miércoles, 8 de julio de 2015

Aponiente

¡Tin-ti-tin-tin-tin-tin-tin, tin-qui-tin-qui-tin-ten-ten, ya está aquí, ya llega, por fin… Ángel León!

Un Ángel León que, en breve (1 de septiembre) verá como su restaurante Aponiente muda de caparazón, abandonado el casco antiguo de El Puerto de Santa María para alojarse en un Molino en las colindantes marismas, y dónde Aponiente seguirá siendo un gran restaurante, pero también un espacio para la investigación, divulgación o reivindicación del mar.

Un Ángel León cuya ausencia el día de mi visita no hizo naufragar –aunque, por momentos, sí zozobrar- la velada gastronómica, pues el Chef del Mar ha sabido rodearse de una hábil tripulación (comandada, en cocina, por Juan Luis Fernández y, en sala, por Juan Ruiz Henestrosa).

Y pues el apartado estrictamente gastronómico de esta crónica tiene bastante chicha, en dos párrafos, más propios –por extensión y, tal vez, por provocadores- de la sección de Clasificados de cualquier periódico, condensaré el que podría haber sido un tedioso prefacio.

El restaurante Aponiente dispone –la caducidad de este apunte no es mucho mayor que la de un yogur- de una sobria, pero más que confortable, sala, por la que desfila –o deambula-, un personal irregular: salda, castrense y ducha se muestra la capitanía, mientras muchos de los marineros parecen más propios del camarote de los Hermanos Marx que de la cubierta de un restaurante.

El actual momento de la cocina de Ángel León me recuerda, y mucho, al vivido por Andoni Luis Aduriz allá por el año 2012, cuando, en su incesante evolución, reinvención, dio un salto de calidad, pero también al vacío, que muchos no entendieron. Un servidor entendió –o eso cree- y disfrutó, ese año y los venidos, de la arriesgada apuesta del restaurante Mugaritz, y también cree entender, pero espera en próximas citas disfrutar más, el golpe de timón dado en el restaurante Aponiente.

Y ya, sin más dilación, un Gran Menú, a precio de los más grandes (185€) –una declaración de intenciones, sí, pero también un listón solo superable para los Sergey Bubka de la cocina-, compuesto por:

Una deliciosa tortilla de camarones Siglo XXI. Supongo que, en el sur, preparar las tortillas de camarones a la plancha debe ser una herejía, pero saben tan y tan bien… que te comerías una docena, a diferencia de lo que sucede con las de su Bistreau, pues aquí, en Barcelona, Ángel León las ofrece en una versión más comercial, ergo, más pesada –el dichoso peaje del hotel de lujo-.

Un tan divertido como sabroso picnic marino compuesto por:

Un goloso trampantojo de mora: yema embrionaria curada en soja, rebozada con huevas de pez volador y aderezada con un sutil toque de wasabi; y

Un bocata –o bollicao- de calamares de lujo: pan frito relleno de un sublime y picante guiso de calamar, coronado por lascas de calamar de potera en crudo y con un acertado aderezo de harissa.

Una tan interesante como complicada –yo estoy al 100% en lo primero y mi acompañante al 80% en lo segundo- sardina cocinada a la brasa de huesos de aceituna, vestida con sus escamas fritas y servida sobre un merengue elaborado con la grasa de la sardina y tapioca (aquí radicaba lo complejo, por su sabor y, sobre todo, por su textura, del bocado).

Unos de los mejores platos de la velada: gazpachuelo (sopa de pescado y mayonesa), con mejillones, gelatina de mar, rocas nitro de agua de tomate y plancton. Sabor a raudales, untuosidad a mansalva y complejidad para dar y tomar.

Una composición de ostra escabechada con manzanilla y soja, polvo de ostra, espuma de ostra, hoja de ostra y plancton, que no mejoraba una buena ostra gallega al natural. ¡Mucha ostra y pocas nueces!

Un sabroso, aunque dulzón, cono de obulato con erizo (su royale y su coral).

Una menos lúcida que lucida composición de caballa en adobo (3 minutos a 70 grados, según me contaron –“(…) Cuéntame un cuento y verás que contento, me voy a la cama y tengo lindos sueños (…)”-), mayonesa elaborada con el propio adobo, espárrago de mar, rábano fermentado y plancton. Y he dicho menos lúcida que lucida pues, a pesar de lo resultón del bocado, uno se cuestiona la necesidad de cuidar tanto la cocción de la caballa y de preparar una delicada mayonesa, para acabar relegándolas a meras texturas al servicio del plancton –el sello, en ocasiones, y por abuso, transmutado en la letra escarlata de la cocina de Ángel León-.

Un canapé que Isabel Preysler se moriría por servir en sus fiestas y sobre el que Mario Vargas Llosa escribiría todo un “best seller”: cococha de pijota (meluza pequeña), miga de pan en salsa verde de capuchina y flor de ajo. Un bocado perfecto.

