martes, 28 de julio de 2015

Manairó

El restaurante Manairó era la única Estrella Michelin barcelonesa que no brillaba en esta bitácora. Falso, tampoco encontraréis ninguna entrada sobre el restaurante Via Veneto, pero es que los viajes en el tiempo suelo hacerlos sin cámara ni bloc de notas en mano, no fuera a ser que rompiese el continuo espacio-tiempo.

Laguna que traía causa no en el desconocimiento de la cocina de Jordi Herrera, sino en el hecho que, en mi única visita al restaurante Manairó (en 2008 y justo la noche en la que lo bendijeron –aunque muchos restauradores renieguen de ellas, ayudan a pagar muchas facturas- con la Estrella que sigue luciendo) su menú degustación me dejó tan frío como esa noche de noviembre.

No sé si será porque ese día tenía las papilas gustativas constipadas, porque Jordi tenía la cabeza en otro sitio o porque el restaurante Manairó ha dado, no un paso sino un salto propio de Carl Lewis hacia delante desde esa fecha, pero sensaciones bien distintas –antagónicas- son las que me ha dejado el menú recién disfrutado y del que, en un suspiro, os daré cuenta.

La brevedad recién apuntada no será hoy un vacuo recurso estilístico y, así, tras unos apuntes sobre Jordi Herrera, su restaurante Manairó y su tripulación, descubriréis una cocina a la que, estoy seguro, querréis hincar el diente.

Me gusta del restaurante Manairó que:

Lejos de hacerle dormirse en los laureles –como en tantas ocasiones sucede-, de resultas de la concesión de la Estrella, Jordi Herrera está dando lo mejor de sí.

Su cocina tenga identidad, la que le confiere Jordi. Un concepto, el de cocina con identidad que, a mi humilde modo de entender, trasciende tanto al de la cocina con personalidad –mucho más genérico- como al de la cocina de autor –vacío de carga cualitativa, pues autores lo son todos, y “haylos” de buenos, pero también de malos-.

En sus platos las recetas se pongan al servicio del concepto.

Su concepto gastronómico sea sabor, sabor y sabor, aun a sabiendas que, con tal receta, puede dejar por el camino a más de un comensal. Me entristecen y son todavía más tristes las propuestas gastronómicas de aquellos cocineros que quieren gustar a todos.

Su sala -por cierto, agradablemente poblada por locales como pocos estrellados de nuestra ciudad- esté impregnada de la identidad del restaurante –para más detalles, deberéis sentaros en alguna de sus acogedores mesas-.

Su equipo, liderado en cocina por Roger (cocinero del que Jordi se quedó prendado cuando era su maestro en el CETT y que, desde los inicios del restaurante Manairó ha sido su mano derecha) y en sala por Enrico y Mónica, actúe como tal y no como una banda de mercenarios –los hay en todas las profesiones, pero lo de los fichajes galácticos en la restauración tienen bisos de terminar peor que los futbolísticos, esto es, en restaurantes sin alma, en S.A.G. (Sociedades Anónimas Gastronómicas)-.

Sus menús degustación sean de los mejores de Barcelona en términos de relación calidad-satisfacción-precio.

Al mío, el largo –la operación bikini la dejo para las que se los ponen o para los que prefieren una tableta de abdominales a una de chocolate al 99% de cacao-, le dieron forma:

Unos “Boca Bits” de lujo en forma de unos crujientes de “cap i pota” con curry.

Un segundo aperitivo que, por calidad, tendría ganado el estatus de ración, de plato. Papada de cerdo cocinada a baja temperatura y acompañada por una emulsión de judías secas con aceite de ajo quemado y laurel y falsas huevas de arenque –lo único sobrante del bocado, por irrelevantes-.

Una pizza frita –los abogados sabemos que las cosas no son lo que dicen las partes, sino lo que realmente son y, en sentido, esto era un buñuelo- de gorgonzola, aderezada con virutas de queso manchego –desaparecidas, aunque tampoco veo muy claro su rol-, y tomate aliñado con trufa y orégano –que el orégano se comiese a la trufa es síntoma que de la primera había muy poca o que ésta no era ni de Soria ni de Graus- tan resultona como simplona. Como en el caso del chupito de pan con tomate y longaniza del restaurante Alkimia, creo que la cocina de ambos Jordis ha superado, y con creces, el nivel de estos aperitivos que los acompañan desde los inicios y que, a pesar de las alegrías y aplausos que les han regalado, deberían guardar ya en el baúl de los recuerdos.

