jueves, 28 de marzo de 2013

Arola Arts (IV)

Miguel Ángel por Mauro.

María por Marco.

¿Y Sergi? Hay cosas que no pueden y que no deben cambiar.

Cambios de cromos, el primero en la dirección de la cocina y el segundo en la de la sala, uno “chulo” y el otro “repe” –a pesar de la amabilidad de su personal, sigue la sala no estando a la altura de la cocina-, para ponerle el freno a la nueva andadura –todo un infanticidio, pues solo gateaba- de la propuesta gastronómica del restaurante Arola Arts.

Un breve caminar por los viejos derroteros –parece que el “obulato” y el resto de potingues que integran la edición especial para cocinas del “Quiminova” son ya casposos- de la vanguardia gastronómica que ha virado para retomar la senda de una cocina que nunca pasará de moda y a la que Sergi Arola fue de los primeros en vestir de largo –antes de ponerse en las manos de Sergi, o en las de Carles, ni en sus mejores sueños, nuestras tapas y platillos se hubiesen imaginado desfilando por las pasarelas de la alta costura gastronómica de París, Tokio o NYC junto con las consagradas creaciones galas-.

Es cierto que en mi última crónica sobre el restaurante Arola Arts (hace justo un año) celebraba el nuevo rumbo de su propuesta gastronómica, pero no es menos cierto que, tras el almuerzo de ayer y con la perspectiva que solo el tiempo otorga, debería aplaudir hasta con las orejas el paso atrás que Sergi Arola ha obligado a dar a este restaurante que en breve celebrará su décimo aniversario.

Retroceso únicamente circunscrito a lo temporal –la tapa y el platillo de altura fueron siempre las señas de este restaurante que convirtió al Hotel Arts en uno de los primeros hoteles gastronómicos de nuestra ciudad-, pues hoy en día es mucho más fructífero intentar abrir las puertas del cielo gastronómico y llegar a los paladares y corazones del personal con patatas bravas, croquetas, escabeches, frituras marineras o tártaros que con paisajes cargados de tierras, esferificaciones, nieves, bizcochos exprés…

Y así, de la vieja pero nueva y mejor cocina del restaurante Arola Arts, y en el marco que ofrece uno de los espacios gastronómicos más privilegiados de Barcelona, puede disfrutarse de la mano de un sugestivo menú degustación (10 servicios = 75 €), al que esta Semana Santa y hasta el próximo domingo se le ha unido otro preparado ad hoc para esta festividad (también por 75€ –no hay mejor excusa que la cuaresma para disfrutar del cangrejo real, de un ajoblanco con gamba de Palamós o de una coca de sardinas-) o de una comida a la carta, de tapas, por supuesto.

Y pues se han recuperado para la causa del restaurante Arola Arts la tapa y el platillo, en mi almuerzo de ayer hice lo propio y me zambullí en su carta. Tranquilo pero muy placentero baño propiciado por:

Un buen servicio de pan, aceite, tomate, ajo, sal…

Un irregular cuarteto de aperitivos:

Sobresaliente, por delicado, el tártaro de lubina, fresas y coliflor.

Notable la tortilla de camarones.

De bien el potaje de butifarras y habas.

Y aprobado raspado para el rigatoni a la “carbonara” –comillas que responden a la crema de leche sobre la que se edificaba una tan falsa como mediocre carbonara- trufada –por más inri la mantequilla de trufa era la única protagonista-.

Las clásicas –aunque menos perfectas, principalmente en apariencia, que lo que acostumbran a ser- patatas bravas de Sergi Arola –junto con las del restaurante Bohèmic, aunque en mi última visita también noté que éstas estaban en sus horas más bajas, las mejores bravas de Barcelona y, por ende, del mundo-.

Una interesantísima evolución de las últimas en forma de una sabrosamente divertida tortilla de patatas.

Unas muy buenas puntas de calamar a la andaluza (perfecta la fritura) con mayonesa de tinta de calamar.

Una excelente versión de un revoltillo de espárragos verdes (revoltillo cremoso de espárragos, espárragos al dente y tierra de pimientos escalibados).

Una buena, pero algo falta de aderezo, “tagliata” de presa ibérica con queso Idiazábal, pistachos, manzana y guindilla.

Una tan buena como sencilla "esqueixada” de morro de bacalao.

Un antológico –sin duda, por el binomio delicadez-potencia de sabor que ofrecía, el mejor plato del ágape- escabeche de pescados de roca y verduras.

Los que hubiesen podido ser, por la calidad tanto de la farsa como de la pasta, unos excelentes mini-canelones de pollo y colmenillas, pero que se quedaron en unos notables canelones de trufa y pollo por obra y desgracia de una pasta de trufa que anulaba por completo a las colmenillas y ensuciaba el sabor de la farsa.

