martes, 28 de julio de 2015

Manairó

El restaurante Manairó era la única Estrella Michelin barcelonesa que no brillaba en esta bitácora. Falso, tampoco encontraréis ninguna entrada sobre el restaurante Via Veneto, pero es que los viajes en el tiempo suelo hacerlos sin cámara ni bloc de notas en mano, no fuera a ser que rompiese el continuo espacio-tiempo.

Laguna que traía causa no en el desconocimiento de la cocina de Jordi Herrera, sino en el hecho que, en mi única visita al restaurante Manairó (en 2008 y justo la noche en la que lo bendijeron –aunque muchos restauradores renieguen de ellas, ayudan a pagar muchas facturas- con la Estrella que sigue luciendo) su menú degustación me dejó tan frío como esa noche de noviembre.

No sé si será porque ese día tenía las papilas gustativas constipadas, porque Jordi tenía la cabeza en otro sitio o porque el restaurante Manairó ha dado, no un paso sino un salto propio de Carl Lewis hacia delante desde esa fecha, pero sensaciones bien distintas –antagónicas- son las que me ha dejado el menú recién disfrutado y del que, en un suspiro, os daré cuenta.

La brevedad recién apuntada no será hoy un vacuo recurso estilístico y, así, tras unos apuntes sobre Jordi Herrera, su restaurante Manairó y su tripulación, descubriréis una cocina a la que, estoy seguro, querréis hincar el diente.

Me gusta del restaurante Manairó que:

Lejos de hacerle dormirse en los laureles –como en tantas ocasiones sucede-, de resultas de la concesión de la Estrella, Jordi Herrera está dando lo mejor de sí.

Su cocina tenga identidad, la que le confiere Jordi. Un concepto, el de cocina con identidad que, a mi humilde modo de entender, trasciende tanto al de la cocina con personalidad –mucho más genérico- como al de la cocina de autor –vacío de carga cualitativa, pues autores lo son todos, y “haylos” de buenos, pero también de malos-.

En sus platos las recetas se pongan al servicio del concepto.

Su concepto gastronómico sea sabor, sabor y sabor, aun a sabiendas que, con tal receta, puede dejar por el camino a más de un comensal. Me entristecen y son todavía más tristes las propuestas gastronómicas de aquellos cocineros que quieren gustar a todos.

Su sala -por cierto, agradablemente poblada por locales como pocos estrellados de nuestra ciudad- esté impregnada de la identidad del restaurante –para más detalles, deberéis sentaros en alguna de sus acogedores mesas-.

Su equipo, liderado en cocina por Roger (cocinero del que Jordi se quedó prendado cuando era su maestro en el CETT y que, desde los inicios del restaurante Manairó ha sido su mano derecha) y en sala por Enrico y Mónica, actúe como tal y no como una banda de mercenarios –los hay en todas las profesiones, pero lo de los fichajes galácticos en la restauración tienen bisos de terminar peor que los futbolísticos, esto es, en restaurantes sin alma, en S.A.G. (Sociedades Anónimas Gastronómicas)-.

Sus menús degustación sean de los mejores de Barcelona en términos de relación calidad-satisfacción-precio.

Al mío, el largo –la operación bikini la dejo para las que se los ponen o para los que prefieren una tableta de abdominales a una de chocolate al 99% de cacao-, le dieron forma:

Unos “Boca Bits” de lujo en forma de unos crujientes de “cap i pota” con curry.

Un segundo aperitivo que, por calidad, tendría ganado el estatus de ración, de plato. Papada de cerdo cocinada a baja temperatura y acompañada por una emulsión de judías secas con aceite de ajo quemado y laurel y falsas huevas de arenque –lo único sobrante del bocado, por irrelevantes-.

Una pizza frita –los abogados sabemos que las cosas no son lo que dicen las partes, sino lo que realmente son y, en sentido, esto era un buñuelo- de gorgonzola, aderezada con virutas de queso manchego –desaparecidas, aunque tampoco veo muy claro su rol-, y tomate aliñado con trufa y orégano –que el orégano se comiese a la trufa es síntoma que de la primera había muy poca o que ésta no era ni de Soria ni de Graus- tan resultona como simplona. Como en el caso del chupito de pan con tomate y longaniza del restaurante Alkimia, creo que la cocina de ambos Jordis ha superado, y con creces, el nivel de estos aperitivos que los acompañan desde los inicios y que, a pesar de las alegrías y aplausos que les han regalado, deberían guardar ya en el baúl de los recuerdos.

Un buen servicio de pan (blanco y de semillas) de elaboración propia, bien acompañado por la picual jienense de Orze-Oliva.

Una tan interesante como sabrosa versión de la menier, en este caso, de congrio y caballa, expresada como un tataki de caballa acompañado por un granizado de limón y mantequilla, las espinas crujientes (fritas) del congrio y una romana. Y he dicho versión de la menier, pues así se presentaba, aunque, en boca, y por el dominio gustativo del limón y la fritura, más evocaba a una andaluza.

