Regañar a un hijo, y lo dice alguien que todavía no los tiene –si desde la Santa Sede me leen pontificando sobre algo que desconozco puede que hasta quieran vestirme de púrpura- no creo que sea del agrado de ningún padre; como no lo es sacar los colores a un restaurante que, no hace tanto tiempo, me había regalado grandes momentos.
Pero ya que esta bitácora no es un panfleto publicitario –tampoco es un paredón aunque, últimamente, son unas cuantas las casas de comidas que se han puesto a tiro-, y a pesar de lo poco que me apetece estar escribiendo esta crónica, hoy tengo que hablaros de lo que, actualmente, se está cociendo en el restaurante Les Magnòlies.
Vaya por delante que sobre muchos de los méritos que constaté de esta estrellada casa de comidas de la Selva –para tranquilidad de los no catalanes, o de los que sí lo son pero catearon geografía en quinto de primaria, deciros que ésta es una “selva” de proximidad y en la que el bicho más peligroso que la habita debe ser alguna seta con la que mejor no cruzarse en un plato, pues se trata de una comarca gerundense situada a menos de una hora de Barcelona- no puedo, ni quiero, hacer ni un borrón, pues la valentía y la pasión de sus propietarios (el matrimonio formado por Isidre Fradera y Roser Gumà), la belleza de su sala y de su entorno, la calidad de su servicio, su magnífica bodega y el talento de su chef (Víctor Trochi), siguen intactos.
Pero no es menos cierto que el del pasado jueves ha sido el peor de mis almuerzos en el restaurante Les Magnòlies.
Hacía 20 años que el restaurante Les Magnòlies iba creciendo día a día y, tras la llegada de Víctor Trochi hace un lustro, esos pasos que debían cristalizar en un gran restaurante se agigantaron. De resultas de ello, llegaron las alabanzas de la crítica, una Estrella Michelín y, sobre todo, el favor del público –lo más importante pues, el respetable lo es “per se” y porque aplaude habiendo pagado su entrada-.
Pero mi impresión es que, en 2015, el restaurante Les Magnòlies no solo ha dejado de avanzar, sino que ha dado unos cuantos pasos atrás –quedaros, por favor, con el concepto “un paso atrás”-.
Sabedor de que pueda que me esté metiendo en camisa de once varas, me aventuraré a reseñar las que, creo, son las principales causas –muchas de ellas comprensibles, pero no por ello excusables- de la enunciada involución del restaurante Les Magnòlies.
Apostar por su oferta de catering, si bien ayuda a pagar las facturas –y, seguro, brinda grandes alegrías a los recién desposados-, no contribuye al crecimiento, en términos cualitativos –los cuantitativos aquí no nos interesan-, de un restaurante, pues, el tiempo es finito. En este sentido, no creo que ni la “mise en place” ni el pase de una, de muchas bodas deje ni el tiempo ni las ganas para desarrollar y, sobre todo, para probar, con el sosiego necesario, una propuesta gastronómica de altura.
Una afluencia de clientes sumamente irregular dificulta la concepción de un menú en el que el producto fácilmente perecedero tenga el debido protagonismo, pues las mermas se comerían todo lo cosechado por las bodas. No obstante, restaurantes como Casa Marcial, el Cenador de Amós u otros más próximos como Can Jubany o el propio Les Magnòlies se hicieron grandes lidiando en estas plazas.
Y que Víctor, un cocinero como la copa de un pino, haya dado rienda suelta a su vena Pollock/Tim Burton –mucho más contendida en pasados cursos- tampoco suma a la causa que el restaurante Les Magnòlies siga luciendo su Estrella.
La solución no la tengo, pero creo que, dar un paso atrás e interiorizar que, en ocasiones, menos es más, les harán más bien que mal.
Y así me atrevo a afirmarlo pues, en mi almuerzo de la pasada semana en el restaurante Les Magnòlies no advertí malas ejecuciones, sino cuestionables composiciones y, para muestra, no un botón, sino un menú degustación –¡Toma rima pueril!-.
