Basteret, La Borda de Lana (un restaurante de visita obligada, pero cuya mayor virtud, a pesar de su aclamadísima tortilla de patatas, no radica en su cocina, sino el privilegiado enclave en el que reposa) y, como colofón a una escapada de fin de semana al Valle de Arán, tocaba descubrir –sí, a pesar de sus más de diez años de vida, hasta hace unos días seguía siendo un desconocido para mí- un nuevo restaurante: Casa Tana.
Aunque en este caso, y a diferencia de la imperdonable e injustificable ignorancia sobre lo que se cocía en el restaurante Basteret, tengo una ligera excusa, pues hasta hace bien poco tiempo Casa Tana era más un bar de pueblo –dicho con todo el respeto que éstos pedacitos de la historia rural de nuestro país me merecen- que un bonito restaurante, también de pueblo –aunque vaya uno, pues del bello Artíes estamos hablando-.
Alma y medio cuerpo de bar que en el restaurante Casa Tana sigue advirtiéndose en el familiar trato a los comensales (Fernando y señora, e hijo si el número de reservas así lo requieren, son los que son y ni uno más en Casa Tana) y en buena parte del comedor, pues su sala se divide en dos mitades que jamás admitiríamos casar en Barcelona, Madrid o cualquier otra gran o mediana ciudad. Y así, a media sala renovada, luminosa, con vistas a la calle y al río, la completa un espacio que haría las delicias de cualquier director de cine en busca de un genuino decorado de bar de pueblo –por supuesto, con tele colgada de la pared por el mismo precio-.
Y si os preguntáis el cómo de esta metamorfosis, de esta evolución de bar a restaurante, en una algo ruda expresión, a la que inmediatamente daré explicación, hallaréis la respuesta.
Cuestión de huevos.
No sé si en Casa Tana fueron primero los huevos o el bar, pero no tengo ninguna duda que de sus huevos nació el restaurante que hoy nos ocupa –desconozco cuántos huevos fritos deben servirse para poder engendrar un restaurante, pero seguro que no son pocos-.
Y así, gracias al fruto de la gallina, el restaurante Casa Tana es hoy un referente de la gastronomía del Valle de Arán y cuya visita, aunque no indispensable, se antoja como muy recomendable.
Visita, la mía, que me llevó por los siguientes derroteros gastronómicos:
Una correcta longaniza seca y un muy mejorable pan tostado con aceite, tomate, ajo y sal servidos a modo de entretenimiento.
Unas también correctas croquetas de jamón.
Un excelente paté –tal vez, lo mejor del ágape-.
Unos buenos huevos fritos -¿Y las puntillitas de la clara?- con patatas fritas y morcilla dulce -¡magnífica!
Unos buenos huevos fritos con foie (notable materia prima), patata panadera y cebolla confitada (ambas de mejorable ejecución).
Una notable tarta de queso mal acompañada por una insulsa pero dulzona nata y un intensísimo culís de frutos rojos.
Y un buen arroz con leche.
En definitiva, un buen restaurante si el cuerpo os pide huevos, pero que pierde enteros si no sucumbís al que, sin duda, sería el alimento más apreciado y preciado del mundo si las gallinas pusiesen un solo huevo al año.
Bodega: Convencional, aunque a más que razonables precios, carta de vinos. Azpilicueta 2008 (Tempranillo, Graciano y Mazuelo). Bodegas Juan Alcorta. DO Rioja.
Precio: 30 €
En pocas palabras: ¡Olé sus huevos!... y poco más.
Indicado: Para disfrutar en una más que acogedora sala –cruzad los dedos para que os toque su mitad renovada- de unos buenos huevos y un mejor paté.
Contraindicado: Para los que un Danacol por la mañana ni les limpia la conciencia ni las venas.
Carrer Major 16, Arties.
973 644 294
Lo de fritos es por costumbre porque de frito tiene poco. Para mi un buen huevo frito debe de tener el dorado en las claras. Parece una tontería pero en pocos sitios he probado un buen huevo frito como los que hace mi madre.
ResponderEliminarTienes toda la razón del mundo, apreciado Anónimo. Sin puntillitas un huevo frito no lo es del todo.
ResponderEliminarCelebro la pericia de tu madre con los huevos -la mía tampoco es manca-.
Un saludo,
eduard