Un buen servicio de pan (blanco y de semillas) de elaboración propia, bien acompañado por la picual jienense de Orze-Oliva.

Una tan interesante como sabrosa versión de la menier, en este caso, de congrio y caballa, expresada como un tataki de caballa acompañado por un granizado de limón y mantequilla, las espinas crujientes (fritas) del congrio y una romana. Y he dicho versión de la menier, pues así se presentaba, aunque, en boca, y por el dominio gustativo del limón y la fritura, más evocaba a una andaluza.

Un buen gazpacho, agradablemente –y acertadamente- subido de pepino, acompañado por una gelatina de fondo de pescado, esferas de vermut y unas escamas crujientes de corvina que hacían perfectamente las veces de picatostes. Un plato perfecto, un fresco y sabroso descenso, para recuperar un paladar que ya acumulaba demasiados bocados de categoría especial -¡Cuánto echo en falta el Tour!-.

Una composición de cocochas de calamar, pil-pil por partes (emulsión de ajo y aceite de perejil) y ajos tiernos bellísima y todavía más sabrosa.

Un colosal caldo de calamar (su secreto, contado por Roger, un buen calamar, una buena cebolla confitada y una olla de hierro –con tanta antiadherencia estamos perdiendo la esencia de algunos sabores que solo se encuentra en esos fondos ligeramente enganchados-), perfectamente acompañado por una flor de guisante y el propio calamar en crudo. Un plato de 10 -¡Qué coño, de 11!-.

Unos golosísimos callos de congrio con butifarra negra de rape y sepia (y su tinta), y judías blancas. Un plato que, sin duda, podría figurar en el mejor de los menús servidos en el restaurante Aponiente. Solo imaginarme una eventual versión de otoño-invierno con lamprea y una butifarra negra hecha con su sangre me pongo… -ya podéis imaginar cómo, y seguro que no soy el único-.

Un buen ravioli de foie, acompañado por parmentier, emulsión de trufa y aceite de café. Un plato que, por su untuosidad y sus notas gustativas, me evocó a un tiramisú, lo que me llevó a plantearme que, si de potenciar este vínculo, por ejemplo, con un toque de ralladura de almendra amarga (potenciaría un café privado de algo de su amargor y restaría algo de potencia grasa al plato), estaríamos ante una composición todavía más redonda.

Una magnífica versión de los huevos estrellados, en forma de unos falsos calamares a la romana de huevo, acompañados con butifarra negra de cebolla y patatas panadera. A mi entender, presentar la reina de los tubérculos como crema o emulsión sería una apuesta doblemente ganadora, pues, además de ofrecer una mayor complementariedad de texturas, su apariencia de mayonesa reforzaría la imagen de este trampantojo de calamares a la romana.

Un sui generis –en la mejor acepción del concepto- filete (de ternera gallega y perfecto en su punto de cocción) faquir (cocinado a la llama sobre clavos ardiendo) con tirabeques, zanahoria y patata. Y es sui generis –aunque debería ser la norma-, pues Jordi trata el filete como lo que es: una magnífica textura, un gran conductor de sabores, en definitiva, el mejor de los lienzos; en este caso, para plasmar una oda al humo y al Mediterráneo.

Un buen gin-tónic de fruta de la pasión.

Un notable, aunque algo falto de punch, agrio de fresas (maceradas con vinagre) con helado de pimienta y nata nitro.

Una interesantísima composición gustativa de queso de cabra, cacao, limón y dulce de leche que, a mi entender, brillaría muchísimo más de optarse por un distinto equilibrio de sabores y texturas, pues un bizcocho exprés de chocolate (algo pasado de cocción), una tierra de cacao, una crema de dulce de leche, una gelée de limón y un helado de queso de cabra entendí que no remaban todos en la misma dirección. Una –mía, humilde e insignificante- sugerencia: cremosos de queso de cabra, sorbete de cacao, bizcocho exprés de limón y esferas de dulce de leche.

Un correcto trío de petit fours (galleta de almendras y nueces, coco y golosina de piña colada) en el que la que más brillaba era la última.

En definitiva, un restaurante que a nadie causará indiferencia y que de la mayoría arrancará un sonoro aplauso.

