jueves, 21 de enero de 2010

Caviar a precio de caviar

Sólo si es caviar.

Aunque pueda parecer una perogrullada, nada más lejos de la realidad, pues en el panorama gastronómico nacional y, especialmente, internacional tienden a dárnosla con queso.

“Todavía recuerdo cuando mi “padrí” me contó el significado de la expresión, y como la había sufrido en sus carnes o, mejor dicho, en sus papilas.

Mucho antes de que yo naciera (1982), y cuando el vino se vendía casa por casa, los pícaros comerciantes de éste daban primero a probar un tipo de vino (de buena calidad) que convencía al cliente. No obstante, no era éste el que el pardillo comprador (dicho sea con todo el cariño) se quedaba, pues inmediatamente después de la primera degustación se anunciaban que el siguiente vino a probar era todavía mejor, pero que para poder saborearlo plenamente era necesario eliminar el sabor del primero de la boca. Era en ese punto en el que entraba el queso, cumpliendo perfectamente la misión de eliminar el sabor del primer vino pero, sobre todo, convirtiendo el segundo (de peor calidad que el primero) en un magnífico caldo.

Así que, debido al sabor latente del queso en la boca y el “sabio” criterio del vendedor, el cliente se convencía de que el segundo vino era mejor y acababa pagando un precio superior por un vino peor.

Realmente no he podido olvidar la cara que puso mi “padrí” cuando me relataba la aspereza del vino comprado (el segundo) al degustarlo en solitario. Todo un poema.”


Rendido un merecido tributo a la memoria de nuestros abuelos, y retomando la senda discursiva que iniciábamos unos párrafos más arriba, me gustaría denunciar la facilidad que tenemos en caer en falacias naturalistas, esto es, confundir lo que es con lo que debe ser. Que, aplicado a lo que nos ocupa, podría traducirse en un: “que los precios sean elevados en muchos restaurantes no debería implicar que los precios de todos los restaurantes deban ser elevados”.

Cayendo en la falacia apuntada, eludimos el siempre importante contexto en cualquier análisis. Contexto que en restauración vendría definido mayoritariamente por la calidad del producto, del servicio, de la vajilla y la cristalería, por la exclusividad, por el grado de innovación e investigación que nutre cada creación que se nos sirve...

Así, debido a la vertiginosa escalada de los precios de los restaurantes acontecida los últimos años, sólo frenada por la severa crisis en la que nos hallamos sumidos, nos hemos resignado a que los restaurantes, con independencia de su calidad, sean caros.

¿Qué habría sido de nosotros si restaurantes como Libentia, Vivanda, Embat, Blanc de Tófona, entre otros, no hubiesen hecho un ejercicio de honestidad, recordándonos que la calidad no es necesariamente cara?

No quiero imaginármelo, pero supongo que algo como seguir agachando la cabeza ante barbaridades como pagar 21 euros por unos canelones (normalitos) y 24 euros por un Missenyora (excelente vino blanco de la tierras de Lleida que, comprado al por mayor, cuesta unos 8 euros) practicadas a diario en el Petit Comitè, erigido como paradigma de la cocina de firma y sólo de firma.

En definitiva, la calidad en la mayoría de ocasiones hay que pagarla, y lo hago a placer en Mugaritz, elBulli, Pierre Gagnaire, L’Atelier (París, no NYC), Alkimia, Dos Cielos y un largo etcétera, pues, transcurrido un tiempo, ni alcanzo a recordar el precio pagado por estas experiencias gastronómicas de primer nivel. Sin embargo, las que no puedo olvidar son aquellas en la que lo único facturable era una firma, un bagaje del cocinero no aplicado a sus creaciones, un “quien tuvo retuvo” y en las que, por encima de todo, brillaban por su ausencia la pasión y la honestidad tras los fogones.

Hagamos todos un ejercicio mental que hasta la mente menos arada para que la lógica florezca sería capaz de comprender:

¿Si un restaurante bueno es caro, ello implica que si soy caro seré bueno?

No, ¿verdad?

Pues impidamos a tantos restauradores que nos cuelen éste falso silogismo como, con picaresca y no con alevosía (como ahora se estila), el vendedor de vino se la colaba a mi “padrí” y tantos otros abuelos.

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