Tras una apuesta por lo desconocido (el gallego restaurante Silabario) que, a pesar de no copar las expectativas generadas por los inspectores de las guías Repsol y Michelin, entiendo como ganadora, llegaba el turno de alcanzar el póker de visitas a la centenaria casa de comidas de la familia Morán (el gijonés restaurante Casa Gerardo).
En su dilatada y próspera historia, el restaurante Casa Gerardo y la familia Morán han hecho méritos suficientes para cosechar el favor de público y crítica del que gozan, para que su célebre y celebrada fabada se venda –eso sí, a precio de marisco y no de leguminosa- en El Club del Gourmet de El Corte Inglés, o para que la prestigiosa editorial Montagud les acabe de dedicar un libro. Pero no todo el monte es orégano, y hoy, bajo la dirección de Marcos Morán, debo decir que el restaurante Casa Gerardo es menos de lo que era hace un lustro.
Y es menos, pues su apuesta por la cocina de vanguardia no sé si es la más lúcida, pero sí sé que no es siempre la más lucida, también, pues el servicio de su acogedora neo-rústica sala, con alguna excepción –estoy pensando en ti, Antonio- no puede alardear ni de la calidez propia del de una casa de comidas ni de la profesionalidad que se presume a un restaurante de postín y, sobre todo, es menos porque muchos con los que antes se codeaba son, ahora, más (lo ilustrará, por ejemplo, la crónica que seguirá a ésta y que versará sobre el restaurante El Cenador de Amós).
Sin duda, su fabada, su arroz con leche y algunos de sus platos más creativos son para quitarse el sombrero, pero en un mundo, el gastronómico, en el que el que no corre, vuela, uno espera y exige más a uno de los restaurantes Top de nuestro país.
Eso sí, debo confesar que, la gran relación calidad-satisfacción-precio (los menús de esta ilustrada casa de comidas de carretera son de los más baratos dentro del universo de los grandes gastronómicos) de la experiencia en el restaurante Casa Gerardo, convierte en veniales la mayoría de sus pecados.
Pero pongamos ya los puntos sobre las íes de lo que disfruté hace unas semanas en esta casa de comidas que borda la tradición, mima el producto y en la que la cocina de autor tiene un encaje mucho más dulce en los postres que en el capítulo salado –dónde en más de una ocasión desemboca en creatividad malentendida-, y que discurrió por:
Un magnífico servicio de pan (de centeno y rústico) –de los mejores que he comido-, aceite (el coupage extremeño de Paso Baldios San Carlos) y sal (Maldon y especiada).
Una tan facilona como anodina y, por ello, prescindible, sopa de melón.
Un muy buen cóctel solido de manzana asturiana (ácida), impregnada en bourbon, zumo de manzana, lima y granadina. Por su acidez, frescura, pero también profundidad gustativa, este bocado es el que debía haber dado el pistoletazo de salida a un menú que pone a prueba el más curtido de los estómagos.
Un irregular trío de aperitivos:
Perfecto el chupito de jugo de aceituna verde, fino, manzanilla y espuma de naranja.
Interesante el carpaccio de nabo, sargo y leche de tigre.
Y desafortunado el tártar de ostras con emulsión de frutos secos y caviar de ternera. Y digo desafortunado, aunque también hubiese podido decir muy desafortunado, pues, la ostra, excesivamente tanto picada como aderezada –para más inri, el caviar de ternera no era tal, pues estaba en exceso gelificado y la emulsión de frutos secos era demasiado intensa- perdía toda su esencia. Siempre he creído que el trato que se le da a una ostra ilustra a la perfección la madurez, la calidad de una cocina de vanguardia, pues éstas no son vieiras (una suerte de lienzos en blanco que lo admiten casi todo). Para repintar un Pollock (una ostra), se necesita mucho talento y más lucidez para que no termine convertido en un bodegón.
Un claro caso de Doctor Jekyll y Mister Hyde.
Casi monstruosa la composición de helado de tortilla de patatas –de textura desagradable y plano de sabor (solo sabía a cebolla y a agua)-, crujiente de piel de patata –amarga- y consomé de jamón de Joselito –soso-. Dicho con todo el respeto, platos como éste, son los que denostan la cocina de autor, pues para comer una tortilla de patatas fría y sosa uno ya tiene decenas de baretos en su ciudad.