Bodega: Carta de vinos demasiado discreta y humilde para la cocina que pretende regar. Y hasta tal punto lo es, que me quedé con sus correctos vinos de la casa: unas garnachas, blanca y negra, de la Terra Alta, que responden al nombre de Desordre (unos vinos que solo encontraréis en el restaurante Manairó).

Precio: 110€ (Menú Manairó (90€) + bebidas). Disponen de otro menú degustación algo más corto (70€), y también puede comerse a la carta (precio medio: 40€-50€ + bebidas).

En pocas palabras: Sabor con nombre y apellidos.

Indicado: Para los que comemos con la boca, pero también con la cabeza y con el corazón.

Contraindicado: Para los de la cultura del “Blockbuster” y el “Best Seller”.

Diputació 424, Barcelona
93 231 00 57

jueves, 23 de julio de 2015

Cubica

Pese al boom gastronómico –hago mío el cantar de los pájaros de mal agüero que pronostican que éste terminará peor que el inmobiliario- que estamos viviendo, debo confesaros que, no es tarea sencilla ofreceros un par de reseñas por semana sin recurrir a la agenda.

Para tal propósito, en ocasiones tiro de ránquines, también, con más asiduidad de la que querría, me sumo al carro de ilustres opinadores (palabro recientemente aceptado por la RAE), aunque no son pocas las ocasiones en las que me tiro a piscinas, muchas veces vacías –y vaya ostias que me llevo-.

Y, en este sentido, la crónica de hoy trae causa en un posicionamiento Top 10 en Trip Advisor –un portal en el que solo los neófitos pueden creer- y en la generosísima crítica que uno de los más respetados “bloggers” de nuestro país le dedicó al restaurante Cubica hace unas semanas.

A modo de “spoiler” os diré que, no estar alineado con un ranquin tan oscuro como los restaurantes que aúpa no solo no me preocupa, sino que me congratula. Sensación bien distinta es la que me embarga cuando, cada vez con más frecuencia, discrepo de observaciones que cada día lamen más que muerden.

Lanzada ya una primera piedra –me temo que más que piedra será boomerang-, toca ponerse manos a la obra –que ya os avanzo, terminará en lapidación- sobre mi experiencia en el restaurante Cubica.

Restaurante Cubica: un restaurante del barcelonés barrio de Sant Gervasi que, de la mano de Matteo Gavazzi (cocina) y Andrea Clerici (sala), inició su andadura hace, apenas, tres meses.

Cubica: un restaurante italiano –ya me permitiréis la pueril y asonante rima- de cabo a rabo. Y así es pues: ofrecen –o así lo pretenden- una cocina italiana contemporánea, en su bodega solo encontraréis vinos transalpinos, su personal, con un par de excepciones, nació en la bota de Europa y, el ambiente que se respira, es genuinamente italiano, esto es, “buenrollismo” a las maduras y “altivismo” a las duras.

Y de adentraros en el restaurante Cubica, ¿Qué encontraréis?

Pues…

Un acogedor interiorismo de estética industrial, en el que convive –sobrevive- una cubertería Zwilling con una mantelería 100% reciclable –cuando uno paga 50€ por barba, espera algo más que trozos de servilletas reciclables enganchadas en su incipiente barba-.

Y una propuesta gastronómica que, tirando de dos pedazos de sabiduría popular aprendidos de mi “Padrí“ (los abuelos para los ilerdenses) –del que también he escuchado en innumerables ocasiones aquello de “Eduard, es más barato comprarte un traje que invitarte a comer”-, podría resumirse en “arrencada de cavall, frenada de ruc” (arrancada de caballo, frenada de borrico) y “buen negocio haríamos comprándolos por lo que valen y vendiéndolos por lo que creen que valen”.

Y tan severa introducción trae causa en una cena que comenzó a las mil maravillas de la mano de:

Un Aperol Spritz y unas aceitunas (arbequinas y muertas de Aragón) disfrutados en la barra situada en la entrada del restaurante Cubica mientras me zambullía en sus cartas.

Un buen pan de aceite de elaboración propia al que deslucía el vulgar aceite que lo regaba.

