jueves, 4 de junio de 2015

Hisop

¡El passatge Marimon está “on fire”!

Todas las grandes ciudades cuentan con su Milla de Oro comercial y, Barcelona, además, puede hacer gala, gracias a los restaurantes Céleri (de Xavier Pellicer y hasta hoy portada de esta bitácora), Hisop (de Orio Ivern y que hoy nos ocupa) y Coure (de Albert Ventura y que protagonizará la próxima crónica), de su Callejón Dorado gastronómico –nunca tan pocos metros habían albergado tanto talento, tanto sabor-.

El restaurante Hisop fue de las últimas casas de comidas que reseñé antes de mi retiro espiritual.

Entonces apuntaba la vuelta al buen hacer, tras un período algo dubitativo, algo oscuro, en el que, paradójicamente, el restaurante Hisop fue bendecido, iluminado con la Estrella Michelin (2010) que sigue luciendo, de Oriol Ivern; y hoy celebro constatar que, lejos de ser un espejismo, aquella realidad se supera día a día.

Y si el restaurante Hisop es pasado, presente y futuro de la alta gastronomía de Barcelona es por Oriol Ivern: un hombre de gustos sencillos, de ambiciones tranquilas y de talento eléctrico.

Oriol Ivern: un buen comandante y un mejor cocinero que, acertadamente, el pasado otoño reclutó, del ejército de pasteleros de Espai Sucre, para la causa de su restaurante Hisop a Vicente –Vincent, por lo artista que es, para sus compañeros- y a Sofía -¿Será ésta la clave del dulcísimo momento que está viviendo el restaurante Hisop?-.

Oriol Ivern: uno de los fantásticos, como Vilà, Ventura o Peña, que, hace unos años, le dieron al panorama gastronómico de Barcelona el chute que necesitaba. Cocineros cuarentones, o a punto de serlo, para los que, por desgracia, todavía no tenemos relevo. Sé que es muy difícil pescar, o incluso atreverse a zarpar en mares revueltos, y que las hipotecas se pagan mejor con croquetas, hamburguesas o ceviches que con peras escalivadas con trufa blanca, pero permitidme un humilde consejo cocineros JASP: “esto es pan para hoy y hambre, vuestra y nuestra, para mañana”. ¡Coño, que sobre alguien tendré escribir dentro de 20 años!

Un Orio Ivern que ha dado las riendas de la sala de su Hisop a María (bien escudada por Carmen –Carmeta de puertas a dentro-), para una conducción solvente pero ni al nivel de la cocina ni al de la belleza de la sala.

Una sala tan acogedora y romántica como desde sus inicios (2001), pero mucho menos pretenciosa desde que Oriol apostó por cambiar el rojo de sus paredes por el marrón -¿Influencia de su Matkonsulatet (el restaurante que co-regenta en Estocolmo y por el que se deja caer tres o cuatro días cada dos meses)?-.

Una sala cuya platea, a pesar de que algunos pregonen que la crisis está superada -¡A ver quién es el guapo que les compra la moto!-, como la de la mayoría de los restaurantes estrellados de la ciudad, es eminentemente foránea. ¡Suerte tenemos del turismo! Para que luego algunos, algunas, abjuren de él.

Y pues ya va siendo hora, he aquí la crónica gastronómica, en sentido estricto, y de lo más estricta –como con los impuestos, al que más puede dar, más debemos exigirle- de mi cena del pasado martes en el restaurante Hisop.

Cena que discurrió por:

Los excelentes “Panes creativos” (blanco, nueces y pasas y armenio) de Daniel Jordà, perfectamente acompañados por un dúo de aceites: cornicabra y arbequina de Extremadura y Koroneki de Tarragona –¡Por fin un aceite de La Boella me llega!-.

Un buen espárrago blanco quemado, y pelado, aderezado con mayonesa de lima, té Earl Grey, trazas de molleja de cordero y chalota. Lo dicho, bueno, pero al que el “muy” se lo roba una chalota demasiado invasiva y un humo y una profundidad gustativa que se quedan en el enunciado.

Un notable trampantojo de tortilla francesa que, bajo un delicado velo de Sabayón de Jerez gratinado en la mesa, escondía unas alcachofas confitadas de cine, tomate, hierbas frescas (hinojo, hojas de apio, perejil…) y huevas de salmón –las culpables, pues su intensidad gustativa chirriaba, de que el plato no alcanzase la excelencia-.

Una magnífica composición de senderuelas estofadas, curry verde, tirabeques, berberechos –creo que no aporta nada su presentación con sus valvas- cítricos y menta. Un plato delicado, complejo, picante… en definitiva, un platazo Hispano-Tai.

