauco y mora silvestre.
Un buen vino de Granda (vino tinto con zumo de granada y envejecido en una barrica de ratafía) para acompañar a una excelente esferificación de oliva Kalamata y a unos simples, aunque sabrosos, taco de queso feta y tomate cherry en aceite.
Una pera impregnada en remolacha, yuzu, regaliz y naranja.
Una perla de sésamo.
El, tal vez, más meritorio de los cócteles ofrecidos y que respondía al nombre de “Pizzicato Five”: sake, soxu, cardamomo, vainilla, citronela…
Unos tentáculos picantes.
Una “espardeña” de alga nori con quinoa.
Y, por fin –demasiada espera para tanta expectativa-, las primeras lágrimas de la velada, provocadas por un delicado a la par que intenso consomé de “escudella” con trufa blanca, acompañado por una colosal costillita de “carn d’olla”.
La clásica (servida por primera vez en elBulli en su menú de 2003) Airbaguette de jamón Joselito 5 años reserva.
Un sotobosque de ceps (polvorón de ceps) y parmesano (canelón de parmesano, “pane guttiau” y limón).
Un corazón de alcachofa con crema de anchoa, servido enterrado en una tierra de parmesano y panko (tierra que, por desgracia, era la protagonista sápida del conjunto).
Las, seguramente, dos creaciones del capítulo “salado” menos lucidas, pues en ambas alguno de los componentes ensombrecía por completo el resto (tras cada una, apuntaré una creación similar, pero redonda, ofrecida en elBulli), encarnadas por:

El caviar con vodka de avellana y berenjena ahumada –solo existían las avellanas y, sobre todo, la berenjena- (angulas con avellanas).
La ostra con borch (apio, remolacha…) y caviar –se busca el caviar, recompensa, la ostra con becada o la becada con ostra de elBulli-.
Y tras lo menos lúcido del menú, dio comienzo un magnífico (gustativa y visualmente) viaje por parajes:

Nórdicos: nevado (nieve de vinagre) paisaje de “la tostada” (pan de malta, cebolla roja, crema agria, hierbas y ternera) “y su zanahoria” (gelatina de remolacha, zanahoria, pan de malta, crema agria y rábano picante).
Mejicanos: ámbar de miel de agave, tequila y lima; y ravioli de maíz con lima, cilantro y chipotle. El restaurante Yaguarcan (parto previsto en el Raval para mediados de año) apunta muchas maneras.
Vietnamitas: magnífico “Banh mi sándwich” ¡De cochinillo!
Peruanos:pisco sour; taco Don Pedro (cebiche de corvina con leche de tigre); y la causita (patata, aguacate, ají y mayonesa nikei) con ventresca de atún y su ensalada ordenada –¿La versión peruana de nuestra ensaladilla rusa?- Dos bocados que me dejaron con muchas ganas de Pakta (el restaurante de comida peruana que los Adrià y los Iglesias en breve abrirán al lado del Rías de Galicia) y en los que Albert me demostró más que Gastón Acurio en todo un menú.
Japoneses: temaki de atún picante (de desagradable sabor por su salinidad pero de interesante postgusto); caracola de navaja con miso, nori y sésamos (blanco y negro); y erizo de mar con boniato, yogur, lima y gelatina de mandarina –sigo devanándome los sesos sobre si la atenuación que de las notas yodadas del erizo aportaban el boniato, el yogur, la lima y la mandarina potencia, o no, el sabor de éste. Se aceptan opiniones, como siempre-.
Y mediterráneos: fideuá de enokis y espardenyes; albóndiga de guisantes con consomé de jamón y atsina; solomillo con patata soufflé gelatina de vinagre y salsa bearnesa –la carne, a pesar de su calidad, no estaba a la altura del resto de productos del menú (soberbios todos)-; judías 2012 (judías elaboradas una a una, papada, ajo y pimento); torta Cañarejal con trufa negra y merengue de miel; y castaña de recuit (recuit, higos y miel). Paisajes mediterráneos (principalmente la albóndiga de guisantes con consomé de jamón, y las judías 2012) que contemplé entre sollozos de emoción –sin duda, el mejor momento de la cena-.
Paisajes que dieron paso a los momentos dulces protagonizados por:

Unos tacos de piña impregnada en una suerte de cóctel caribeño; y coquitos (avellana, coco y manteca de cacao).
Un tiramisú en dos texturas: buena, sin más, la interpretada por un “taco” de bizcocho de café con mascarpone; e impropiamente simplona la escenificada por un capuccino de Bayleys y mascarpone. ¡Qué mal pinta el futuro del postre más maltratado del mundo si ni en el restaurante 41º uno puede encontrar una sesuda versión del tiramisú!
Un excelente cup cake de tarta de limón.
Un muy buen sablée de té verde y mandarina.
Un impecable merengue de grosella negra y helado de yogur y limón.
Y un cuarteto de buenos bombones–pesó el recuerdo de la Caja Mágica de elBulli-: polvorón de hueso de melocotón, roca mimética, cacahuete de chocolate blanco y bombón de Campari.
Y tras obligar al restaurante 41º a saltar un listón que ni Sergey Bubka, he aquí el corolario de esta crónica:

En definitiva, el restaurante 41º no es elBulli, pero se le parece mucho. ¿Demasiado y, paradójicamente, demasiado poco? Para muchos de los que pudimos disfrutar del romanticismo de elBulli, probablemente, sí. Para el resto del mundo, para la salud de la cocina española, para la imagen de Barcelona…, en cambio, es una dicha tanto que un pedacito del espíritu de Cala Montjoi siga vivo, como que en la familia Adrià el talento, la genialidad, la capacidad de trabajo… se lleven en los genes.

Bodega: Rectorie Argile 2010(Garnachas blanca y gris). Domanie Rectorie. AOC Colliure.
Precio: 200 € + vino

En pocas palabras: El mayor espectáculo gastronómico de Barcelona, de Catalunya y de España.

Indicado: Para los que no pudieron disfrutar de elBulli.

Contraindicado: Para los que disfrutaron de elBulli e ignoran que es irrepetible.
Avinguda del Paral·lel 164, Barcelona
Compra de tickets en la web del restaurante