viernes, 11 de septiembre de 2015

Silabario

¿Cómo justificar un alto, de interés gastronómico, en el camino?

¿Por el resplandecer de alguno de los oscuros –oscuridad tanto en su mecenazgo (el oro negro) como en su criterio, más inescrutable que los designios del Señor- astros, ya sean Soles o Estrellas, que pretenden guiar nuestras elecciones? Puede, pero a fuerza de desencantos, el barbecho se antoja como una juiciosa cautela ante el criterio de opinadores que, demasiado a menudo, dejan patente que saben más de carburantes o de neumáticos que de restaurantes.

¿Por la opinión de terceros? Sabedor de que estoy tirando piedras sobre tejado propio, os aseguro que, con ellas, lo más profiláctico es cogerlas, ya sean de cronistas de viejo o de nuevo cuño, con pinzas, pues de subjetividad –de la consustancial, y sana, a los sentidos necesarios para la aprehensión gastronómica, pero también de la espuria que bebe, que se emborracha de intereses crematísticos- siempre estarán teñidas o manchadas.

En el caso de mi desvío –ya me lo perdonarán sus vecinos, pero el gallego Tui no es que sea un pueblo de alto interés turístico-, parada y fonda en el restaurante Silabario -y cama en el humilde Hotel Colón que lo cobija-, éstas trajeron causa en algo de lo primero (luce tanto un Sol como una Estrella), en nada de lo segundo (que yo sepa, ni afamados ni anónimos críticos han puesto su mirada sobre esta casa de comidas), y en mucho de la siguiente variable: la pertenencia de Alberto González, su chef y propietario –también del hotel-, al Grupo NOVE: la asociación de “cociñéiros” que, desde 2003, llevan trabajado en pro de la cocina gallega de vanguardia.

Pero dejemos ya el porqué del restaurante Silabario –su nombre, que hace referencia al libro que reúne un conjunto de sílabas con la finalidad de aprender a leer, es toda una declaración de intenciones de lo que se pretende en esta casa de comidas y que no es otra cosa que, a través de un buen ágape, hacer pedagogía gastronómica- y centrémonos en su qué.

Un qué que dio comienzo, en el restaurante de tapas y platillos (la Terraza del Silabario –mención especial tanto para su selección de vinos a copas como para sus copas-) que precede a la casa madre, con un vermut tinto Nordesia –sigue sin convencerme, pero no iba a pedirme un vermut de Reus teniendo la oportunidad de disfrutar de uno de la tierra-.

Y que discurrió, de la mano de un voluntarioso y formal –en ocasiones, tal vez, demasiado- servicio, y en una sala para el recuerdo, por:

Unas buenas aceitunas Kalamata aderezadas con vinagre de vino y aceite, y unos mejillones con encurtidos de ¡Olé!

Unos magníficos panes (trigo, girasol, maíz, centeno y centeno con pasas y nueces) elaborados en la panadería de la vecina localidad de Currás.

Una superlativa degustación de aceites gallegos (brava gallega, arbequina, un coupage de ambas y otro de picual, hojiblanca y arbequina), sales (volcánica de Hawai, azul de Persia, ahumada de Gales, Guerande, y atlántica con trufa italiana) y mantequillas (salada asturiana y sin sal (Echiré y gallega)).

Un salpicón de vieira, algas, hojas de la orilla y mayonesa de plancton que hubiese brillado más de mediar menos salpicón –demasiado para tanta poca viera-.

Una navaja en escabeche suave, con cilantro y pil-pil de ruibarbo –plano de sabor- con muy poca historia en boca.

Una interesante terrina de foie con lamprea ahumada y chutney de tomate que, no obstante, por el desequilibrio gustativo que ofrecía la lamprea (demasiado intensa) y por el poco frescor que aportaba el tomate (a diferencia de la manzana verde), estaba a años luz de su celebradísimo referente (la terrina de foie, anguila y manzana verde de Martín Berasategui).

