miércoles, 10 de noviembre de 2010

Quique Dacosta

Pergaminos con mensajes entre crípticos y pomposos, y que deben entenderse como una declaración de intenciones de lo que en las tres o cuatro horas siguientes a su lectura aguarda al comensal son los encargados de dar la bienvenida al precioso restaurante Quique Dacosta.

Los nuestros, escondían las siguientes palabras:

Vías: En nuestro restaurante se hondea la bandera de la libertad. Nos expresamos en y entre un “ecosistema natural” (Montgó, Mar Mediterráneo, Huerta, marismas, lo Local, lo Universal, las artes, los Viajes…). Como vía de inspiración, los sentidos como vía de expresión, y el conocimiento como vía de evolución.

Crear: Crear es no copiar. A partir de ahí, se puede reflexionar con más o menos profundidad el acto de crear. Pero cualquier cosa hecha antes, o revisada, retocada, alterada, será de poco avance creativo que no intelectual y se transformará en años de vacío creativo, que tal vez se pospone por un bagaje culinario y formativo.


Digeridos estos mensajes de literatura casi más farragosa que mis crónicas –que ya es decir-, es de justicia reconocer la increíble labor, lo mucho que contribuye en la experiencia gastronómica Quique Dacosta, el equipo de sala del restaurante. Unos profesionales de…9,5. Debo confesar que el 10 me ha rondado la mente, pero creo que una actitud 100% acrítica y de casi devoción hacia su patrón merece, pues no colabora en el progreso del restaurante, la pérdida de estas décimas –en este punto, recuerdo la agradable franqueza de Óscar (el segundo de abordo en la sala de Mugaritz) al reconocer que, para su gusto, el buey de mar también adolecía de un exceso de perfume a geranios rosas-.

Antes de pasar a relatar el extenso, pero ligero menú degustación del que disfruté la víspera de Todos los Santos, quiero reconocer que antes de la visita tenía ciertos prejuicios –por comentarios leídos y escuchados y por eso del feeling que ha vuelto a poner de moda el bueno de Guardiola- sobre Quique Dacosta, persona y restaurante, y debo confesar que bien entradas las 2 de la madrugada de aquel día, y tras cuatro horas de cena y unos minutos de charla con Quique, cualquier rastro de prejuicio se lo habían engullido las olas del Mediterráneo que baña Dénia y que golpean la costa a escasos metros del restaurante.

Entrando en materia debo señalar que me resulta imposible concebir un comienzo mejor para una cena que el que ofreció un sublime té de tomates secos, con su justo punto ahumado, acompañado por una sabrosa carne de cangrejo real. Permitidme la licencia: ¡Olé, olé y olé!

Le siguió el –según definición del propio menú degustación- nido de golondrinas. Sin duda era un aperitivo visualmente muy atractivo, de sabor notable, pero que, desafortunadamente –aunque en ese momento no lo sabía- iba a ser la primera piedra en el camino. Piedra que a la postre identifiqué con el mayor –es justo reconocer que al haber pocos, los que hay adquieren mucha visibilidad- defecto de la cocina de Quique: el abuso las gelatinas. Una técnica algo “demodé”, y que en este caso se plasmaba en la cobertura de la yema del huevo, que, para más INRI, se reiteraría casi al final del menú.

Excelente la Aptenia Corifolia (planta de la Sierra del Montgó –¡Viva esta cocina de proximidad!-) encurtida con toques de tomillo y cítricos.

Bravo también por la sabrosísima sencillez de la textura de pan crujiente y aceite de oliva.

Y hasta aquí los cuatro aperitivos que, como de costumbre, acompañé con un Izaguirre Reserva. Aperitivos que hacían preveer que la cena sería todo un éxito. Pronósticos que, salvo por dos, y siendo muy exigentes –que supongo es lo que de mí esperáis- diría que hasta tres fueron las lagunas, se confirmaron.

Justo antes de marchar el menú, se nos ofreció un excelente servicio de pan (nosquilleta, centeno, maíz ahumado –el mejor-, blanco y de aceitunas, orejones, beicon y nueces) y aceites (valencianos, andaluces, extremeños, de arbequina, picual...)

Menú que dio comienzo con un plato-cuadro que llevaba por título “Rosa achicoria de collio”. Un plato de sabores agradables del que, sin duda, lo más destacado era la perfecta rosa que dibujaban unas hojas de endivia perfectamente aliñadas con perlas de agua de rosas y remolacha y vinagre de frambuesa.

Con la geli-sopa fría de crustáceos, cerezas e hinojo ya comencé a sospechar que esto de las gelatinas iba a ser el Talón de Aquiles de Quique. Sin duda, el conjunto de sabores que ofrecía el plato –perfecta complementariedad- era más que notable, lástima que la textura del conjunto entorpeciese más que colaborase al disfrute del mismo.

El plato que recibía por título “Ventresca de atún rojo y el mar Mediterráneo”, era todo lo que prometía y más: un excelente semi-carpaccio de una magnífica ventresca de atún, perfectamente acompañado por recuerdos mediterráneos (algas, almendras tiernas, germinados, alcaparras y un gelee de agua de moluscos).

Sin duda, el más profundo, pero último valle del menú lo encarnó la ostra al pesto de algas. De nuevo, gelatina al cubo, en este caso en forma de película alrededor de la ostra y que inhibía parte de su sabor, acompañada por láminas de ajo, albahaca, pan crujiente y un soso aire nitrogenado de agua de ostra. Ni la ostra ni la deconstrucción/versión del pesto me convencieron en absoluto.