Un “steak tartar” para el recuerdo. Sin duda, lo mejor de la cena, pues un solomillo de ternera perfectamente cortado a cuchillo y magníficamente aderezado con limón y pimienta y acompañado con una mayonesa de espárragos, rúcula -¡Y qué rúcula! Delicadamente amarga, y no astringente como con las que suelen castigarnos en la mayoría de restaurantes- y Grana Padano, se me antoja como el perfecto tártaro de verano (una suerte de matrimonio entre un tátaro belga y un carpaccio). A pesar de los pesares -¡Qué grande era Goytisolo!- un plato que justifica la visita al restaurante Cubica. Y la justifica pues el único pero que puedo encontrarle a este gran “steak tartar” es que se optase por un Parmesano de baja curación en vez de un buen Reggiano que le hubiese aportado un óptimo punto de salazón. Y enrollándome algo más, y pues la crónica es muy reciente, os diré que este aliño le iría como anillo al dedo a una carne con mucho más punch, pongamos, por ejemplo, que hablamos del tártaro de Bos Taurus Ibericus del restaurante Can Xurrades -¿Oído, Rafa?-.

Unos muy buenos “Tagliolini alla scoglio”, esto es, unos tallarines con mejillones, almejas, tomate fresco, albahaca y un fondo de pescado agradablemente –aunque no para todos los públicos- subido de picante. De tener que ponerle un pero sería que, si el matrimonio perfecto del pesto son los penne y el de la carbonara son los spaghetti, el del fruto di mare son los spaghettini.

Y, colorín, colorado, como el cuento, aquí lo bueno se ha acabado.

Y así es pues…

Su ravioli de mar es un plato tan poco lúcido como lucido. Ni puedo ni quiero negar ni la calidad de la pasta del ravioli ni su buen acompañamiento (una suerte de salmorejo con aceitunas negras y albahaca), pero pretender que un relleno de lubina y pargo, excesivamente acidulado y texturizado, tenga algo qué decir se me antoja como una quimera. Sin duda, de otro cantar hablaríamos si el relleno del ravioli hubiese sido de pescados de roca o de mariscos –no solo aguantarían el punch del acompañamiento, sino que se complementarían- o de mozzarella –con el que se ofrecería una más que interesante versión de la clásica caprese-.

El plato de pulpo frito con calabacín y su flor en tempura de azafrán es uno de los platos más pesados que he comido en mucho tiempo. En este sentido, no sabía si me estaba comiendo lo que rezaba la carta o un lomo con patatas fritas en un bar de carreta propio de “Pesadilla en la cocina”.

Y, para terminar de ir de culo y cuesta abajo, su tiramisú –el postre más maltratado de la historia y que todo hijo de vecino se atreve a versionar, a pervertir-. En este caso, la perversión del restaurante Cubica es hacer pasar por tiramisú una espuma de mascapone con melindros secos y cacao –una suerte de vaso de pastel de cumpleaños-. ¿Dónde estaban la yema, el café y el Amaretto, esto es, el alma del tiramisú? Ya os lo diré yo, desaparecidos en combate.

En definitiva, un restaurante que ejemplifica perfectamente la disyuntiva entre el ying y el yang pero que, por desgracia, tiende al lado oscuro. Matteo, Andrea, atended más a Obi-Wan Kenobi, que la fuerza y el talento para ser Jedais las tenéis.

Bodega: Carta conformada por una decena de referencias transalpinas bastante anodinas y todavía más caras. Mi elección: Heba Morellino di Scansano 2012 (Sangiovese y Syrah). Fattoria di Magliano. DOCG Toscana.

Precio: 50€. Precio medio a la carta: 25€-35€ + bebidas.

En pocas palabras: Menos lobos “Cappuccetto”.

Indicado: Para disfrutar del tártaro del verano o para los que quieran reafirmarse en que su italiano es La –cualquiera de ellas- Tagliatella.

Contraindicado: Para los que han comido en Due Spaghi, Xemei, Bacaro o Massimo –mi póker de italianos de cabecera en Barcelona-.

Regàs 30, Barcelona.
935 124 800

lunes, 20 de julio de 2015

Saüc

Una de las azoteas más agradables de Barcelona.

Una interesante propuesta de “gastrobar” que, desde el pasado mes de marzo, ya no responde a tal nombre (Ohla Gastrobar), sino al de Plassohla.

Y una Estrella Michelin.

Estos serían los tres argumentos, para los que disfrutamos de cama propia en Barcelona, para visitar el Hotel Ohla.

De altura es el que brinda su terraza.

Fácil de comprar –a partir de 15€ uno puede disfrutar de un buen tapeo clásico tamizado por la estrella de Xavier Franco-, se me antoja el que ofrece la Plassohla.

Y, de menos peso del que cabría esperar, es el argumento que entraña el restaurante Saüc.

