miércoles, 29 de abril de 2015

Bar Bas

Si este blog no hubiese estado hibernando cuando el pasado otoño el restaurante Bar Bas saltó a la palestra gastronómica barcelonesa, tengo el convencimiento que el hielo de esta cita en la blogosfera lo hubiese roto con un…

“Del creador de los grandes éxitos Casa Paloma y Chez Cocó, llega a nuestras calles –calles sobresaturadas de restaurantes que, en muchos casos, solo merecen ser llamados como tal pues han obtenido la preceptiva licencia administrativa- el restaurante Bar Bas”.

Enrique Valentí: madrileño -y madridista-, gestor de espacios para la restauración, director de sala, gran gastrónomo, dandi –no cabe otro apelativo a tenor de sus atuendos-… hasta aquí nada nuevo, pero que a propósito del restaurante Bar Bas, en adelante, muchos identificarán también como un gran cocinero.

Un gran cocinero que, a los 40 años, ha vuelto a enfundarse la chaquetilla –esa que dejó colgada en el perchero de su restaurante Valentí y que había paseado antes por grandes restaurantes como Viridiana y que había lucido junto a mediáticos cocineros como Alberto Chicote- para deleitar a propios y extraños –es lo más “soft” que se me ha ocurrido para definir a las hordas de turistas que transitan por el territorio comanche en el que está instalado el restaurante Bar Bas- con tapas, platillos y platazos sencillamente –que no es tarea fácil- bien, muy bien hechos.

Una carta que, si bien no pasará a la historia por su originalidad, sí que se me antoja para el recuerdo por los magníficos productos utilizados (jamón Joselito, vaca vieja de Cárnicas Lyo, quesos de la Teca, pescados y mariscos de primera…), por el rigor en su ejecución y, sobre todo, por la reivindicación que hace de la cocina clásica –la del chup-chup, la de los buenos fondos- y a la que Enrique le da un –su- toque castizo.

Y así, en el restaurante Bar Bas, ya sea en su agradable terraza o en su acogedora sala vestida por Lázaro Rosa Violán –el Rey Sol y la Maria Antonieta del interiorismo barcelonés- y capitaneada con buenas manos –para llevar bien una sala se precisa de mano derecha, la firme, pero también de mucha mano izquierda- por Nerea Arriola, son tantas las posibilidades de elección del comensal como las de salir encantado.

En este sentido, uno puede, por menos de 20€ disfrutar de uno de los mejores aperitivos de Barcelona, por algo más de 30€ deleitarse con las tapas y los platillos que inundan las cartas de demasiados restaurantes de nuestra ciudad (croquetas, ensaladillas, tortillas, surtidos de quesos y embutidos…) pero preparados como es debido –patrimonio de muy, de demasiados pocos-, o abandonarse a los platazos de cuchara de Enrique.

Como veréis a continuación, hice algo de lo primero, muy poco de lo segundo, y mucho de lo tercero.

Todo comenzó con el –el mío- aperitivo de Barcelona. Aperitivo compuesto por:

Un vermut Dos Deus –aunque soy más de Punt e Mes- con sifón de Carbónicas Patu (de los pocos “sifonaires” artesanales que quedan).

Las –aquí sí, las mías y las vuestras- patatas fritas de Barcelona. Las únicas de las que disfruto realmente, con el permiso del placer menor que me dan las San Nicasio, Garijo Baigorri, Añavieja o Sarriegui. ¿Su secreto? Buen hacer, buena patata agria (bien lavada para que suelte lastre, bueno, fécula) y buen, y nuevo, aceite.

Uno de los Matrimonios (anchoa y boquerón) mejor avenido que me he zampado. Matrimonio al que acompaña una buena Gordal -aquí tres no son multitud-.

Unos muy buenos mejillones en un delicado a la par que sabroso escabeche y unos berberechos XXL –por tamaño y calidad-.

