domingo, 17 de mayo de 2015

Batuar

“Ser, o no ser”, esta no es la cuestión, sino, qué son.

¿Y qué son los hoteles de alta alcurnia para los cocineros?

¿Paraguas o sombrillas?

O en cristiano: ¿Son plataformas para el lanzamiento de nuevos talentos o para la consolidación de grandes chefs u oasis artificiales diseñados para el retiro dorado de chefs con más ganas de tomar el sol que de cocinar?

Como en la viña del Señor, hay de todo.

Afortunadamente, en el caso del recién inaugurado hotel Cotton House han apostado por, y valga la redundancia, apostar por un nuevo talento en vez de caer en la rentable tentación de poner un nombre a cocinar –si bien el Cid ganó batallas ya muerto, dudo mucho que haya un solo cocinero en el mundo que sin mancharse la chaquetilla pueda llegar, a través del paladar, a conquistar el corazón de un comensal-.

Un Cotton House que ocupa la antigua sede de la Fundación Textil Algodonera (un edificio del siglo XIX e icono del estilo neoclásico) y que ha bautizado a su restaurante como Batuar (el nombre que recibía la máquina que se ocupaba de prensar el algodón para eliminar sus impurezas).

Un restaurante Batuar de cuyo interiorismo, como del resto del hotel, se ha encargado el prolífico Lázaro Rosa-Violán. En este sentido, es tan cierto que estoy ya bastante cansado de su estilo “neo-piji-rústico” como que ésta es de las mejores actuaciones que le recuerdo pues, a diferencia de muchos de sus interiorismos, el del hotel Cotton House resistirá, y muy bien, el paso del tiempo. Y lo hará ya que el estilo colonial que le ha infundido no tiene ni épocas ni temporadas, sino solo calidez. Una calidez caribeña para los meses de calor y una calidez, al estilo Chez Cocó, para los meses de más frío, aunque de estos cada día tengamos menos en Barcelona –solo espero que ello no suponga una pareja reducción de la cocina de invierno, pues sin la caza, sin los platos de chup-chup… en definitiva, sin la cocina profunda ¡Qué sentido tendría vivir!-.

Un hotel y un restaurante que todavía no cuentan ni con 100 días de vida y cuyo público, a tenor de lo constatado en las dos visitas que ya les he dedicado, es eminentemente del hotel. No obstante, si el restaurante Batuar pule lo que debe pulir y de la mano de una de las mejores terrazas de Barcelona -en la que, por cierto, se preparan cócteles al nivel del marco-, esta balanza rápidamente se decantará hacia el público local.

Y así, el talento por el que en el hotel Cotton House han apostado para que tome las riendas de la cocina de su restaurante Batuar, es el que destila el treintañero Stefan Winter (formado en Akelarre y con bagaje en otras grandes casas de comidas como Arzak o Can Jubany).

Un Stefan Winter que ha diseñado una carta repleta de platos propios del imaginario hotelero (e.g. ensalada César, Club Sándwich o hamburguesas), de tapas (e.g. bravas, croquetas o surtidos de embutidos), de platos de cocina de mercado (e.g. arroces, pastas, pescados salvajes o cochinillo) y de otros de corte más creativo (e.g. roca de foie, sus postres o algunos con los que en breve toparéis).

Un restaurante de cuya sala se responsabiliza Amparo Fos, y… ¡Vaya responsabilidad!, pues mucho trabajo tiene la pobre por delante si pretende –lo que espero y deseo- pulir las numerosas carencias de las que adolece la sala del restaurante Batuar (e.g. tiempos o conocimiento de la carta)-.

Un restaurante Batuar del que, el pasado jueves, disfruté –dicho sea con la boca pequeña- de:

Un correcto aperitivo de la casa en forma de unos conos, de pesto y de sésamo, rellenos de mousse de salmón.

