Las ganas de descubrir lo que se cuece, desde el pasado mes de abril, en esta antigua capilla dedicada a la virgen de la Bellvitja eran parejas al temor de llevarme otro -el enésimo- desengaño.
Afortunadamente, con el restaurante La Bellvitja he podido saciar algo mi hambre de restaurantes que valen más de lo que cuestan.
Y bien sencilla es la receta -suelen ser las mejores- con la que, estoy convencido, el restaurante La Bellvitja será noticiable más allá de los gratuitos -en toda la extensión de la palabra- titulares que generan tantos -demasiados- restaurantes por el mero hecho de aparecer en escena.
Una propiedad que sabe lo que se trae entre manos -la burbuja de la restauración acabará petando y haciendo daño a muchos por culpa de demasiados propietarios que hoy abren un restaurante, pero que ayer hubiesen abierto una agencia inmobiliaria y mañana lo harán con una tintorería si éstas están de moda- y que responde al nombre de Monika Linton (propietaria, bajo el paraguas de la empresa Brindisa Tapas Kitchens, de cinco restaurantes en el Reino Unido y referente en la exportación a ese país de productos gourmet españoles).
Un espacio y una ubicación privilegiados. Un privilegio es tanto ocupar una antigua capilla -también es una responsabilidad, pues travestirla sería un pecado capital- como ser vecino del mercado de mercados, La Boqueria.
Una cocina, como diría Karlos, con fundamento, traducido en solvencia tras los fogones (con Carles Ramón y Oriol Lagé al frente) y en recuperada -en buena parte del Libro de Sent Soví (recetario medieval escrito en 1324, aunque se discute si podría ser anterior, por un valenciano anónimo)- tradición en su propuesta gastronómica (propuesta propicia para un vermut, un ágape o un festín -que los estómagos o los bolsillos provean-).
Lo peor y lo mejorable (por partida doble) de esta receta es, respectivamente, que, como le sucede al restaurante Bar Bas, La Bellvitja ofrece una cocina para locales en tierra de guiris, y sus postres (lo menos dulce, en sentido metafórico, de su propuesta) y su bodega (facilona y carilla).
Y así, de la mano de un atento y agradable servicio, el pasado sábado al mediodía fui, vi y casi vencí -mi paladar, como mi corazón, no es sencillo de conquistar- en el restaurante La Bellvitja gracias a:
Una buena coca de pan de Mosén Cinto con tomate, aceite, sal y ajo.
Una interesante -más para los devotos de la bechamel que para los amantes de nuestro producto más envidiado- croqueta de jamón ibérico. Lo dicho: crocante, cremosa, pero algo falta del umami propio de nuestro jamón ibérico de bellota.
Una resultona coca fina -tal vez demasiado, a tenor de la que iba a caerle encima- de rebozuelos, cecina D.O. Capricho -muy buena, sí, pero que no os líen y apostad por la de Lyo-, huevos poché de codorniz, compota de cebolla, tomates cherry pelados -buen detalle- y rúcula.
Un excelente (calidad y punto de cocción) morro de bacalao cocinado a baja temperatura -atemperado diría yo, y no le hace falta nada más, pues el bacalao salado y desalado es ya un producto terminado, o es que alguien, ante una loncha de jamón ibérico exclamaría “¡Camarero, retíreme esto, que está crudo!”- perfectamente acompañado por una salsa de oruga (así se define en el Sent Soví esta suerte de pesto de rúcula), cebolla crujiente y cogollo a la plancha. Sin duda, el plato del almuerzo.
Un buen plato en boca pero, a su vez, un fallido mar y montaña. Bueno, pues las albóndigas de buey D.O. Capricho eran excelentes (por sabor y justa cocción), pero un fallido mar y montaña pues ni el guiso ni los tallarines de sepia tenían el punch necesario para dirigirse de tú a tú a las albóndigas.
Y dos postres algo, o muy decepcionantes.
Muy decepcionante su Hypocras por culpa de una crema de mascarpone demasiado subida de naranja y un insulso bizcocho crujiente de especias -para más inri, de textura redundante con el crumble que también adornaba el postre-. Lo mejor, el sorbete de vino y frutos rojos.
Y algo mejor la tatin de melocotón con crema de Juanola y helado de vainilla. Pero solo algo pues, el melocotón adolecía de falta de cocción, el sablé que hacía las veces de base de la tatin era anodino -ya no entro a valorar la idoneidad de tal elección; ¿Acabo de hacerlo? Acabo de hacerlo- y lo mejor del postre (la crema de Juanola) tenía una presencia casi testimonial -supongo que, por falta de atrevimiento-.
En definitiva, un restaurante que merece que nos adentremos en territorio comanche para que, con nuestro favor, pueda crecer -base para ello la tiene- y lo veamos devuelto en forma de una franca y sabrosa cocina tradicional catalana -algo de lo que Barcelona no anda sobrada-.
Bodega: Tocat de l’Ala 2013 (Garnacha, Cariñena y Syrah); Coca i Fito & Roig Parals; D.O. Empordà.
Precio: 40€. Otros precios: 25€-45€ (precio medio a la carta) y 15€ (menú mediodía).
En pocas palabras: Con La Bellvitja sí que comulgo.
Indicado: Para los que preferimos que nuestros cocineros lean más libros de recetas, aunque tengan casi mil años, que manuales de química.
Contraindicado: Para los que tradición y clásico les suena a viejo y casposo -id al otorrino-.
Carrer de l'Hospital 38, Barcelona.
934 618 246
PD: Si me permitís una sugerencia, la guinda a un ágape en el restaurante La Bellvitja podría ser un cóctel -un mojito de coco y chile o este Marie Rose (ginebra, licor de sauco, zumo de limón, azúcar y romero)- en la terraza del próximo Hotel 1898.
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