Y así lo entiendo pues, en mi visita del pasado lunes, desafortunadamente, constaté que, lo observado hace más de cuatro años, lejos de ser el resultado de un mal día fruto de la, entonces, reciente mudanza del restaurante Saüc al Hotel Ohla, era el nuevo ADN de uno de los restaurantes de Barcelona que más me había hecho disfrutar cuando su morada se situaba en el pasaje Lluís Pellicer y la mayoría de sus comensales éramos vecinos de Barcelona y no ciudadanos de un lugar llamado mundo.

Un nuevo ADN caracterizado por, valga la paradoja, cierto inmovilismo por parte de Xavier Franco –cuando los demás corren, si uno solo anda, puede perder con facilidad la estela de los primeros- y por impropias dosis de creatividad malentendida -¿Perdida la estela, será para conservar la Estrella?-.

Sé que estoy siendo algo duro y, especialmente, dado que el otro día no comí nada mal en el restaurante Saüc –aunque es lo mínimo cuando uno paga 112€ por un menú degustación-, pero cuando veo un cocinero talentoso, trabajador, honrado y, en su día, todo un referente, dosificar su “yo” para ofrecer una cocina que guste a todos y, sobre todo, a foráneos –más pronto que tarde recalaremos en que los hoteles de lujo tienen tanto de trampa como de oportunidad para nuestros grandes cocineros-, no puedo evitar vestirme de Pepito Grillo con la intención que, en mi molesto “cri-cri”, Xavi escuche un “demasiado a menudo, popularizar es vulgarizar”.

Pero vayamos con el ruido a otra parte, y centrémonos en la melodía del Menú Saüc (el más extenso y personal de los dos de los que disponen en el restaurante Saüc).

Un menú del que disfruté en una agradable platea, de la mano de un servicio de sala con mejores directores (Víctor -del que disfrutaba, y mucho, en la malograda Mifanera-, y Luís –pensará, y con fundamento, que le persigo, pues ya ha tenido que sufrirme en los restaurantes Dos Cielos, Casa Paloma, Chez Cocó, La Judería de Córdoba o el antiguo Calima) que intérpretes, y al que dieron forma:

Un irregular cuarteto de aperitivos.

Buena la aceituna verde italiana –sí, lo habéis leído bien, una simple aceituna-, a la que daba cierta razón de ser y algo de prestancia la riquísima golosina de aceituna negra que la acompañaba.

Interesante su versión de la “coca de recapte”, expresada como un canelón de pasta de almendra, cremas de pimiento rojo y berenjena, anchoa, cebolla y un relleno de queso de cabra que, por invasivo, emborronaba el conjunto; y

Mejor sabor que textura (algo húmeda) en el crujiente de alga nori y maíz con huevas de trucha y eneldo.

Un magnífico servicio de pan (aceitunas, cereales y centeno) de elaboración propia –sin duda, de los mejores de Barcelona-, bien acompañado por la ampurdanesa arbequina de Mas Auró.

Una notable revisión, o re-versión –ya he perdido la cuenta de las que he probado- del omnipresente ceviche de corvina, en forma de un tártaro de corvina salvaje con aguacate, mango, gelée de tosazu (salsa japonesa a base de caldo dashi y vinagre) y cilantro.

Un excelente cremoso de foie aderezado con crema de limón, gelée de vinagre de Moscatel y crumble de cebolla.

Una resultona composición de yema de gallineta escalfada, crumble de piel de pollo, espuma de jamón ibérico y flor de borraja que hubiese brillado más de no haber aparecido por la fiesta unas huevas de arenque a las que ni el toque salado que aportaban les evitaba convertirse en ese inoportuno invitado que decora todo sarao que se precie.

Un plato que respondía al nombre “El Mediterráneo en dos partes” y que hizo buena la máxima “segundas partes…”.

Excelente el bocado que propiciaba la tostada de arenque con su espina, cuscús, uvas y brotes de mizuna, acelga y remolacha.

Y tan confusas como anodinas resultaron las cucharadas de un fondo marino compuesto por una gelatina de Bloody Mary –liviana hasta aburrir-, un crujiente de wakame algo gomoso y todavía más salado, salicornia, caviar de aceite, y un poti-poti de frutos del mar (gamba, cangrejo real, salmón, anguila, navajas o mejillones).