Un menú degustación, a caballo de dos estaciones –sé que no es éste el mejor terreno para la lidia-, al que dieron forma:
Un correcto servicio de pan de elaboración propia (focaccias blanca y de butifarra negra y orejones) acompañado por un excelente aceite del Montseny (coupage de arbequina, manzanilla, picual y marteña) y sales Maldon natural y al vino tinto. Al respecto, creo que, si las circunstancias no lo permiten, es mejor recurrir a un gran pan de un tercero que ofrecer uno propio simplemente correcto pues, el pan, como todos asumimos con los quesos o el vino, y habiendo tan buenos artesanos en este campo, no entiendo que sea exigible que sea casero.
Un buen dúo de aperitivos (una suerte de vermut en dos servicios): aceituna helada rellena de anchoa; y gajo de yuzu impregnado con vermut y con cobertura de yogur y naranja sanguina.
Dos interesantísimas composiciones: cebolla, ponzu, café y navaja; y salmón, sorbete de apio, mojito de eneldo, pepinillos y piña.
Tres notables tapas que cerraban la parte más lúdico-festiva y, a la postre, la mejor del menú: nido de pasta kataifi con burrata, anchoa y dátil; coca de maíz con sardina ahumada, mayonesa de estragón y cilantro; y regañá de butifarra del perol, boletus, yogur y shiso.
Un notable ravioli de morcilla y gamba con crema de boletus, manzana, brotes de atzina y huevas de pez volador.
Un muy buen, aunque algo dulzón, ajoblanco con cigalas, frutos rojos, sandía, helado de ajo negro y hoja de capuchina.
Una magnífica –sin duda, el plato del menú, y la demostración de que Víctor es un gran cocinero- composición de: bombón dulce de escabeche, jugo de moluscos, granizado de leche de tigre y brotes de cilantro. Un ceviche perfecto (picante, dulce, ácido y, sobre todo, con sabor a mar –algo de lo que suelen adolecer el 99,9% de los ceviches que sirven doquier-).
Y del cielo al infierno en un cerrar de ojos de la mano de:
Una tan barroca como pesada composición de ostra empanada, bechamel de jamón, sofrito de tomate, zanahoria y cebolla, melón y menta -levantada quedaba la veda a los “2 en 1” sin ton ni son-.
Unas anémonas en tempura –nada conseguida- con ají amarillo, algas y galleta helada de trompetas de la muerte. Que las anémonas y el ají pueden ser un gran matrimonio ya nos lo demostró Gastón Acurio, y que sobre éstas puede construirse un buen mar y montaña estoy convencido, pero el “2 en 1” ofrecido se me antojó como un collage de difícil digestión.
Y de otro “2 en 1” tan poco lúcido como lucido. En este caso, la fallida fusión era la de dos platos típicos del imaginario gastronómico catalán (gambas con chocolate y estofado de sepia, patatas y chocolate) materializada en unos calamares con patata hervida, sofrito de tomate, cebolla y perejil, fondo de gamba y ralladura de chocolate. Sin duda, la fusión pretendida no solo la veo factible, sino que se me antoja interesantísima, pero no vestida de esta guisa, con esta formulación.
Se sosegó el paladar gracias a una correcta ensalada de tomates con sorbete de aceituna negra, briox de tomate seco y un pepino de corte vulgar que afeaba el conjunto.
Pero zozobró de nuevo por culpa de:
Una composición de bacalao (en crudo), foie (cocinado a baja temperatura), nueces (su helado y al natural), frutos rojos (tierra) y yogur, a la que le iba como anillo al dedo la expresión catalana “poti-poti” (mezcla confusa).