Y un sublime salpicón de bogavante (bogavante, tomate, pimiento verde, cebolla morada y emulsión de aceite y cítricos) que, a su vez, y citando al gran Peter Griffin, era un “Zas en toda la boca” a los borregos del “Santo” ceviche –teniendo platos tan nuestros y tan buenos como los salpicones o los escabeches, uno no puede entender el furor de nuestros restauradores por idolatrar el Becerro de Oro en que se han erigido los ceviches-.

Siguió con un destello –por lo fugaz y por lo brillante- del tapeo más tradicional de la mano de una croqueta de ternera y jamón. Con la de Coure y la de Mont Bar mi Santísima Trinidad Croquetil. Eso sí, que no aflojen ni un pelo, pues tienen a las de Vivanda y Espai Kru al rebufo.

Un muy buen servicio de pan (de coca y rústico de Concept Pa) y aceite (arbequina de Riudoms).

Y ya en el capítulo de cuchara, y de cuchillo y tenedor, no me quedó otra que quitarme el sombrero y desabrocharme el cinturón, por culpa de:

Unos guisantes con jamón Joselito, cubitos de su grasa, menta, pimienta y un fondo excepcional de jamón, puerro y patata. Sin duda, Enrique es un cocinero de fondos y con mucho fondo, pues tiene mucho mérito en fondos potentes –como éste y los que vendrían- poder disfrutar además de su profundidad de tantísimos matices. Citando a otro personaje tan controvertido, o más, que el anterior, guitaría eso de “Que n’aprenguin!” a tanto cocinero joven que empezando la casa por el tejado, domina el uso de la lecitina o de la xantana y se acojona ante el reto de preparar un buen caldo.

Un excelente plato de múrgulas (también llamadas colmenillas o morillas), huevo a baja temperatura y un soberbio fondo de ave con matices de almendra y chocolate.

Unas colosales habas con butifarra blanca del Perol -de las buena, esto es, con algo menos de grasa y con más sabrosos tropezones de oreja, morro…- y su demi-glace.

Una composición, a mi entender, por pulir, de puntas de espárragos blancos a la brasa, caldo de espárragos con sus tallos, tripa de bacalao y ralladura naranja. Y digo por pulir, pues creo que le faltaba algo, un toque de azafrán, pimienta rosa, de comino…, un invitado más que hiciese despertar al paladar del letargo al que éste se sumía cucharada tras cucharada.

Un excelente, para los que no son devotos de este producto, roast beef de presa ibérica, pero que, a los que amamos su potencia sin concesiones, se nos queda corto de sabor. Roast beef, eso sí, magníficamente acompañado por un parmentier de patata en el que ésta es la que adereza la mantequilla, y unas hojas frescas de orégano.

Al que sucedió una sabrosísima exhibición de potencia de la mano de una costilla Joselito en adobo con judías de Santa Pau y su fondo ahumado y ligeramente picante. Con los guisantes, los platazos entre los platazos, los “primus inter pares”.

Dónde debo ponerle deberes al restaurante Bar Bas es en su capítulo dulce, pues:

Ni la piña, coco, ron (buena piña, mejor helado de coco, pero sobrio almíbar de ron).

Ni el milhojas de crema pastelera y frutos rojos –simplemente resultón-.

Estaban a la altura –lo sé, no era tarea fácil- del resto de sus compañeros de viaje.

En definitiva, el restaurante Bar Bas será un regalo para el turista perdido –los que buscan dónde comer en Rambla Catalunya sin duda lo están- que tenga la fortuna de recalar en alguna de sus mesas, y lo es también para nosotros pues, además de facultar que nuestro paladar disfrute en tierra hostil, es todo un ejemplo –no el único, pero sí de los pocos- de que en los fondos, en los fundamentos, y no en frusleras exhibiciones técnicas, es donde reside el sabor, el placer.

Bodega: Corta, pero viva y cuidada selección de vinos la que se trae entre manos Nerea. Su acertada recomendación: El Petit Artai 2011 (Cariñena, Garnacha, Cabernet Sauvignon y Merlot). Bodega Cal Batllet. DO Priorat.