Una muy buena croqueta de manitas de cerdo, setas y foie. Y digo muy buena, y con la boca bien grande, por lo diferente de sus texturas (de rebozado crocante como pocos y de corazón sumamente fluido) y, sobre todo, por lo sabrosísima que era. Una gran croqueta que me dejó con muchas ganas de probar sus pares (de calabaza escalibada, de jamón ibérico, de gambas y algas, y de faisán y trufa).

Unos buenos panecillos –siento ser pesado, pero ¡El tamaño, en el pan, sí que importa!- del horno Baluard (cereales –el mejor-, olivas y frutos secos, pasas y orejones), acompañados por la solvente arbequina ilerdense del aceite L’Estornell.

Un buen gazpacho de cerezas al que afeaba el helado de queso Idiazábal que lo acompañaba. Y lo afeaba no por lo desacertado del matrimonio –sobre el papel, parecían la pareja perfecta-, sino porque el helado era muy tenue de sabor -el agradable dulzor del gazpacho de cerezas exigía sal y humo para equilibrar el paladar- y, para más inri, éste llegó a la mesa casi desecho –culpa compartida entre una sala despistada y un helado elaborado con Pacojet (además de no convencerme la textura que ésta confiere, los helados preparados con Pacojet tienen muy poca estabilidad)-.

Un notable tártar de salmón acompañado con un crujiente de avena, láminas de pepino con un ligero aliño de vinagre, brotes verdes, salsa tártara de eneldo, huevas de salmón, esferificaciones de limón y al que solo restaba enteros un gustativamente prescindible, además de mal ejecutado (húmedo) crujiente (ovulato) de aceituna negra.

El que hubiese sido un buen canelón de rabo de toro y cigalas si una pésima gestión de pase, de cocina, no lo hubiese destrozado -la salamandra que lo regeneró se lo cargó, pues, además de secar tanto el canelón como la bechamel, pasó de punto de cocción las cigalas-.

Un interesante muslo de pato al horno relleno de piñones y orejones y acompañado con patata violeta al tenedor, espárragos blancos y cebolletas cocinadas en frío en almíbar –excelentes-, que resultaría un gran plato de aparecer en escena alguna nota cítrica, encurtida o especiada que ayudase a despertar un paladar que se duerme por culpa de un exceso de dulzor.

Una conceptualmente más que interesante crema catalana Cotton House, pero que, por culpa de unos helado, espuma y sopa de crema catalana de tenue sabor, un isomalt de canela gomoso, y a pesar del buen papel desarrollado por la naranja confitada, acababa por materializarse en cuatro bocados anodinos –sin duda, un postre que puede pasar de un 4 a un 8 en un abrir y cerrar de ojos-.

Una buena –aunque a años luz de entrar en la Champions de Barcelona- torrija con helado de haba tonka.

Y un excelente cóctel Bebop Star Swizzle (Ron, Amaretto, Aperol, lima, pomelo, Bitter de clavo y sirope de Canela).

En definitiva, el restaurante Batuar es una gema por pulir y, como tal, si lo hacen, Barcelona deberá hacer un hueco en su joyero gastronómico pero, y de no hacerlo, al traste y al trastero se verá abocado.

Bodega: Cortita, facilona y cara –no conozco restaurante de hotel que no adolezca de este último mal-. Mi elección, un Montsant: Donyet 2012 (Cabernet Sauvignon, Cariñena, Garnacha y Merlot) de Bodegas Venus La Universal. 33€ por una botella de Donyet 2012 me parece caro, pero 6€ por un botellín de agua… ¡De escándalo!

Precio: 75€ (63€ de la cena y 12€ del cóctel). Precio medio 50€-70€. Menú mediodía 25€.

En pocas palabras: Una joven promesa.

Indicado: Para los que gustamos de descubrir a Xavi, Iniesta o Messi mientras jugaban en el filial, so riesgo de estar realmente contemplando futuros Haruna Babangida, Gai Assulin o Jonathan Soriano.

Contraindicado: Para los que un buen interiorismo y una mejor terraza no cubren las lagunas que dejan una cocina y una sala por pulir.

Gran Via 670, Barcelona
93 450 50 45

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