La sucedió un plato que si bien no pasará a la historia por su sabor, sí que resultaba más que meritoria tanto su presentación como su concepción: unos callos, solo en apariencia, pues se trataba de una esponja de tomate, acompañados por un puré de humus en forma de garbanzo, pan, jamón y jugo de ibéricos, y aromatizados por un sutil humo de orégano que aportaba el CO2 sólido impregnado de esencia de orégano que hacía las veces de hornillo para dar “temperatura” –las comillas responden a que el CO2 sólido se encuentra a -68ºC (que se vean mis añitos de ingeniero químico)- al conjunto.

A partir de ese momento, y citando al gran Buzz Lightyear: “hasta el infinito y más allá”, o lo que es lo mismo, toqué las estrellas.

Todos los in- del mundo –ahora me vienen a la mente: indescriptible, inconmensurable, increíble, etc.- para la gamba roja de Denia en tres servicios.

El primero, una reducción de su caldo y una corteza de sus patas, servidos sobre un merengue de algas que aportaba un magnífico aroma a mar al conjunto.

Mejor todavía el segundo: una gamba cruda sobre agua densa de algas.

Perdonad la blasfemia, pero Dios bajó para preparar el tercero: el bombón líquido de su cabeza sumergido en un caldo de marisco con una presencia destacada e intencionada de coñac –sin duda, Quique tiene un romance con los caldos-.

Excelentes también los mini-guisantes, con su vaina, toques de regaliz, uva y anís –conjunción perfecta de sabores- regados por, de nuevo, un perfecto caldo de verduras muy, pero que muy pochadas, y al que un algo de mantequilla le aportaba el justo toque graso.

El clímax del menú degustación llegó con el arroz mediterráneo con bacalao a la madera de cítricos. Dos arroces en uno. La mitad inferior con toques minerales y ahumados (en los últimos minutos de cocción del arroz, éste se engorda con té rojo), la superior, dominada por los recuerdos cítricos.

El penúltimo, o último según se vea, plato salado del menú lo interpretó ¿Qué fue primero, la gallina o el huevo?, o lo que es lo mismo, una terrina de gallina, una yema envuelta en gelatina de espárrago, grasa de gallina y rastros de anacardos. Un plato más que notable que, no obstante, no estaba a la altura de los anteriores dos servicios.

Un plato que se presentaba en el menú como “pasta” a secas, y que iba a hacer las veces de transición entre el mundo salado y el dulce, permitía intuir, y sin demasiada complicación, que algo escondía. Y así era, pues el plato consistía en unos “parpadelle” de mango verde, de los que es de justicia destacar la más que lograda similitud de texturas, solo delatada por la fibrosidad del mango.

Los postres en puridad los interpretaron:

El “Monocromático de coco”: leche de coco por detrás y por delante (crujiente, gelatinizada, en sorbete, cremosa…). Una delicia para los que no le temen al “coco”.

La “Pera Williams”. Otra monografía, en esta ocasión, sobre la pera, que destacaba más por su presentación que por su sabor.

Una magnífica versión de la leche frita: un velo crujiente de leche que cubría un sorbete de limón confitado, una crema de cítricos y un bizcocho Baileys.

En cuanto a los petit fours, señalar que, un caviar de chocolate se reputaría como algo simple para una cocina como la de Quique si no fuese por el factor corrector, que todo lo corrige, de la amistad, pues con éstos Quique rinde un merecido homenaje al gran Paco Torreblanca, quien firma el caviar.

En definitiva, Quique Dacosta y Quique Dacosta -no es que me repita más que el ajo, es que me estoy refiriendo a cocinero y restaurante- son, sin duda, de los grandes, ahora solo resta que se lo crean un poco menos, pues la excelencia, la perfección –que es a lo que los grandes tienen el deber de aspirar- solo se consigue con una buena dosis de autocrítica.

Vino: Condrieu 2006 (Viognier -esto sí que es un viognier-). Mathilde et Yves Gangloff. AOC Côte-Rôtie (Côtes du Rhône, France).

Precio: 220 €
Calificación: 17/20

Indicado: Para confirmar que unos hombrecillos de rojo no permiten que el panorama gastronómico español brille como merecería.

(Aquí, sin duda, falta una)

Contraindicado: Para carnívoros, pues como habréis visto, y siguiendo con los brillos, la carne en el menú degustación lo hace, pero por su ausencia y para amantes de los sabores contundentes, pues aquí se sirve sutileza en su máxima expresión.

Ctra. Las Marinas, Km. 3. Dénia
965 784 179

2 comentarios:

  1. Me quedo con la gamba en tres servicios y con los calditos/infusiones/reducciones/sopas...
    No me apasionó tanto el arroz, ni la rosa achicoria; son platos curiosos, bonitos, técnicamente seguramente sorprendentes, pero que, personalmente, no me convencieron.
    Bueno, y divertido también, el caviar de chocolate, pero eché de menos unos petit fours de cosecha propia.

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  2. Sin duda, Anónimo, Quique posee un don para la concepción y preparación de sopas, caldos, infusiones, etc., y si bien la rosa achicoria sí que se trataba de un plato más atractivo a la vista que al paladar, no puedo coincidir con tu apreciación sobre el arroz, pues trasciende de lo curioso, de lo bonito para convertirse en todo un alarde de sabor, de placer para los sentidos. Sin duda, de los mejores platos que he probado.

    Un saludo,

    eduard

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