Desconozco, o tengo la humildad para no atreverme a pontificar sobre ello, la receta del restaurante redondo.
Solo sé, sí, algo sé –lo que no sé es si fue Platón o fue Sócrates el que pecó de falsa modestia al afirmar que no sabía nada- que, también en la restauración, no existe una piedra filosofal que dé quilates a algo que no los tiene, y que, para que un restaurante no acabe por tener el vigor de un suflé, la pesadez de un arroz pasado o la vacuidad de una esferificación de una yema de huevo, el talento, el tesón y la pasión deben leerse en la receta.
El nivel exhibido en algunos platos –particularmente en los postres- de mi almuerzo en el restaurante Tandoor, o que sobreviviese casi un año al lado del tan genial como exigente Albert Adrià en el restaurante Tickets me bastan para presuponer a Iván Surinder (el veinteañero que capitanea esta nave) los dos primeros.
Y de la pasión que profesa por este oficio, por este estado civil –como el buen político, un cocinero debe serlo desde que se levanta hasta que se acuesta e, incluso, en sueños-, no tengo duda alguna a propósito de la breve conversación que con él puede mantener al final del ágape y, sobre todo, pues el restaurante Tandoor es, además del sueño de Iván –ese en el que la cocina india conquista el paladar de muchos-, un sentido homenaje a la memoria de su padre (Surinder Oberoi: el fundador del primer restaurante indio de Barcelona).
Un sueño que se hizo realidad hace 8 meses pero que, por el momento, no ha podido escapar a la cruda realidad que poéticamente plasmó Calderón de la Barca: “(…) y los sueños, sueños son”.
Y si el restaurante Tandoor es un sueño inconcluso es pues la frontera entre adaptar y desnaturalizar es muy difusa y, aunque parezca sencillo a priori, no es tarea sencilla discernir entre lo mejor, lo mejorable y lo prescindible.
Adaptar o mejorar es aportar frescura a un cordero especiado o restar dulzor y grasas superfluas de los postres, y desnaturalizar es reducir a la mínima expresión el picante y el especiado de los curris.
Y no soy un experto en cocina india, pero del mes que pasé pululando por Delhi, Agra, Jaipur, Mumbai o las costas de Goa, me traje en la mochila la convicción que sus panes y juegos de especias son insuperables, que el uso de los picantes debe ser ajustado y que en cocciones, particularmente de los pescados, tienen mucho por aprender.
Ivan, en su restaurante Tandoor, adapta, mejora, desnaturaliza y tiene bastante claro –aunque no siempre lo materializa- lo mejor y lo peor de su cocina madre y padre –aunque su cuna siempre ha estado aquí-, y…
En una sala provista del colorido indio pero acertadamente –bien por Isabel López Vilalta- vestida de cantina, y atentamente comandada por Poonam Chitra (la madre de Iván) y Kuljit Kaur (su tía) aunque irregularmente atendida por un servicio poco profesional...
Pude constatarlo a propósito de:
Un buen aperitivo de la casa: papadum (pan crujiente de garbanzos) al comino –excelente- con chutney de mango –muy bueno- y yogur a la menta –algo dulzón-.
Un Naan blanco –dejo para futuras visitas, pues las habrá, la cata de los de queso o ajo– que, sin duda, estaba al nivel de los mejores que comí en India. El Naan es una masa, cocinada al horno tandoori, espectacular, pues reúne lo mejor de las masas europeas (la delicadez de las crepes, la esponjosidad de las pizzas y la untuosidad de las cocas de recapte), además de antojárseme como la forma más propicia de acercar a la cultura gastronómica hindú a muchos paladares situados a sus antípodas –los italianos, que de esto saben un rato, así conquistaron el mundo-.
Un muy buen, principalmente por su sorprendente textura y sus matices gustativos, Paneer Tikka (queso fresco marinado con yogur y cúrcuma) al que solo afeaba un acompañamiento triste y que nada le aportaba (verduras hervidas o a la plancha). A mi entender, unas frutas escabechadas o simplemente salteadas aguantarían mucho mejor el tipo.
Un interesante Sheek Kebab (rollitos de carne picada de cordero bastante picante y todavía más especiada), de acertado, pues matizaban la potencia sin restar personalidad, aderezo (aguacate, mango, cebolla y cilantro) y presentación (sobre un taco de lechuga).
Un decepcionante Chiken Tikka Masala (pollo cocinado al horno tandoori y servido con un curry de jengibre, garam masala, cilantro, pimientos y cebolla) acompañado por un correcto arroz basmati. Y digo decepcionante pues aquí la adaptación sí que acabó en desnaturalización, ya que el picante y las especias del curry –algo consustancial a éstos- estaban en paradero desconocido –más parecía una sanfaina o un pisto que un curry-. En descargo de Iván, debe señalarse que el Chiken Tikka Masala es el menos indio de todos los curris, pues lo creó el cocinero de un Lord inglés para que su señor rememorase sus días de milicia en la India.
Un muy buen Kulfi (helado casero de leche fresca de vaca con azafrán, canela y cardamomo) -vocablo femenino para definir un postre tan delicado como bello-, aderezado con pistachos, agua de rosas y manzana Granny Smith.
Y unas notables Samosas (una suerte de matrimonio entre un buñuelo y un hojaldre) de chocolate con leche y cardamomo, bien acompañadas por un helado de coco con ralladura de lima. El excelente –aquí sí, subjetividad pura- se ha quedado en el tintero pues un servidor las hubiese preferido con un relleno más abundante y provisto de una mayor intensidad de cacao.
En definitiva, el restaurante Tandoor es una buena forma, pues ni el paladar ni los bolsillos arderán, de aproximarse al universo gastronómico hindú, y, si Iván sigue soñando despierto y trabajado para que éstos se hagan realidad, puede llegar a ser la mejor forma para enamorarse de la cocina india.
Bodega: Iván me comentó que una nueva carta está a punto de ver la luz pero, hoy por hoy, un Cune, un Marqués de Riscal, un Muga, un Coronas y el vino indio Sula se me antojan como una bodega que desmerece los platos que pretende maridad. No obstante, no es menos cierto que, la mayoría del comedor acompañó la comida con la cerveza india Cobra -¿Voluntad o descarte? Cuando llegue la nueva carta de vinos saldremos de dudas-. La nostalgia, que no la calidad del vino, me hizo pedir el Sula Syrah.
Precio: 30€. Precio medio: 15€-25€ + bebidas. Menú mediodía: 12€.
En pocas palabras: Un indio “pixapins”.
Indicado: Para los que buscan viajes gastronómicos low cost y low risk.
Contraindicado: Para los que al regresar de India no se pasaron 1 mes renegado o maldiciendo su cocina –que no somos muchos-.
Aragó 8, Barcelona
934 253 206
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