Unas soberbias gambas de Vilanova al vapor, de gran calidad y perfectas en su punto de cocción, con picada de chocolate –genial la intervención de los nibs de caco, por la evocación, por el guiño que hacían a las avellanas o almendras de la clásica picada- y bisque de gambas –con un acertado toque de naranja-.

Un rodaballo a la brasa, perfecto en su punto de cocción, pero algo tenue de sabor –aquí el tamaño sí que importa, y sino que se lo pregunten a los amigos del restaurante Elkano- y falto de humo, bien acompañado por el mejor de los tomates italianos, cilantro y su espina –por qué no servirla frita o crujiente, al efecto de incorporar una textura más al plato pues, de gelatina ya iba, afortunadamente, sobrado el pescado-, pero al que afeaba –de nuevo, un secundario con ínfulas de protagonista- el sorbete de ostra.

Permitidme en este punto una brevísima excursión a propósito de una conversación de la mesa de al lado con la camarera en la que mi alma chafardera me permitió reparar. Atónito me quedé cuando mis vecinos, tras el pescado, le preguntaron a Carmeta si quedaban muchos platos, pues ya estaban muy llenos. A los Hisop, Alkimia, Dos Cielos… no vas a alimentarte, vas a disfrutar. 10 platos pueden ser muchos para cenar cada día, como lo serían 5 horas de ópera todas las noches, pero a ver si lo entendemos ya: ¡La gastronomía es cultura -en ocasiones, hasta arte- y no un mero acto fisiológico!

Ya me he desahogado, así que, podemos retomar la senda culinaria de la mano de:

Un plato con dos grandes almas pero que no estaban hechas la una para la otra. Excelente el corzo –aderezado, tal vez, con demasiada pimienta blanca- e igual de meritorio el romesco de remolacha acompañado con mini-puerros confitados. Lástima que al delicado pero sabrosísimo romesco el corzo le viniese grande –éste sería un magnífico acompañamiento para un pescado o una carne con menos personalidad-.

Un rabo de vaca -sería de vaca, pero era de “dos orejas y rabo”- acompañado con “jengiblanco” (emulsión de ajoblanco y jengibre) –un secundario de Óscar-, hinojo -aquí sí, seguro, influencia de las escapadas escandinavas de Oriol- y una demi-glace con toques de anchoa –muy buena, muy Vilà-. Sin duda, el mejor plato de un gran menú.

El queso me gusta más que ha Geronimo Stilton, pero la selección del restaurante Hisop nunca me ha convencido y, por ello, la sustituí por un tercer postre -sabia decisión pues, y ya me perdonaréis el pueril juego de palabras, a la postre fue el mejor postre-.

Correcto el sorbete de lichi, con mango y granizado de cava. Entiendo la función de limpiar el paladar de los pre-postres, pero para cumplir con esta misión no hace falta ser plano de sabor –para eso ya están los ajados sorbetes de limón-.

Una notable composición de fresones del Maresme (brunoise, sorbete y sopa), aceitunas negras (bizcocho y deshidratadas), pimienta de Sichuán (espuma), cítricos y cilantro. Lo dicho, un postre de 8 que podría ser un pre-postre de 9.

Un inmejorable sucedáneo de quesos y que parecía hecho exprofeso para un servidor, pues en él se daban cita tres de mis mayores debilidades: el chocolate (fondant), el whisky con turba (helado de Talisker) y el caramelo (caviar y toffee), además de una ralladura de nueces de Macadamia. Rectifico, mejoraría si interviniese otra de mis debilidades: la sal.

Y un cuarteto de petit fours que no solo no desafinaba -mal de muchos restaurantes, que no me consuela- sino que sumaba, y mucho –feliz rara avis-. Sus integrantes: unas aceitunas de Aragón confitadas y glaseadas, manzana impregnada en menta, zanahoria con tofu y trufa.

En definitiva, el restaurante Hisop y Oriol Ivern están en su edad de oro. A ver chicos si nos ponemos las pilas, pues aunque ésta tiene pinta de durar, el ocaso alcanza a dioses, ídolos y también a los cocineros. ¿Oído, cocina?

Bodega: Interesante carta de vinos a la que algo más de riesgo, de personalidad no le sentaría nada mal. Acertó María al recomendarme un interesantísimo vino del Montseny: el Vinya dels Tons 2009 (Pinot Noir, Mencía y Merlot) de la bodega Serrat de Montsoriu.

Precio: 85€ (61€ del menú degustación + bebidas). Precio medio a la carta: 55€ + bebidas; Menú de lunes a jueves (mediodía y noche): 32€.

En pocas palabras: ¡Alehop!

Indicado: Para descubrir o redescubrir a un madurito más que interesante y a un restaurante muy, pero que muy maduro.

Contraindicado: Para los que comen para saciarse y no para emocionarse.

Passatge Marimon 9, Barcelona.
932 413 233

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