Un buen gazpacho, agradablemente –y acertadamente- subido de pepino, acompañado por una gelatina de fondo de pescado, esferas de vermut y unas escamas crujientes de corvina que hacían perfectamente las veces de picatostes. Un plato perfecto, un fresco y sabroso descenso, para recuperar un paladar que ya acumulaba demasiados bocados de categoría especial -¡Cuánto echo en falta el Tour!-.

Una composición de cocochas de calamar, pil-pil por partes (emulsión de ajo y aceite de perejil) y ajos tiernos bellísima y todavía más sabrosa.

Un colosal caldo de calamar (su secreto, contado por Roger, un buen calamar, una buena cebolla confitada y una olla de hierro –con tanta antiadherencia estamos perdiendo la esencia de algunos sabores que solo se encuentra en esos fondos ligeramente enganchados-), perfectamente acompañado por una flor de guisante y el propio calamar en crudo. Un plato de 10 -¡Qué coño, de 11!-.

Unos golosísimos callos de congrio con butifarra negra de rape y sepia (y su tinta), y judías blancas. Un plato que, sin duda, podría figurar en el mejor de los menús servidos en el restaurante Aponiente. Solo imaginarme una eventual versión de otoño-invierno con lamprea y una butifarra negra hecha con su sangre me pongo… -ya podéis imaginar cómo, y seguro que no soy el único-.

Un buen ravioli de foie, acompañado por parmentier, emulsión de trufa y aceite de café. Un plato que, por su untuosidad y sus notas gustativas, me evocó a un tiramisú, lo que me llevó a plantearme que, si de potenciar este vínculo, por ejemplo, con un toque de ralladura de almendra amarga (potenciaría un café privado de algo de su amargor y restaría algo de potencia grasa al plato), estaríamos ante una composición todavía más redonda.

Una magnífica versión de los huevos estrellados, en forma de unos falsos calamares a la romana de huevo, acompañados con butifarra negra de cebolla y patatas panadera. A mi entender, presentar la reina de los tubérculos como crema o emulsión sería una apuesta doblemente ganadora, pues, además de ofrecer una mayor complementariedad de texturas, su apariencia de mayonesa reforzaría la imagen de este trampantojo de calamares a la romana.

Un sui generis –en la mejor acepción del concepto- filete (de ternera gallega y perfecto en su punto de cocción) faquir (cocinado a la llama sobre clavos ardiendo) con tirabeques, zanahoria y patata. Y es sui generis –aunque debería ser la norma-, pues Jordi trata el filete como lo que es: una magnífica textura, un gran conductor de sabores, en definitiva, el mejor de los lienzos; en este caso, para plasmar una oda al humo y al Mediterráneo.

Un buen gin-tónic de fruta de la pasión.

Un notable, aunque algo falto de punch, agrio de fresas (maceradas con vinagre) con helado de pimienta y nata nitro.

Una interesantísima composición gustativa de queso de cabra, cacao, limón y dulce de leche que, a mi entender, brillaría muchísimo más de optarse por un distinto equilibrio de sabores y texturas, pues un bizcocho exprés de chocolate (algo pasado de cocción), una tierra de cacao, una crema de dulce de leche, una gelée de limón y un helado de queso de cabra entendí que no remaban todos en la misma dirección. Una –mía, humilde e insignificante- sugerencia: cremosos de queso de cabra, sorbete de cacao, bizcocho exprés de limón y esferas de dulce de leche.

Un correcto trío de petit fours (galleta de almendras y nueces, coco y golosina de piña colada) en el que la que más brillaba era la última.

En definitiva, un restaurante que a nadie causará indiferencia y que de la mayoría arrancará un sonoro aplauso.

Bodega: Carta de vinos demasiado discreta y humilde para la cocina que pretende regar. Y hasta tal punto lo es, que me quedé con sus correctos vinos de la casa: unas garnachas, blanca y negra, de la Terra Alta, que responden al nombre de Desordre (unos vinos que solo encontraréis en el restaurante Manairó).

Precio: 110€ (Menú Manairó (90€) + bebidas). Disponen de otro menú degustación algo más corto (70€), y también puede comerse a la carta (precio medio: 40€-50€ + bebidas).

En pocas palabras: Sabor con nombre y apellidos.

Indicado: Para los que comemos con la boca, pero también con la cabeza y con el corazón.

Contraindicado: Para los de la cultura del “Blockbuster” y el “Best Seller”.

Diputació 424, Barcelona
93 231 00 57

3 comentarios:

  1. Hola Eduard,la Lluerna creo que tampoco brilla por aquí.

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    1. Tienes toda la razón, Carles. Aunque de ponerme pejiguero o tiquismiquis -excusas de mal pagador- puntualizaría que Lluerna no está en Barcelona. Y ya en serio, te diré que, las dos visitas realizadas a la casa de comidas de Victor Quintí las realicé cuando esta bitácora hibernaba y, siendo sincero, en ambas ocasiones entendí que parte de su luz era artificial.

      Un saludo,

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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