martes, 15 de diciembre de 2015

Toto

Hace pocos días conmemorábamos el centenario de la Teoría de la relatividad de Einstein y, si algo demuestra más la relatividad del tiempo que los ciclos vitales de las distintas especies que poblamos el planeta (para la mosca del azúcar la vida de los gatos es una eternidad, mientras que para la tortuga gigante, la de éstos no pasa de un estornudo), éstos son los tiempos de la restauración.

Tres años -mucho más que la esperanza de vida del 80% de los restaurantes de NYC- han trascurrido desde que el restaurante Toto se presentó en sociedad, pero es ahora, cuando ya no se escucha ni el eco del ruido que hicieron entonces tantos palmeros, que me apetece pasar por mi tamiz el primer (por lo que me comentaron, no será el último) restaurante de los fundadores (Rafael Campos y Ronit Stern) y antiguos propietarios (hace poco más de dos años la vendieron) de la panadería Crustó.

No -o sí- viene al caso pero, por si a alguien le interesa, uno recorre unos cuantos kilómetros a la semana para que en su casa nunca falten los Panes Creativos de Daniel Jordà, los de La Llibreria, o los de Triticum -¿Ordenados aleatoriamente? ¡No! ¿Alfabéticamente? Mera casualidad. Entonces: cuestión de preferencias-.

Pero volvamos a lo que nos ocupa, y que no crea que sean mis hábitos alimentarios -por cierto, tan alejados de los que no me dejan comer más de dos lonchas de jamón o de cecina al día, como de los que me encorajan a compartir la dieta de cerdos y vacas-, sino el qué (es y comí) del restaurante Toto.

En este sentido…

Lo mejor del restaurante Toto es:


Que nace de la pasión -un arma de doble filo, pues solo pasión es sinrazón- de dos cultos y cultivados gastrónomos.

Que se practica una política de productos de Km.0, ecológicos y de temporada, pero sin integrismos -tan cuestionable es tirar todo el año de invernadero o de productos con más kilómetros en la espalda que Fernando Alonso, como renunciar a una habita de Guetaria o a una patata gallega por el mero hecho que hablen vasco o gallego y no catalán-.

Que luce uno de los mejores interiorismos -junto con el de Casa Paloma o Bar Bas- firmados por Lázaro Rosa Violán. Y así es pues, aquí, como en los dos otros restaurantes citados, la decoración se pone al servicio de la propuesta gastronómica y no al revés.

Lo peor:

Que su irregular servicio de sala no está ni al nivel de lo servido ni al del marco en el que se desenvuelve.

Que se presenta como “restaurante y bar de vinos”, pero que su tristona y carera bodega desmiente la segunda parte del enunciado.

Y lo mejorable:

Una propuesta gastronómica, firmada por Giacomo Massagli, notable en lo macro (concepto) pero cuestionable en lo micro (la aterrizada) y que, para mayor inri, debe intentar dar satisfacción a un público que busca la alta degustación y a otro que acude al restaurante Toto en busca de la BBB -más difícil de aprehender que el Arca Perdida-.

Y de los más y los menos, y todo lo contario, del restaurante Toto dan fe:

Un notable vermut de la casa (Yzaguirre Reserva aromatizado con canela y piel de naranja y con un “shot” de soda) disfrutado en su bulliciosa -no por el ambiente, sino por el tráfico de la calle Valencia- terraza, acompañado por unas buenas almendras tostadas con curry, hinojo y anís, y unos mejores garbanzos fritos aderezados con romero.

Un irregular servicio de “panes” (correcto el pan rústico de Crustó, buena la focaccia con romero, cebolla y tomate, a pesar de lo invasivo del pimiento rojo, y excelente un grissini por el que todos nos vestiríamos de niño para que nuestra yaya nos lo comprase al acompañarla a comprar el pan), acompañado por un notable aceite ecológico jienense.

Una delicada crema de alcachofas con avellanas, pero a la que unas hojas de romero fritas (por su textura invasiva) le restaban bastantes enteros -el matiz gustativo era idóneo, pero la idoneidad en el plato se hubiese alcanzado, por ejemplo, a través de un aceite de romero-.

Una burrata un poco bruta. Brutal la calidad de la burrata -de las mejores que he comido-, interesante la vinagreta de chalota y pimientos que la aderezaba, pero muy poco atinada la intervención de unas habas en tempura que, además de quedar “blandúrrias” por efecto de la vinagreta y de una tempura poco conseguida, aportaban un matiz gustativo en exceso graso que nada demandaba la burrata -a mi entender, unas habas escaldadas harían de ésta una ensalada redonda pues, a sus matices gustativos se sumaría ese plus de frescura que anhelaba el plato-.

Una alcachofa “alla Giudia” (hervida y frita) con menta, piñones y proscuitto por pulir, pues, el proscuitto italiano es al jamón Joselito (u otro jamón ibérico de bellota que se precie) como un servidor a García Márquez y, por ende, la menta y los piñones se lo comían.

Un carpaccio de lubina, hinojo, granada y lima que, de pulir sus proporciones, sería un plato redondo. En particular, menos hinojo y menos granada sería más lubina y, en consecuencia, más y mejor plato.

Un sui generis e impecable steak tártar (excelente carne de solomillo de vaca cortada a cuchillo, sutilmente aderezada con yema de huevo, pimienta, lima, vinagre, arándanos y salsa de pescado).

Unos magníficos ñoquis de boniato con boletus, mantequilla de trufa, tomillo y parmesano.

Un sabrosísimo y tiernísimo codero cocinado a baja temperatura, notablemente acompañado con lentejas caviar, puré de calabaza, salvia frita y “crème fraîche” con menta.

Y al llegar los postres: el sabroso dilema de tener que elegir una de las muchas tartas que se exponen en medio del restaurante. Entre la buena pinta que tenía todas y que soy goloso “de mena”, no pude quedarme con una sola y, así, disfruté, y mucho, de:

Una notable tarta de mascarpone y crema quemada (una suerte de “cheesecake catalan style”).

Y una excelente tarta de cacao Valhrona (nada dulce y de textura parecida a un fondant) con “crème fraîche”.

En definitiva, un buen marco y mejores ideas, pero para que el restaurante Toto sea todo un restaurante, debe decidir, y apostar por ello con todas las consecuencias, qué quiere ser ahora que ya es mayor: el quiero y no puedo que es actualmente, una resultona casa de comidas con interés para muchos pero no para mí, o un Toto de película.

Bodega: Cuarentena de referencias de valores revisables pues, el económico debería bajar, mientras que, el de sus referencias subir, y mucho. Mi tuerto en el país de los ciegos: Planella 2013 (Cariñena, Garnacha, Syrah y Cabernet Sauvignon), Celler Joan D’Anguera, D.O. Montsant.

Precio: 75€ (menú degustación (49€) + bebidas). Otros precios: 30€-45€ (precio medio a la carta), y 15,90€ (menú mediodía).

En pocas palabras: Toto o nada, pero no todo lo contario.

Indicado: Para los que un buen regalo son sus intenciones y el lazo que lo envuelve.

Contraindicado: Para los que lamentamos tanto la pérdida de clase media en la sociedad española como el exceso de ésta en nuestra restauración.

València 246, Barcelona.
934 676 729

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