Sin versiones, sin deformaciones, la única que concibo en todos los ámbitos de mi vida y, sobre todo, cuando se trata de un magnífico solomillo de ternera que Jordi, mi carnicero del Mercado de Sarriá, me ha reservado para que lo honre convirtiéndolo en steak tártar.
Antes solía pedirle a Jordi que me cortase a chuchillo la carne que le compraba, pero dado que estas navidades los Reyes Magos me trajeron unas magníficas herramientas para tal menester, decidí ir haciéndome, poco a poca, cada vez más ducho en el manejo de uno de los mejores amigos de todo cochinero.
Tras un cuarto de hora de cortar primero y luego picar a chuchillo algo más de 300 gramos de carne, tocaba preparar la salsa que iba a vestir la carne desnuda que aguardaba bajo el filo de un cuchillo nipón.
En esta ocasión, la salsa sería algo distinta, pues no iba a incluir ningún tipo de vegetal fresco. Sólo una yema, un buen chorro de aceite, una pizca de sal y de pimienta, algo de cayena, unas gotas de tabasco, salsa Perrins, mostaza, ketchup y un chorrito de whisky de malta.
Ligada la salsa, añadida la carne, y homogeneizada la mezcla sólo faltaba decidir cuál iba a ser el acompañamiento del steak. En esta ocasión le tocó la vez a una pasta únicamente aderezada con mantequilla de trufa blanca. Hacía mucho tiempo que mi cocina no olía tan bien.
En definitiva, lo de este domingo no fue una comida de abogado, yo diría que fue de ministro y, especialmente, si se tiene en cuenta que, el vino elegido fue un más que correcto Venta la Osa Syrah, y que el siempre importante papel del postre lo interpretó a la perfección la Tarta Sacher de Oriol Balaguer.
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