Una poco lúcida composición de huevo de corral, judías del Ganxet guisadas con tripa de bacalao, panceta, escamas de cebolla frita, falsas judías de pan y espuma de legumbres. Y digo solo poco lúcida -lucida, esto es, bien ejecutada, resultona… lo era un rato- pues, la que tenía que ser la soprano del plato, la judía del Ganxet (el huevo era el tenor), quedaba completamente enmudecida por la panceta, la tripa, la cebolla y, sobre todo, por una espuma de legumbres en la que la voz cantante la llevaban los garbanzos.
Un rococó visualmente y barroco gustativamente, plato de bogavante con velo de caldo dashi, acompañado por una crema de maíz, una falsa concha elaborada con fondo de gamba, y discutiblemente matizado con yogur, cebolla, remolacha, sésamo y salsa teriyaki.
Una crepe de pollo de payés, en exceso napada con un sofrito de tomate, completamente fuera de lugar -si creyese en los viajes en el tiempo, diría que se trataba de un plato de los albores de la “nouvelle cuisine” que se había subido a un Delorean-.
Un postre que puede que hiciese las delicias de María Antonieta pero que un servidor sigue sin encontrarle ni pies ni cabeza. “Vieira” (el soporte) rellena de helado de wasabi, cacahuete de wasabi (el embolsado de Adrian’s Choice –¡Joder, Víctor!-), granizado de lichi, melocotón a la mostaza, espuma de pisco con angostura, berenjena asada, yogur griego, tierra de pimienta rosa… Sinceramente, no creo que nadie pueda reconocer aquí -ni él mismo- el ganador del premio The Best Dessert 2011 de Espai Sucre.
Una pueril, y de ejecuciones mejorables, deconstrucción de un “cupcake” de chocolate: bizcocho de zanahoria, crema de queso, sorbete y tierra de mandarina, cobertura de chocolate, espuma de coco y crema de lima.
Y cerró un almuerzo al que, seguro, el del año próximo dejará en un mero desliz, un “Cubanito” -¿Todavía existen? Espero que sí, pues nuestros niños ya tienen suficiente pena con que su Son Goku sea Bob Esponja- de leche merengada, acompañado por un buen café.
En definitiva, la actual cocina de Víctor Trochi ilustra a la perfección que la cocina no es una ciencia exacta, en la que uno más uno no siempre suma dos, y menos cuando se pretenden sumar peras y manzanas o, en este caso, la filosofía culinaria nipona (dónde el sabor se fabrica en el paladar del comensal a partir de sutiles matices gustativos) y el recetario continental (donde en las cocinas se fraguan los más complejos sabores para, luego, ser llevados, ya dispuestos en el plato, a la boca del comensal).
Permitidme un “bis”. En definitiva, como decía Thomas Alva Edison, “las personas no son recordadas por el número de veces que fracasan, sino por el número de veces que tienen éxito” y, sin duda, son muchos los éxitos que Víctor Trochi y el restaurante Les Magnòlies han cosechado -y los que les quedan por cocinar-.
Bodega: Lo dicho, magnífica, por referencias (casi 500) y precios, carta de vinos. Dado que tocaba conducir, me quedé con un Villa de Corullon 2012 (Mencía), D.O. Bierzo, Descendientes de J. Palacios, de pequeño formato (3/8).
Precio: 100€ (menú degustación (82€) + bebidas). Otros precios: 59€ (menú de mercado), 60€ (precio medio a la carta. No obstante, son tan pocos los platos ofrecidos a la carta y, asimismo, la cocina de Víctor no invita, no merece ser descubierta por tales cauces que, según me comentó el propio Víctor, desde febrero que no sirve ningún ágape a la carta).
En pocas palabras: Un paso atrás (el dado en la cocina y el que deberían dar en el restaurante para tomar el impulso necesario para alcanzar sus cotas más altas).
Indicado: Para comenzar un romance con el restaurante Les Magnòlies. Hoy os cautivará su exterior (entorno, sala y servicio) y mañana seguro que lo hará su interior (su cocina).
Contraindicado: Para los que prefieren mirar hacia otro lado cuando lo que ven no les gusta.
Mossèn Antoni Serres 7, Arbúcies, Girona.
972 860 879
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