Plancton. Otro bocado perfecto, o casi. A Ángel –o al actual Ángel, pues su archifamosa parpatana o su celebrado arroz de plancton representan todo lo contrario-, como a Sergi Arola, se le da mejor la cocina de uno o dos bocados que la cuchillo y tenedor -¿Falta de madurez? ¿De sosiego? Vete tú a saber-. ¿Y de qué iba esta oda al mar? Pues de plancton, plancton y más plancton, servido sobre una oblea de gelatina de agua de mar y un vaporizado de cítricos (lima kéfir y yuzu). Y si he apostillado un “casi” es pues, se me antojaría como un plato perfecto de servirse 100% -no a medias, como así se hace- como un trampantojo de caviar -usando, por ejemplo, como base gelatinosa, para así respetar la idea original, el caviar de sagú y mandioquinha icono de la cocina de los gemelos Torres-.

Un irregular servicio de panes de elaboración propia: muy buenos los picos y las regañás, buenos el de centeno y trigo, y el blanco, y correctos el de miso y el de plancton –prefiero el que prepara Xevi Ramon (Triticum)-.

El peor plato de la velada: coquinas (relegadas a una mera textura), ñoquis de queso Payoyo (sosos y de irregular textura), guisantes (fuera de época y, por ello, bastos), flor de ajo y crema de guisantes y hierbabuena (lo mejor del plato por su aterciopelada textura).

Una resultona, pero con más futuro –eso sí, si Ángel la exprime, pues su potencial gustativo latente es altísimo- que presente, “Marbonara” (carbonara de mar): tallarines de calamar, hilo de yema de huevo curada, sopa de jamón y patata y, por supuesto, plancton.

Un delicioso mar y montaña propiciado por una carrillera de rape, un jugo de carrillera ibérica, una lámina de gelatina de cebolla quemada y cebolla liofilizada.

Sabor al cuadrado y untuosidad al cubo, para otro bocado redondo, en el puntillón a la brasa con una salsa holandesa de tinta.

Un sublime carpaccio de pulpo aderezado con un caldo gelatinoso de raya y espardeñas. Un plato para relamerse –cualquier cosa menos las heridas-.

Un plato tan resultón como impropio –hasta imperdonable diría-. ¿Era sabrosa la aleta de pez espada con salsa teriyaki, miso, requesón y alga laminaria deshidratada? Sí, y mucho. Y, entonces, ¿Qué es lo que no le perdono? Pues que el gran defensor del mar, en tantas –demasiadas- ocasiones relegue a sus habitantes a meros lienzos para composiciones gustativas que nada tienen que ver con él -¿Medio o fin, pretexto o texto, he aquí la cuestión, el dilema, el problema?-.

Una brutal –y demostración de que en el mar no solo se pesca, sino que también puede cazarse- acedía a la brasa aderezada con un civet de mar, plancton y encurtidos. Sin duda, el colofón que, a pesar de sus sombras, una grandiosa cena merecía.

Una buena sultana de coco y yogur. Un chollo si fuese un petit four, un poco tomada de pelo como primer postre.

Una notable –la excelencia en la partida dulce sigue siendo la asignatura pendiente de Ángel León- composición de caramelo, sal, espuma de maíz, chocolate, té ahumado y aceite –me disculpo en este punto tanto por haber tomado esta foto antes de que éste fuese servido, como por la calidad general de las fotos de la crónica, pues la Reflex me falló y tuve que tirar de la compacta de repuesto-.

Unos resultones “petis”: mejor el refrescante canelón de piña y manzana ácida que el dulzón tigre (impecable la valva del mejillón elaborada con manitol) de cacao.

En definitiva, un gran restaurante –sin duda, mucho más grande que hace dos años- pero que precisa de algo más de madurez o de sosiego para que toda la complejidad e intensidad que destilan sus creaciones se materialice en platos para el recuerdo. Sin las fotos y mis apuntes, una semana y media después, solo recordaría media docena de ellos –muy pobre bagaje-. ¡Ángel, llama a Andoni!

Bodega: Magnífica carta de vinos y mejor sumiller, de la mano del que disfruté de: Algueira Cortezada (un viejo y solvente conocido), As Covas (una Pinot Noir gallega única), Fino Gutierrez Colosía (un vino capaz de acercar al lado oscuro de los amontillados hasta a una orgullosa bebedora de José Pariente -¿Oído, suegra?-), y Moscatel de Alejandría de Cesar Florido (la guinda, en todos los sentidos, de una gran cena).

Precio: 250€. Dos menús disponibles: Selección (150€ + bebidas) y Gran menú (185€ + bebidas).

En pocas palabras: El Mugaritz del Sur.

Indicado: Para los que saben, sabemos que, si el mar ocupa el 71% de nuestro planeta, también debe encerrar casi tres cuartas partes de su potencial sápido -¡Casi ná!-.

Contraindicado: Para los que su guía, su luz en el Sur es el restaurante El Faro. Tampoco para los que le hacen los mismos ascos al verde marino que a ese verde terrestre que nos brinda los mejores quesos (penicillium) –está claro que el sabor no va con ellos-.

Calle Puerto Escondido 6, El Puerto de Santa María (Cádiz).
956 851 870

¡Eso es todo, de mi tournée andaluza –no temáis o no descorchéis el cava todavía- amigos!

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