Hay restaurantes que triunfan sin tener un concepto (la columna vertebral), aunque dicha dicha suele ser más efímera que un beso sin sentimiento.
Otras casas de comidas con un lúcido concepto gastronómico fracasan por la poca lucidez en su desarrollo. Así como el sino de un cuerpo sin esqueleto es arrastrarse por el suelo, el lugar de un esqueleto sin chicha (la que ponen la excelencia en el servicio diario, su sala, su cocina…) es el camposanto.
Y tras mi visita de hace unos días al restaurante Sala de Despiece (una tradicional taberna del madrileño barrio de Chamberí vestida de sala de autopsias) no me queda otra que afirmar que “este muerto está muy, pero que muy vivo”.
Y fuertes son las constantes vitales del restaurante Sala de Despiece (y las de su hermano mayor Academia del Despiece) pues su creador, el mallorquín Javier Bonet, ha sabido dotar de mucho músculo a un muy buen concepto gastronómico: la tasca 2.0., o la taberna del S.XXI.
Sin duda, lo mejor del restaurante Sala de Despiece, además de su concepto, son: un magnífico servicio -¡Bravo por Julen, Paul y compañía!-, una sugestiva y pedagógica carta en la que el producto, cocinado como aquí y como allá (pertinente -cuando toca, toca, y cuando no, no-cocina fusión), es el protagonista, y un ambiente mucho más de disco que de morgue -a lo que se parecen muchas tascas o tabernas “viejunas”-.
Apuntado parte del haber de la Sala de Despiece, estos son algunos de sus debes: una sala, en algunos servicios, más bulliciosa que Pacha Ibiza, en la que los taburetes -sí, puede que os toque comer de pie- van más cotizados que los botellines de agua en las fiestas de la Reina de la noche ibicenca y en la que son las propias extremidades las que mayor riesgo de despiezo corren, y algunos platos que en el papel dejan buena parte de su mérito.
No obstante, la balanza de los pros y contras del restaurante Sala de Despiece claramente se decanta hacia el lado del “no os la perdáis”.
Si me hacéis caso, además de cargaros las pilas con su buen ambiente, podréis disfrutar de:
Unas correctas patatas fritas con sal de tomate que harán más llevadera vuestra espera, pues son el aperitivo de la casa que se entrega al comensal cuando entra en lista.
Un notable tártar de pez limón, aderezado con yemas de erizo y de huevo, salsa ponzu, alga nori y brotes marinos picantes, al que solo afeaban las invasivas tortas de arroz que lo acompañaban.
Unas excelentes berenjenas en escabeche, con su escabeche emulsionado, sardina ahumada y Tajín.
Una barroca composición de alcachofas, anguila ahumada, crema de stracciatela, granada al vinagre blanco, aceitunas negras al vinagre balsámico y almendras, que sería más con mucho menos. Menos alcachofa (esto es, mejor repelada) y menos batiburrillo (alcachofa, anguila, stracciatela, y aceitunas negras son ya una mano ganadora, mientras que el requeté-póquer exhibido, además de tramposo, era imposible).
Un carpaccio de chuleta con tartufata, tomate, aceite y sal que puede que guste a los carnívoros neófitos, pero que es todo un sacrilegio para los que profesamos verdadero amor por la carne de verdad -una buena chuleta, como la belleza, mejor al desnudo, sin maquillaje-.
O de dos muy buenos postres de queso brie y dulce de leche: flan y helado.
En definitiva, una tasca de siempre, pero rejuvenecida en su ambiente, refinada en su cocina y lustrada en su sala.
Bodega: Compuesta por una veintena de interesantes (por su relación calidad-satisfacción-precio) referencias, disponibles tanto por copa como por botella, y de la que me quedé con: Botani 2014 (Garnacha), Jorge Ordóñez & Co., V.T. Sierras de Málaga.
Precio: 30€. Precio medio: 20€-40€
En pocas palabras: Jaleo y buen comer 2.0.
Indicado: Para los que el “come, reza, ama” nos sabe mejor como “come, vive, ama”
Contraindicado: Para los que lo que más les gusta de la gastronomía monacal no son sus dulces conventuales sino sus mudos refectorios.
Ponzano 11, Madrid
917 526 106
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