He aquí la cuarta entrega –lo que significa que el restaurante Aponiente ya está llamando a la puerta- de unos ágapes andaluces repletos de luces –tantas que hasta estuve a punto de vestirme una montera-, pero también de sombras –las buscaba paseando por las tórridas calles de Sevilla o Cádiz y, desafortunadamente, me las sirvieron en las mesas de Medina Sidonia, Barbate o El Puerto de Santa María-.
Y tras este denso primer párrafo –que puede que os haya infundido, y con motivo, cierto pavor sobre el devenir de la crónica-, a continuación os ofrezco una reseña del restaurante El Campero que solo identificaríais como mía pues, como siempre, está escrita a puerta gayola.
Es incontrovertido que:
En el restaurante El Campero se ha cocinado, desde sus inicios, con los mejores atunes salvajes de almadraba de las Costas de Barbate.
En 1994 abrió sus puertas de la mano de José Melero y, desde entonces, José Manuel Núñez ha sido su jefe de cocina.
Se estrenó como casa de comidas de pueblo marinero y hoy, fruto de los merecidos éxitos cosechados, puede vestir de largo.
Afirman que:
Escuchan el susurro de los atunes.
Y, un servidor opina que:
Se han vestido de largo, sí, pero como en Pigmalión –May Fair Lady para los que de Grecia solo conocen Mykonos-, el marfil transluce las miserias, en este caso, las de un servicio irregular –tantos galones advertí en la comandancia, como borrones en la tropa-.
No sé si José Melero escucha el susurro de los atunes o cantos de sirena, pero haría bien en atender al pulso de la sociedad, de los clientes que lo auparon pues, antes (como mínimo cuando lo visité hace un par de años) el restaurante El Campero era luz, mar, sabor… Andalucía en estado puro, y, ahora, es también fuegos artificiales, mareo y sinsabor –el mar, para nadar, para navegar, pero para crecer, para dar un salto como el pretendido, hay que tener los pies bien puestos en la tierra-.
Ya me estoy, ya os estoy liando, así que, vayamos ya al quid de la cuestión que, no es otro que una cena que navegó –tranquilos, pues a pesar de cierto mar de fondo, llegó a buen puerto- por:
Un correcto pan de Pan de Medina-Sidonia, al que daba lustre la gran arbequina jienense (Castillo de Canena) que lo acompañaba. Ni el pan, a excepción de los picos y las regañás, o ese mollete antequerano planchado y relleno de jamón que me desayuné en el trianero bar Las Columnas -¡Mmmmm! Ponedme cara de Homer Simpson ensoñando un Donut-, ni los cafés son el fuerte del sur.
Un buen maki de atún. Bien por el atún -¡Faltaría!- y el wasabi fresco. A buen entendedor… y para los que no lo son: sí, el arroz tenía margen de mejora.
Unas ortiguillas que, justo posarse en la mesa ya advertí que, como el 99% de las que se sirven –mal de muchos, consuelo de tontos-, eran ultracongeldas. ¿Eran buenas? Sí, por su buena fritura y la calidad del producto. ¿Estaban a la altura de las degustadas el día antes en Bodeguita Casablanca? Ni en sus mejores sueños, pues esa untuosidad, fluidez e intensidad a mar solo se encuentra en las ortiguillas frescas.
Dos versiones de lo mejor (la ventresca) de los mejores (de 10-12 años y más de 200kg) atunes:
Sashimi: una rebanada de la más sabrosa y delicada mantequilla de mar.
En salazón: el cénit de la velada. El umami del mar sabe igual, o mejor, que el de la dehesa.
Unos interesantes, por sabor y por textura –a ciegas, pocos creerían lo que se están comiendo- filetes de corazón de atún a la plancha, que hubiesen brillado mucho, muchísimo más –y lo dice un consumidor asiduo de estas exquisiteces (principalmente de vaca) que uno solo puede comer sin sentirse un bicho raro en Japón- de haber estado mucho, muchísimo menos cocinados.
Una poco, muy poco lúcida composición de parpatana de atún –excelente tanto su textura como su sabor-, cuscús de hierbabuena y sésamo –tan correcto como prescindible- y una suerte de salsa jardinera -para más inri, intensísima- que lo emborronaba todo. Si alguien me vuelve a servir un atún vestido de tuno, se va a ganar una pecera… por sombrero.