El peor momento de la noche vino de la mano de una “per-versión” de la “esqueixada”. Y, sin duda, fue el plato más flojo del menú pues un bacalao cocinado y, en consecuencia, desprovisto de su delicada textura -¡Xavi, pero si la “esqueixada” es nuestro tártaro!-, acompañado, o sepultado por un exceso de pimiento (rojo, verde y amarillo en brunoise bajo el bacalo), tomate (salmorejo y sus pepitas) y encurtidos (cebolla), se me antoja como una de las menos lúcidas y lucidas versiones que he probado de este icono del imaginario gastronómico catalán.

Un arroz de azafrán, espardeñas, tuétano y salicornia que, pese a relegar al tuétano –con lo que me gusta… y no es la primera vez que me lo hacen (hace nada, en el restaurante Gresca)- a un mero aporte graso, se erigía, por sabor y punto de cocción, como una “paella” de 10.

Un excelente mar y montaña –uno de los buques insignia de la cocina de Xavier Franco- en forma de un lingote de manitas de cerdo, cigala, calabacín, clorofila –pintada en el plato, aunque poco pintaba- flor de ajo, velo de panceta y fondo de cigala. Lo dicho, montaña, mar y también una buena dosis de sabroso umami.

Y cuando creía despegar, un ochentero plato de foie me hizo volver a una realidad más triste de la que, ab initio, esperaba encontrar en el restaurante Saüc. Demodé a la par que mal ejecutado el foie a la plancha (cortado demasiado fino y en exceso cocinado), con texturas de cereza (sopa, liofilizada, gelatina, impregnada –demasiado- en vinagre, y al natural), salvia y shisho. Ni el verano es tiempo para foie, ni creo que la cocina de Xavi sea la del foie con cerezas. ¿Tendrán algo que ver los turistas con que en el restaurante Saüc se sirva foie con cerezas en plena canícula? Si así es, otro guiño que, de sumar, solo lo hace en caja.

Un buen salmonete aderezado con comino bien acompañado por unas texturas de zanahoria (aire, brotes, crema, chutney, calcificada, braseada, al vapor…).

Un vulgar pichón con crema de colmenillas acompañado por un correcto briox trufado y un soso consomé de setas.

Una correcta, pero sin más historia, degustación de quesos catalanes en la que lo que más brillaba eran los partenaires de los quesos y el panecillo de comino que los acompañaba. Petit Montseny (cabra) con sorbete de frutos rojos, La Cleda (oveja) con mermelada de kumquat y vainilla, y Blau de Jutglar (vaca) con mazapán de café.

Un excelente pre-postre de manzana verde, helado de leche de oveja, granizado de hierbas frescas, espuma de tomillo, y brotes de cilantro, anís y goa.

Una desajustada composición de Amaretto (crema, teja y bizcocho), azafrán (cremoso y caramelo) y melocotón (sorbete y caviar), pues el postre era azafrán, azafrán y más, y solo azafrán.

Un mediocre (por sus texturas poco conseguidas y sus desajustes gustativos) postre de fresas, chocolate y balsámico.

Y un buen macaron de pera y tomillo.

En definitiva, un restaurante que, con su mudanza a un hotel de lujo, dio un salto de calidad, pero solo en su envoltorio.

Bodega: Correcta, pero en la que escasean referencias de alto valor añadido, carta de vinos. ¿Cara? También, pero menos que la de otros grandes restaurantes de hotel de lujo –el tuerto en el país de los ciegos-. Mi elección: Lo Mon 2010 (Garnacha, Cariñena, Syrah y Cabernet Sauvignon); Celler Trossos del Priorat; D.O. Priorat.

Precio: 165€ (Menú Saüc (112€) + servicio de pan (3,5€) + vino). Disponen también de un
Menú Tast: 82€ + bebidas; y de ciertos platos a la carta: 60€-80€ + bebidas.

En pocas palabras: Una estrella con demasiadas sombras.

Indicado: Para los que prefieren un buen musical que una gran ópera. ¿Sois la mayoría? Pues un servidor y, seguro, también Xavier Franco, encantados. Reitero, ni creo tener la verdad –de cuestionable existencia en lo gastronómico, como en cualquier otra disciplina artística-, ni escribo para la mayoría.

Contraindicado: Para los que en el pasaje Lluís Pellicer disfrutábamos de un cocinero que estaba enamorado de todo lo que servía.

Via Laietana 49, Barcelona (Hotel Ohla).
933 210 189