Hay máximas que, seguro, muchos creíais que jamás rondarían estos fueros, pero dado que en verano se estila lo ligero –si hasta los periódicos, en agosto, más parecen una octavilla parroquial que un diario al uso, no va a ser un servidor menos, o más-, no serán pocos los que tendrán que frotarse bien los ojos después de leer lo que sigue.
“Lo bueno, si breve, dos veces bueno”.
Y pues parece que el dos es hoy el número mágico, en un par de teletipos, eso sí, gorditos -no le pidáis peras a este olmo- daré carpetazo a las tediosas introducciones con las que, a la mayoría, hastío.
El restaurante Dos Palillos de Albert Raurich (quien sustituyó a Sergi Arola en 1997 como jefe de partida en elBulli, para terminar convirtiéndose en uno de los jefes de cocina con más influencia en el mejor restaurante de la historia) y Tamae Imachi (la gran mujer que hay detrás, o delante, de todo gran hombre y, a su vez, sumiller y jefa de sala del restaurante Dos Palillos) es un “must”, un indispensable… llamadlo como queráis, pero visitadlo, de Barcelona. Y lo es, por supuesto, por una cocina de autor que fusiona casi a la perfección las gastronomías asiáticas y mediterráneas, pero también por el harmonioso vals en el que se erigen todos sus servicios y cuyo perfecto deleite es propiciado por la barra en forma de U en la que se acomodan una veintena de elegidos por función.
Pero a pesar de ser un “must” del panorama gastronómico barcelonés, el restaurante Dos Palillos debe ponerse las pilas pues, de lo contrario, corre el riesgo de compartir la suerte -o la desdicha- del restaurante Espai Sucre, que no es otra que la de empobrecerse como resultas de pretender vivir de unas rentas que, en gastronomía, son más volátiles que las, anteayer desconocidas para el común de los mortales, primas de riesgo. Hace unos años, nadie se atrevía ni a servir un pepino o una berenjena de postre, ni a hacer un collage de imaginarios gastronómicos, pero hoy, afortunadamente, la realidad es bien distinta y, los que antes eran paladines de tales tendencias, si solo caminan cuando el resto vuela poco tardan en perder la pista de los primeros. No sé el porqué de que en el restaurante Espai Sucre hagan oídos sordos a la exigencia de reinvención diaria que se exige a los que pretenden practicar vanguardia culinaria, pero bien hará Albert de apostar el resto por su Dos Palillos, pues un nuevo sheriff llamado David Muñoz ya se ha hecho con la estrella de la Ciudad Fusión.
Breve –aunque menos de lo inicialmente pretendido y prometido- he sido, y para bueno, bueno, el más largo de los dos menús degustación (ambos los situaría en el Top 10 barcelonés de relación calidad-satisfacción-precio) que ofrecen en el restaurante Dos Palillos (uno también puede comer a la carta, a precios todavía más contenidos, tanto en la barra de la entrada del restaurante como en su agradabilísima terraza), y del que hace una semana disfruté a propósito de:
Un tan mal llamado como resultón aire de Mojito de shisho rojo. Y digo mal llamado pues el acertado amargor que le confería el shisho más lo asemejaba a un Negroni que a un Mojito.
Una anodina composición de piparras, salsa de soja, jengibre y katsuobushi. Y digo anodina pues todos los matices gustativos del bonito seco perecían en manos de unas piparras y un aderezo en exceso picante.
De nuevo, el exceso de picante –y lo dice un menda que, con sus platos, ha forzado a más de uno a beberse litro y medio de agua, o de vino, para calmar su paladar- y una mano en exceso generosa con el sésamo, echaba al traste las pretensiones gustativas de una medusa al estilo Sichuan.
Tras dos platos con mucho ingrediente pero poco matiz gustativo, y en los que el exceso de picante era el denominador común –algo tan dañino para abrir el apetito como el dulzor- debo reconocer que me temía lo peor, no obstante, ipso facto el cuento iba a cambiar a mejor, a mucho mejor. Y lo hizo, a pesar de algunas turbulencias justo antes de los postres, de la mano de:
Un perfecto Tsukudani de hígado de rape (macerado en sake y cocido al vapor) acompañado con setas shitake adobadas con soja dulce.
Tal vez, el mejor plato del menú: Naresushi de salmón salvaje. Excelente sashimi de salmón salvaje aderezado con una colosal salsa de pulpa de arroz fermentada con sake (salsa aquí y hoy, método de conservación ayer y ancestro del sushi allí) que confería al salmón delicados matices lácteos, minerales, ácidos… una suerte de salsa tártara Deluxe.
Un muy buen plato de navajas al estilo chino que, de mediar un bivalvo de la calidad de los que sirven en Espai Kru (vivos y sin filtrar), y gracias a un aderezo de 11 (limón, jengibre confitado y una alga yodada con sabor a centolla que responde al nombre de Laurencia) sería un plato para el recuerdo.
Unas excelentes gambas rojas frías-calientes (cuerpo crudo y cabeza cliente –comme il faut-) acertadamente aderezadas con aceite de té –el toque ahumado que les confería les iba como anillo al dedo-.
Un nuevo destello de excelencia propiciado por un delicado sashimi de pollo de corral acompañado por unas golosísimas huevas de bacalao marinadas.
