lunes, 11 de mayo de 2015

Manolete

80.000 son los restaurantes de España, 16.000 de ellos, en Catalunya.

2 y 1,7 por cada mil habitantes son los que se cuentan, respectivamente, en Barcelona y Madrid.

Para que, a la postre, los opinadores -¿Cuántos de ellos cautivos? ¡Cuántos de ellos cautivos!- terminen, terminemos farfullando sobre las mismas casas de comidas.

La excusa: en nuestro país florecen más restaurantes que rosas en mayo pero, por desgracia, su vigor dura menos que el perfume de los capullos de la flor del amor -¡Cuánto capullo!-.

La autocrítica: ni el seguidismo ni la originalidad "per se" son buenos faros.

La cruda realidad: hay tantas casas de comidas en nuestro país que ni son casas –son antros- ni dan de comer –a duras penas un ágape en ellas cubre la fisiológica necesidad de alimentarse-, y, asimismo, algunos de los que opinamos lo hacemos contra nuestro bolsillo, que acaba por resultar más difícil que las doce pruebas de Hércules el poder ofrecer una fotografía real y, sobre todo, actual de nuestro panorama gastronómico.

No obstante, ayer me levanté valiente y me dije: pon la cámara y el bloc de notas en el bolso y… a la aventura.

Y, pues no hay mayor epopeya que buscar a ciegas un restaurante en el centro de Barcelona, me monté en un S1 Terrassa dirección Plaça Catalunya y, entre hordas de turistas y bandadas de palomas comenzó una previstamente decepcionante andadura.

Vetados, tanto por conocidos como por ser valores seguros –debo recordaros que iba a la aventura-, restaurantes como Shunka, Dos Palillos, Bar Cañete, Suculent, Arume (del que os hablaré en un par de días), Allium o Llamber, y tras descartar, ya fuese por su carta, por su estética o por motivaciones muchos menos oscuras que lo que el ágape me hubiese deparado más restaurantes de los que hubiese querido, andados el Gótico, el Raval y el Born terminé por recalar en el restaurante Manolete.

Un restaurante del que, a pesar de su privilegiada localización (en los pórticos contiguos al mítico 7 Portes) y de su cuidada estética, como Eduardo Mendoza con Gurb, no había tenido noticias. Pero como tocaba arriesgar –os aseguro que si bien suelo meterme en camisas de once varas difícilmente me adentro en restaurantes que se autodefinen como de “Tapeo relajao” o cuya carta parece, a bote pronto, tan resultona como su decoración-, apreté el… y he aquí mis impresiones del almuerzo sabatino que me regalé en el restaurante Manolete.

Tras un tan agradable, por el espacio, como anodino, por lo bebido, aperitivo, por cortesía de “una chica Martini”, del que disfruté en la terraza del restaurante Manolete mi almuerzo, de la mano de un atento servicio, discurrió por:

Una correcta coca de pan regada con un vulgar aceite de Osuna.

Una buena pero, a tenor del nivelón barcelonés en lo que atañe a las croquetas, de poco valor relativo, croqueta de jamón (buena bechamel y mejorable rebozado).

Una interesante ensaladilla rusa (tipo “mashed potatoe”), aderezada con mermelada de pimientos del piquillo. No obstante, mucho mayor interés despertaría, de nuevo, dado el nivelazo de las ensaladillas que circulan por Barcelona –mi “Pole position”, sin lugar a dudas, la tiene la del restaurante Vivanda- si a un atún de bocado plano lo sustituyese un pedazo de mar que pudiese competir en igualdad de condiciones con una muy buena pero, a su vez, muy invasiva, mermelada de piquillos (e.g. sardina ahumada, anguila, morrillo de atún).

Un dos en uno de pulpo (de excelente textura gracias a su cocción a baja temperatura) que resultaría de muchísimo más interés si decidiese por querer más al padre o a la madre. O con patata y aceite de ajo y pimentón o con humus y especias, pero no con un magnífico humus especiado y aceite de ajo y pimentón.

Un excelente –sin duda, lo mejor del ágape- ceviche de vieiras y langostinos. Excelencia propiciada por mariscos de altísima calidad y por un interesantísimo aderezo: agua de maíz –acertadamente dulce-, cilantro (brotes y licuado), lima (ralladura), aguacate -muy untuoso-, chile –picaba lo justo-, y cebolla morada.

Un buen bocata de calamares. Lo mejor: la fritura del calamar y la ralladura de lima. Lo mejorable: un correcto pan de mollete y un toque de ajo que le hubiese venido como agua de mayo.

Y una resultona tarta de queso. Bien tanto por el helado y liofilizado de frambuesas que la acompañaban como por su sabor, pero muy mal por la dos fases que componían la crema de queso (un cremoso de queso y una dulzona gelatina de chantilly).

En definitiva, un restaurante que, si bien no merece la excusión, sí que se me antoja como un buen alto en el camino que se hace por los andares del centro, turístico, de Barcelona.

Bodega: Corta, pero completa –entre sus diez tintas referencias hallaréis vinos que se dejan beber y vinos para el recuerdo (e.g. Allion o PSI)– carta de vinos de la que me quedé con un plano –a días luz del de Vallegarcía y a años de las del Ródano- Viognier 2011 del Marqués de Alella.

Precio: 35€ (precio medio 25€-35€).

En pocas palabras: En zona de ciegos, bien vale un buen tuerto.

Indicado: Para los que sepan leer, y les baste, en la apostilla tapeo-relajao una comida tan buena, bonita y barata como sin pretensiones.

Contraindicado: Para los que pasean mucho pero solo sacan a pasear su cartera cuando la ocasión bien lo merece.

Paseo Isabel II 2, Barcelona.
933 158 074

2 comentarios:

  1. Osti tu...!!... l'eslògan de "El chorizo no es dañino si se acompaña de buen vino", m'ha deixat esmaperdut... :) :)

    Aquest no el tinc previst ni "se me espera... ".

    Però el nom em sona de que fa unes setmanes van organitzar una d'aquelles trobades de "presentació" i en algun lloc vaig llegir alguna cosa.

    Una abraçada!

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    1. Sens dubte, Ricard, no justifica el viatje, però si passes per allà...

      Una abraçada,

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