Una irregular composición de sardina asada –excelente-, torrija de pan de maíz –poco amable en boca por culpa de una textura que más recordaba a la polenta que a una torrija- hojas de mostaza blanca, compota ácido-picante-ahumada de tomate -lo mejor del plato- y pimientos de padrón –sigo preguntándome qué pintaban-.

Con la degustación de panes, aceites, mantequillas y sales, lo mejor de la cena: unos lomos de rodaballo aderezados con mantequilla tostada, berberechos y chicharrones. Un plato que lo tenía todo: sabor a mar a raudales con matices grasos y tostados, y un juego de texturas (untuosa, tersa y crocante) inmejorable.

Un lomo de vaca vieja gallega a la parrilla –perfecto de punto de cocción, a pesar del maltrato final al que lo sometió la dichosa salamandra- de los más interesantes gustativamente que he probado, pero al que la salsa de aceitunas Kalamata que lo acompañaba –provista de demasiado punch- le restaba unos cuantos enteros –no así el resto de partenaires: reducción de vino dulce, demi-glace, senderuelas salteadas y cenizas-. Tanto que predicas y practicas –y lo celebro-, Alberto, el proselitismo de los productos de la tierra, ¿Por qué no acompañar a esta sabrosa rubia con una salsa de brava gallega, una aceituna que, a pesar de su nombre, es mucho más delicada, gracias a su combinación de verdor con dulzor, que la Kalamata?

Un triste canelón de melón –demasiado verde- y queso ahumado –sigo buscando el humo-, acompañado por una tan facilona como anodina sopa de melón cantaloup y hierbabuena.

Una poco afortunada composición de ciruelas, cacao –un fondant muy poco conseguido- y café –una crema dulzona y lechosa-.

Unos petits fours al nivel de los dos anteriores postres, esto es, de aprobado justito: piña colada –bien-, caramelo de mango –correcto-, tartaleta de limón –crema demasiado ácida y apoyada sobre un hojaldre para olvidar-, y bikini de chocolate y avellana –dulzón y de sabores borrosos-.

Afortunadamente, tras unos dulces para olvidar, llegó una degustación de quesos que me hizo ir a dormir con una sonrisa y con el recuerdo del restaurante Silabario dónde debía estar. Un servidor eligió, y acertó con el Sainte Maure, el asturiano Geo, el Red Lester y un Gouda de 48 meses.

En definitiva, y a pesar de que la Estrella Michelin que luce desde hace ya 4 años (la consiguió a los dos años de levantar el telón), tiene más de valor relativo (i.e. enclave, contexto…) que absoluto (estrictamente gastronómico), el restaurante Silabario fue un gran descubrimiento y, sin duda, es una casa de comidas que justifica el desvío –hasta el viaje, diría, siempre que no sea desde muy lejos o como única parada y fonda-.

Bodega: Magnífica carta de vinos (precios y referencias), que rinde tributo a los caldos gallegos, y de la que me sedujeron el Dorado Superior 2007 (Albariño; Quinta do Feital; DOP Vinho Verde Monçao); y A Torna Dos Pasas Escolma (selección en galego) 2010 (Brancellao, Caíño y Ferrón; Luis Anxo Rodríguez Vázquez Viticultor; DO Ribeiro).

Precio: 100€ (menú Clásicos + bebidas). Otros precios: Menú Silabario (84€), Clásicos (64€), Verano (47€), y Carta (sobre los 50€-60€), siempre más bebidas.

En pocas palabras: Proselitismo y pedagogía gastronómica de la buena, y rica rica.

Indicado: Para los que sabemos o quieren descubrir que la vanguardia culinaria no es patrimonio exclusivo ni de las grandes urbes ni de los cocineros mediáticos.

Contraindicado: Para los que tienen una empanada mental y creen que en Galicia solo se come pulpo, marisco hervido, lacón con grelos y, por supuesto, empanadas.

Calle de Colón 11, Tui (Pontevedra).
986 60 70 00

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