Las bravas dulces (piña, coco y frambuesa) de Sergi Arola haciendo las veces de un notable pre-postre.

Un dúo de postres con un cuádruple denominador común: su intensidad de sabor, su frescura, su mérito técnico y, como ya habréis advertido, su excelencia, encarnados por:

Un pastel de calabaza, chocolate blanco, maracuyá, pomelo y kumquat.

Y una tan libre como buena versión del arroz con leche –no voy a desnudarla, y así, con averiguar lo que encierra esta magnífica creación y con disfrutar del escabeche de pescados de roca, ya os habré dado dos pretextos de peso para justificar la excursión al Port Olímpic-.

Y unos buenos, sin más –excepto la chuche de maracuyá-, petit fours, tras los que siguió el café (correcto), la copa (excelente coñac Leopod Gourmel, Age de Epices, 20 Carats) y el puro (Edmundo 375 Aniversario de Montecristo) -el almuerzo y el espacio lo demandaban a gritos-, todo ello disfrutado en uno de los más bellos balcones al mar de Barcelona.

En definitiva, el restaurante Arola Arts está, de nuevo, en la senda que, según Sergi, nunca debió abandonar, esto es, en la de ser la casa de tapas y platillos de autor a la que los barceloneses acudan para pasárselo teta.

Bodega: Las cosas que funcionan, mejor ni tocarlas, y así, Joan Arboix sigue con las riendas de la bodega de restaurante Arola Arts. Algueira Merenzao (Merenzao). Adega Algueira. DO Ribera Sacra.

Precio: 90 €

En pocas palabras: Más ¡Mmmmm! y menos cata. Más cocina y menos laboratorio.

Indicado: Para los que creen –o mucho cambian las cosas o, en breve, estaré de lleno con ellos- que la cocina debe disfrutarse más con el corazón que con la cabeza.

Contraindicado: Para los que siguen reservando a la tapa y al platillo el triste papel de alimento rápido y barato.

Hotel Arts, Marina 19-21, Barcelona
934 838 090

viernes, 22 de marzo de 2013

El Tossal

Érase una vez, concretamente, hace 35 años –con esta precisión impropia de un cuento, la poca magia que podía tener esta introducción se ha ido al traste-, un cazador que, junto a su esposa, decidió adentrarse en el reino de la restauración y construir allí su morada: el restaurante Tossal.

Él cazaba y se lo guisaba. Ella guisaba.

Y los inviernos se sucedieron en el restaurante Tossal, cazando y guisando, guisando y cazando, y la gente del barrio de Gracia era feliz comiendo perdices, y tordos, y becadas, y también caza mayor.

Como os iba contando, entre cañonazos y sartenazos pasaban los días en el restaurante Tossal, pero todo iba a cambiar –aunque en ese momento nadie hubiese dado un duro por ello- con la entrada en escena de la jovencita Raquel – permitámonos creer, como guiño a los niños que un día fuimos, que vestía de rojo-.

Una Raquel que inmediatamente se prendó de la modestamente sabrosa cocina de la modestamente –si antes había entrado en liza su segunda acepción, ahora debéis leer la tercera- oscura casa de comidas del cazador y su esposa.

Y así, los paseos de Raquel, con parada y fonda en la calle Tordera 12, se fueron sucediendo, cada vez con más asiduidad. Cuanto más comía en el restaurante Tossal, más quería verse de nuevo entre sus mugrientas paredes. Cuanto más comía en otras casas de comidas, más extrañaba el buen hacer entre fogones y el familiar trato del cazador y su esposa.

Siguieron las estaciones devorándose unas a otras, y un día –un lustro atrás-, la ya no tan joven Raquel recogió el testigo –no son los cuentos lugar para hablar de traspasos- del restaurante Tossal de las viejas manos del cazador.

Y de la mano de Raquel la alegría inundó las paredes –aunque no os lo creáis, antes eran mucho más tristes- y regresó a la cocina del restaurante Tossal.

Una cocina de la que, con la ayuda de Miquel, Raquel sigue sacando –cual si de una chistera se tratase, pues el conejo no falta a la cita con la carta del restaurante Tossal- los platos de ayer –la caza y el foie del cazador y su esposa- y los de hoy –las tapas y platillos de todos y las ensaladas, cremas y escabeches de Raquel-.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. Y en adelante nada más os espera, que el relato de una cena con solera.

Cena a la que, tras un prefacio a cargo del cada vez menos omnipresente vermut Yzaguirre -elegido para acompañar las aceitunas que hacen las veces de aperitivo de la casa-, dieron forma:

Un correcto servicio de pan, aceite, pimienta y sal.