De matrícula la soja añeja (3 años) ahumada (helado y salsa) con edamames (al vapor y su praliné). Un plato que bien podría ser un pre-postre y que preparaba el paladar para dos etapas de altura.
En Tourmalet se erigía el Kimchi negro con chipirones, pues genial era la composición gustativa de la col fermentada, el beicon, la flor de ajo y unos chipirones curados en sake y marcados al soplete. Solo de imaginarme su versión bocata de calamares o guiso catalán tradicional se me hace la boca agua. Por cierto, aquí, el picante, sí, ¡SÍ!
Y un Alpe d’Huez hubiese podido ser el Noumifu (sutil tempura china elaborada con harina de arroz) de sesitos de cordero, si un chimichurri de jengibre, ajo, soja y cilantro no hubiese reclamado más protagonismo del debido.
Unos más que resultones dumplings al vapor de langostinos, papada de cerdo y pak choi, aderezados con una más que interesante salsa de soja y jengibre que, al entender de un humilde servidor, serían de cine de cambiar langostino por gamba, puesto a pedir, de Huelva –la más propicia para este tipo de cocciones y acompañamientos-.
El sabroso divertimento de un Temaki de ventresca atún. Dejando aparte el tan divertido como peligroso –dejar en manos del comensal la labor del cocinero no suele ser buen negocio- “do it yourself”, sin duda, lo mejor, tanto los acertados acompañamientos (alga nori, arroz, pasta de ciruela fermentada, brotes de daikon, wasabi y jengibre escarchado) con los que se invitaba a jugar, como la calidad de la ventresca.
Y tras muchas sonrisas, tres momentos para el llanto. Eso sí, lágrimas relativas, pues si los tres siguientes platos me los hubiesen servido en la barra del restaurante Dos Palillos puede que hasta los hubiese jaleado –no sé si tanto-, pero en el contexto de un menú gastronómico se me antojaron, cuanto menos, pueriles y, a mayor abundamiento, si se sirven como colofón del menú.
Facilona la Japo Burger (elaborada con una carne de vaca gallega dry aged plana de sabor, y acompañada con jengibre, pepino y shisho), en la que lo más destacado era el pan casero al vapor que la vestía.
Confusa la composición del bocata de papada de cerdo y cangrejo real –desaparecido en combate-, aderezado con albahaca, cilantro, menta y sésamo.
Y triste, por soso y mal cocinado –o mal cocinado por soso-, el tataki de buey. Una pena, pues el mojo de huevo de codorniz, miso blanco, soja y especias que lo acompañaba era para mojar pan. Sigue costándome de entender esta moda de algunos -por desgracia, cada vez más- restaurantes gastronómicos de prescindir del pan -¿Qué les habrá hecho el mejor de los lienzos para plasmar el sabor a estos cocineros “antipanticos”?-.
Dado que no quería dar la bienvenida a 3+1 postres que, a la postre –siento el pueril y redundante juego de palabras, pero no he podido reprimirme-, disiparían cualquier duda sobre el mérito y valor del restaurante Dos Palillos, me refugié, pedí el auxilio de la siempre perfecta, y que debería estar en todos los menús del restaurante de Albert, papada de cerdo ibérico al estilo cantonés.
Refrescante y también complejo el Kakigori (una suerte de granizado japonés) de piel de yuzu, con calpis (el “Danup”, natural, nipón), azúcar escarchado y paraguayo.
Memorable -de los postres del año-, por acertar con el casi imposible binomio refrescante-profundo, el Coco Thai: Coco (espuma y bizcocho), curry rojo, plátano y lima kéfir. Un postre que te hace y que te invita a viajar (a Tailandia, Laos….).
Y también para el recuerdo las cortezas de cerdo especiadas y caramelizadas acompañadas con helado de jengibre. Puestos a ponerle un pero, la textura del helado, pues la intensidad gustativa de las cortezas exigía un helado más mantecoso.
Una pena que la guinda a la cena la pusiese un Ninyo yaki de chocolate –también respondería al grito de buñuelo- con jengibre, pues si al cacao le añades “lat”, en vez de un bocado tan untuoso como de largo recorrido –de dos rombos-, te das, te dan en los morros con un postre descafeinado, de horario infantil.
En definitiva, ayer el paladín de la cocina fusión, hoy un noble caballero de la misma y siempre –mucho tendrían que torcerse las cosas- uno de los grandes de Barcelona.
Bodega: Carta de vinos casi a la altura -que no es moco de pavo- de la propuesta gastronómica que marida, acompaña o sirve de excusa para que uno se dé un homenaje. Yo opté por lo segundo –soy poco de lo primero y lo tercero suelo hacerlo puertas adentro de mi casa-. Ximenis 2013 (Pedro Ximénez, Garnacha Blanca y Macabeo), Genium Celler, DO Priorat; y Phinca Encanto 2010 (Rufete), DSG Vineyards, Vino de la Sierra de Salamanca.
Precio: 125€ (menú largo (90€) + bebidas). Menú menos largo: 75€ + bebidas.
En pocas palabras: Entre aquí y allá, Albert nos pilla a casi todos.
Indicado: Para confirmar que la cocina, talento y esfuerzo mediante, es un lenguaje universal.
Contraindicado: Para los que a la fusión entre fogones la temen más que a la entre protones y neutrones.
Elisabets 9, Barcelona
933 040 513
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