Y excepcional, por la delicada y sabrosa oda al aprovechamiento en que se erigía, el consomé de pieles de patata que se sirve en el recipiente que antes ocupaba el fallido helado de tortilla de patatas.
Impecable la cuadratura del círculo profundidad, complejidad y frescura que ofrecía la anguila con pepino.
Magnífica –sin duda, el plato más complejo del menú- la sardina casi cruda aderezada con crema de levadura -aportaba untuosidad, profundidad y sensación de cocción-, bizcocho de malta y piparras.
Simplón, especialmente a estas alturas del menú -como aperitivo tendría un pase, pero como plato, no pasaba- el “bocata” de anchoas (un pincho de anchoa, cebolleta encurtida y tomate, rebozado con pan frito).
Excelente, y muy nipón -o muy japonés y, por ello, excelente- el bonito asado con sopa ácido-picante de tomate –antológica-, tirabeques y ñoqui de limón.
De matrícula de honor el salmonete al cuadrado. El nombre del plato es de un servidor –me debatía entre éste y “Suquet seco de salmonete”-, el mérito es todo de Marcos y de su lomo de salmonete cocinado a baja temperatura y napado con un jugo concentrado de sus espinas.
Muy japonés en su puesta en escena el “shabu-shabu” de quisquillas, pero, aunque bastante resultón, nada nipón en boca, pues con lo que por esas latitudes se venera la integridad del producto, de su sabor, de su esencia, nunca osarían atemperar unas quisquillas con un caldo de pieles tostadas de cigalas –a la postre, el sabor dominante-.
Un excelente McCerdo Deluxe. Irreverente, y otra vez mío, bautismo para unas albóndigas de cerdo negro –de textura(delicada) y sabor (intenso) para el recuerdo-, con pepino, alcaparras, quimchi, y parmentier.
Unas notables –hace cinco años eran excelentes, y no es que éstas hayan empeorado, pero es que han saltado a la palestra otras de magníficas, y ya se sabe que el valor relativo lo es casi todo- croquetas de compango (los sacramentos, los acompañantes de la fabada).
Una, que coño, LA FABADA. ¿Qué decir de ella? Pues que sus pochas son tan mantecosas y dulces que, sin caldo, podrían ser un postre, que de su embriagador caldo te embotarías, que el chorizo y el lacón son de muerte y la morcilla ahumada es celestial… tantas cosas… Aunque, una imagen vale más que mil palabras, y la imagen fue, a pesar de todo lo ya comido, un plato vacío, hasta rebañado.
Un notable bocata (hojaldre dulce) de quesos asturianos (Laperal, Los Bellos y queso crema).
Una excelente composición de helado de piña asada, almíbar de vermut rojo, piñones y liofilizado de piña.
Un irregular panettone en dos servicios. Correcta, aunque sosa y algo seca, la composición de bizcocho quemado, crema de chocolate, café y naranja, pero, a su vez, una magnífica pista de aterrizaje para el segundo servicio: una magnífica crema de jengibre y frutos secos.
Un –ahora sin tacos- EL ARROZ CON LECHE. De nuevo, la prueba del nueve, un plato –un platazo- vacío, y ello a pesar de que mi partenaire no gusta de tal postre –pobrecita-.
Y unas trufas y café de notable alto.
En definitiva, el restaurante Casa Gerardo es una casa de comidas de visita obligada –por su historia, su fabada, su arroz con leche y algunos de sus platos de autor-, pero bien hará en encontrar su sitio –que lo tiene- haciendo oídos sordos a algunos cantos de sirena, si quiere tener tanto futuro como pasado.
Bodega: Amplia, a precios más que razonables –una rara avis entre los estrellados o soleados-, pero de poco valor añadido, carta de vinos. Mi elección: Soradal 2012 (Mencía). Bodega Camino del Norte. D.O. Bierzo.
Precio: 90€ (Menú Carreño (65€) + postre extra (5€) + vino). Otros precios: Menú Clásicos (60€), Menú Prendes (110€), y Carta (50€-60€), siempre, bebida aparte.
En pocas palabras: Más que una Estrella Michelin, pero menos que tres Soles Repsol.
Indicado: Para disfrutar, en tres horas, de un siglo de historia gastronómica.
Contraindicado: Para los que hablan mucho y comen poco –hablad mucho que no os escucho-.
Carretera AS-19 Km 8,5, Prendes (Gijón, Asturias).
985 887 797
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