Unos buñuelos de bacalao cuyo recuerdo, y a pesar de cierto mérito, se diluyó rápidamente en el océano de platos sin historia que inunda mi mente por culpa de la alargada sombra que sobre ellos proyectaron los que al día siguiente disfruté en el reusense restaurante El Pa Torrat –aunque, siendo justos, debo señalar que, los del Pa Torrat son, tal vez, los mejores buñuelos de bacalao del mundo-.

Y tras un plato que podría conduciros al equívoco de creer que me tomo en serio eso de la cuaresma, el resto de una cena que deja patente la confesionalidad abierta de esta tribuna y lo laico de quien os escribe –también a ti, coronel-:

Un excelente foie “El Tossal” –excelencia circunscrita únicamente al micuit, y no a la dulzona salsa que lo acompañaba, por suerte, a una distancia prudencial-.

Unas buenas –de mejor sabor que textura-, aunque algo aceitosas, croquetas de jamón.

Una notable butifarra dulce de cebolla acompañada con una, de nuevo, dulzona salsa (un caramelo –aunque se anunciase como reducción- de vino tinto).

Un buen civet de jabalí.

El que hubiese sido un mucho mejor plato –un gran plato-, dada la calidad del lomo de ciervo, de no mediar, de nuevo, un dulzón acompañamiento. En esta ocasión, el triste papel lo interpretaba una salsa de sauco con más azúcar que uno de los refrescos XXL que el alcalde Bloomberg intentó, fallidamente, proscribir de las calles de NYC.

Una D…, DU…, DUL…, DULZ… -si alguien todavía no tiene la certeza de cómo seguirá esta frase, que abandone la lectura de esta crónica y llame rápidamente al neurólogo-, sí, dulzona crema catalana, aunque, por desgracia, éste no era su peor achaque, sino que lo encarnaba el abuso de Maizena.

Un correcto –sin duda, parte de su mérito se quedó en el horno en el que pasó demasiado tiempo- pastel de queso.

Un buen tiramisú –ni el plus de café que le faltaba ni el Cointreau haciendo las veces de Amaretto fueron óbice para su disfrute-.

Un muy buen -sin duda, el mejor de los postres- pudin de manzana y pasas.

Y una buena coca, anisada y en su justo punto de cocción -esto es, "comme il faut"-, como petit four.

En definitiva, un restaurante que, por su propuesta gastronómica –el foie y la caza, por este orden, siguen siendo sus grandes reclamos- y por la relación calidad-precio de ésta, y a pesar de algunas ejecuciones mejorables y de composiciones gustativas demodés, merece ser descubierto.

Bodega: Pruno 2011 (Tempranillo y Cabernet Sauvignon). Finca Villacreces. DO Ribera del Duero.

Precio: 35 € (precio medio: 30€-45€)

En pocas palabras: Un cuento de bolsillo: foie, caza y dos páginas más.

Indicado: Para los que gastronómicamente también rehúyen los “bestsellers” y gustan de refugiarse en la cálida y sabrosa sencillez.

Contraindicado: Para los que cuando cenan caza, quieren desayunar caza o, en otras y más entendibles palabras, para los que creen que la potencia sin control no sirve para nada, excepto si del sabor de los platos de caza estamos hablando.

Tordera 12, Barcelona.
93 457 63 82

martes, 19 de marzo de 2013

Tanta

Como anticipaba en el epílogo de mi última crónica, hoy nos ocupará un restaurante cuya visita se me había resistido -en puridad, yo me había resistido a visitarlo-. Y tras esta palmaria demostración de que la propiedad conmutativa es extraña al lenguaje, y de confesaros que mi comida en el restaurante Tanta no estaba exenta de apriorismos, es ya el momento de atacar, de acometer –seguro que más de uno ya se relamía creyendo que hoy iba a haber más violencia gratuita que en una película de Stallone-la tarea de sintetizaros lo qué Gastón Acurio se trae entre manos en este antiguo párking del ensanche.

Y pues así me he obligado, vayamos por partes.

En primer lugar, debo reconocer que me apetecía menos visitar el restaurante Tanta que a un niño atacar –de nuevo, entendido como “ponerse a”, pues seguro que le faltaría tiempo si de la, por desgracia, más común de sus acepciones hablásemos- un plato de espinacas congeladas.