Un excelente (por sabor y punto de cocción) “Tuna-bone” -el chuletón del mar, pero que, catado a ciegas, muchos creerían que no nada sino que pastura- a la parrilla, sencillamente –que no simplemente- acompañado por unas buenas patatas panadera y una salsa barbacoa casera de lujo –amigos de Wilkin and Sons, ya sabéis hacia dónde mirar para mejorar vuestra casi insuperable salsa-.
Y un trío de postres de tamaño inversamente proporcional a su mérito.
Colosal tamaño y raquítico valor gastronómico el de un arroz con leche soso, poco cremoso y acompañado por un igual de anodino helado de leche merengada. El arroz con leche requiere tiempo y amor –que se lo pregunten sino a la matriarca de la familia Morán (Casa Gerardo)- y este más parecía el resultado de un calentón o de un aquí te pillo aquí te mato.
Un postre de chocolate ideal para a los que no les gusta el chocolate –si te van los brownies, pueden darte por aludido, pedirlo y disfrutarlo-. Un servidor solo come brownies cuando su mujer le pide compartir uno –sí, soy un calzonazos- o cuando se los cuelan bajo sugestivos epígrafes, en este caso: bizcocho templado de chocolate, helado y salsa de cacao (el cacao no llegaba, seguro, ni al 60%) y nueces.
Y una delicada, golosa –pero nada dulce- y sabrosísima composición de pastel de queso, miel, polen y helado de yogur. Un postre de 9, casi la misma puntuación que los otros dos juntos (4+6).
En definitiva, el restaurante El Campero era una de las mejores casas de comidas marineras de España –con el permiso del restaurante Rafa’s de Roses- y de parte del extranjero y, ahora, es un buen restaurante de postín –eso sí, si se hurga, se encuentra, se paladea y se disfruta esa gran casa de comidas que fue-. ¿Buen negocio? Para ellos, seguro que sí. Para mí… a buen entendedor… y para los que no lo son: no.
Bodega: Gran carta, por precios y referencias, de vinos, e igualmente interesante su apéndice de vinos naturales. Mi elección, un gran vino atlántico del que se elaboran, a penas, 900 botellas: Arpegio 2013 (Mencía); Ribera Sacra; Ronsel do Sil.
Precio: 75€. Precio medio: 40€-60€ + bebidas. Precio medio en la barra/terraza (otra carta): 25€-45€ + bebidas.
En pocas palabras: Menos era más.
Indicado: Para los devotos del atún de almadraba, pues el restaurante El Campero es su meca.
Contraindicado: Para los que no tienen ni ojo ni memoria a la hora de elegir.
Avda. de la Constitución 5, Barbate (Cádiz).
956 43 23 00
Sigo leyendo tus crónicas, son las que me tienen al tanto de lo que se cuece por ahí....no dejo comentarios por falta de tiempo, ay ese dorado manjar!! el tiempo!!!
ResponderEliminarPero aquí no me resisto.
La última vez que estuve en El Campero, hace un par de años, me defraudó. No al 100x100, pero si al 50. Las ortiguillas eran de una vulgaridad..que cualquier chiringuito de la playa, las mejora.
En cuanto a las degustaciones de atún ninguna pega. Como allí en ningún sitio, el tarantelo, morrillo, la ventresca, el desconocido (para mi) corazón del atún, que en mi caso si estaba al punto de cocción. Todo impresionante. Y unas tortitas de verduras, perfectas. Del resto, ni me acuerdo, mala señal.
Y un buen descubrimiento -no para mi, que como alcohol, no paso del vino- el Vozka con sabor a chocolate Pancracio, de Cádiz.
Perfecto para hacer un regalo y para tomarse un chupito helado.
Y en cuanto el precio, hay muchas quejas que es caro, pero teniendo en cuenta el género que manejan, es normal.
Un saludo, Eduard
El resto, ni me acuerdo
Buenas noches, Carmen.
EliminarAnte todo, decir que, celebro leerte.
Ya entrando al meollo de la cuestión, comentar que, cuando uno no recuerda tanto de un ágape, la factura, a pesar de los quilates de la materia prima, se me antoja como excesiva.
En este sentido, yo recordaré la ventresca en salazón y el postre de miel -muy, demasiado poco por lo pagado-.
Me quedo con El Campero casa de comidas.
Un saludo,
Eduard