Y, sin duda, me faltaban ganas pues me sobraban prejuicios. Pesado lastre de prejuicios que traían causa en los numerosísimos inputs negativos que, a pesar de más de una buena -¿Y cautiva?- crítica, desde su apertura, había recibido sobre el restaurante Tanta e, igualmente, en la cena que hace unos meses me había regalado en el madrileño, afamado –¿Sobrevalorado? Ahora no me muerdo la lengua: sí- restaurante Astrid y Gastón –si a bordo del buque insignia de Gastón Acurio había naufragado, cómo iba a aventurarme a surcar los mares en su barco de recreo-.

¿Y por qué, finalmente, me dejé abrazar, de nuevo, por los tentáculos –todos los componentes de la lista de los 20 chefs más influyentes del mundo los tienen (Madrid Fusión dixit)- de Gastón Acurio?

Porqué en una legañosa –y algo resacosa- mañana de sábado me dio mucha, pero que mucha pereza rebatir la decisión de uno de mis compañeros, ocasionales, de fatigas gastronómicas –ya veis, una razón de peso-.

¿Y qué me deparó mi visita al rey –hasta que, en breve y previsiblemente, el restaurante Pakta le robe el cetro- de la cocina “nikkei” barcelonesa?

Lo esperado, pero también algo más y mejor.

Más, sin duda, por las dimensiones del restaurante Tanta (150 comensales es su capacidad), pues dejaban en una caja de cerillas la imagen mental que de este restaurante me había construido.

Mejor, por su profesional, atento y amable servicio –puede que en la Castellana gasten de las dos primeras, pero os aseguro que de la última, nanay-, por su acogedora sala –y ello a pesar de los consustanciales a su tamaño aires de merendero que se respiran, particularmente, en su mitad más alejada de la entrada- y por algunos muy meritorios platos.

Y lo esperado, pues, a pesar de las buenas sensaciones que dejaron algunos platos, especialmente del capítulo “entrantes” –arrancada de caballo, parada de burro-, sigo siendo inmune a la fiebre por lo “nikkei”, sigo sin ser fan de Gastón Acurio.

Y ya sin más dilación, he aquí todo –tras las partes, el todo- de mi almuerzo sabatino en el restaurante Tanta.

Un buen pan de patata para ser bañado en un flojo, por tenue, mojo de tomate, ajo y aceite.

Una excelente –sin duda, por sabrosa y bella, lo mejor del ágape- causa limeña: majado de patata y ají amarillo con bonito, aguacate, tomate y huevo.

Una muy buena empanada de gallina y ají.

Un dúo de platos ante los que veneran la cocina “nikkei” seguro que se reverenciarían pero a los que, por relegar a un buen producto a mera comparsa, no puedo no dar la espalda, encarnados por:

Un correcto cebiche nikkei: atún, leche de tigre y tamarindo.

Y un mucho mejor tiradito clásico: corvina, ají y maíz.

Un correcto anticucho (brocheta) de corazón de ternera con salsa ocopa –lo mejor del plato-.

Una triste, por barroca y de más que mejorable ejecución –una suerte de arroz tres delicias sin ninguna de ellas-, composición de pierna de pato estofada, arroz al cilantro y salsa de cebiche.

Un buen, pero no apto para diabéticos –creo que, dado su dulzor, solo de verlo puede darles una crisis-, suspiro limeño (dulce de leche peruano, canela y merengue de Porto).

Y un queso helado que, por su textura cristalizada, fue invitado a abandonar, casi tan rápido como una persona cuerda, sin traumas de infancia, sin los hábitos sexuales de un conejo –ya me entendéis- la casa de Gran Hermano, nuestra mesa. No obstante, es de justicia señalar que no se me cobró el postre, que observé como desde cocina lo escudriñaban tras ser devuelto y que, acto seguido, recibí una sincera –o eso me pareció- disculpa por parte del responsable de sala.

En definitiva, y a pesar de que lo intento –sabe dios que lo hago-, sigo sin sucumbir a los encantos de la cocina peruana. Veo su potencial, la paleta de nuevos sabores que ofrece, pero creo que sus composiciones gustativas, como mínimo en nuestro país, están más cerca de Altamira que del Moma –tampoco me gusta todo lo que encierran las paredes de éste último, principalmente, cuando el sabor se pone al servicio de la estética-.

Bodega: Fenomenal 2011 (Viura y Verdejo). Bodega Ángel Lorenzo Cachazo. DO Rueda.

Precio: 40 €

En pocas palabras: Un restaurante para el recreo, pero no para recrearse.

Indicado: Para descubrir la cocina de uno de los chefs más influyentes del mundo y uno de los restaurantes más de moda, también, del mundo –no lo digo yo, sino la publicación americana Zagat-.

Contraindicado: Para los que lo señalado en el “Indicado” no hace las veces de poderoso sazonador.

Còrsega 235
936 674 372