Precio: 75€. Este es el precio de un festín no apto para casi ningún estómago –puede que ni Obélix me siguiese el ritmo-. Una cena más normal, en términos de cantidades, pero igual de excepcional se mueve en la horquilla de los 35€-50€.

En pocas palabras: Lo de siempre, como nunca.

Indicado: Parafraseando uno de los mejores anuncios de Coca-Cola “Para los del aperitivo. Para los de la tapa. Para los del platillo. Para los del plato de cuchara…Para mí. Para vosotros.”

Contraindicado: Para los que viven en una permanente operación biquini.

Rambla Cataluña 7, Barcelona
933 427 516

domingo, 26 de abril de 2015

Dos Cielos

Hay días en los que me levanto de una mesa y sufro por lo que voy a tener que decir. Al respecto, os aseguro que es mucho más fácil y agradecido, aunque también mucho menos honesto, como cronista gastronómico vestirse de Oso amoroso o de Teletubbie –que no os confundan, pues son lobos con piel de cordero, pues su bolsillo les importa mucho más que el vuestro- que de Vengador justiciero.

Otros -pocos son, pues aunque hay demasiados restaurantes en los que lo más destacado es su carta de gin-tónics, mi verborrea compensa con creces su irrelevancia- tiemblo por no saber qué voy a deciros.

En la mayoría de ocasiones, nuestra más prolífica –casi mormónica- que rica restauración siempre suele brindarme algún pie en el que apoyar mis disquisiciones.
Y es a propósito de una comida, de un restaurante, de un cocinero que sin palabras debería dejarme cuando mi prosa se desata.

No obstante, y sabedor de que tanta palabrería a muchos os cansa, hoy, y sin que sirva de precedente, voy a ir al grano.

Hacía casi tres años que no visitaba la casa de comidas de los gemelos Torres -¡Cuánto te has perdido, Eduard!-, pero como es de sabios –o de menos tontos- rectificar, el pasado sábado me senté, igual que en mi última visita al restaurante Dos Cielos, en su mesa del chef (de los chefs) –sin duda, de las mejores en las que me he sentado, pues sus vistas, a la cocina y al “skyline” de Barcelona, no tienen parangón-, ávido de disfrutar del talento de Javier y de Sergio.

Almuerzo en la mesa de los chefs al que precedió un aperitivo, en la bella, aunque más vestida de noche que de día -¡Qué pena!-, terraza del restaurante Dos Cielos, conformado por:

Unos perfectos grissinis de sésamo y semillas de amapola que anticipan la calidad de los panes que han de venir.

Y unas irregulares aceitunas Gordal rellenas de crema de anchoas, pues la anchoa que debía dar sabor a la crema debe seguir nadando por las costas de Santoña.

Y ya sentado en mi mesa –si podéis, que sea también la vuestra- y de la mano de uno de los mejores servicios de sala de Barcelona -¡Un hurra por Esteban!-, disfruté de:

Uno de los mejores servicios de pan de Barcelona (blanco, aceitunas Kalamata, nueces, de “pizza” (tomate y albahaca) y dulce (pipas de girasol, zanahoria y albaricoque)), acompañado por el solvente aceite cordobés Pórtico de la Villa (picual y hojiblanca).

Un interesante bizcocho crujiente de harina de mandioca relleno de crema de raifort y lima. Tal vez la intervención de un tenor hubiese hecho de este buen bocado una magnífica apertura, pues, y salvando las distancias, me evocó a un buñuelo de bacalao, sin bacalao, esto es, a un buñuelo de ajo y perejil.

Unos excelentes erizos, aderezados con algas, esferas de aceite, plancton y tinta de calamar, servidos sobre un finísimo pan de algas. Montadito dulce-yodado al que acompañaba (en la taza que lo soportaba) una delicada pero sabrosísima infusión de galeras y cítricos (lima, limón, citronela…).

Todo un alarde de sabrosa sencillez de la mano de una alubia de primavera –increíble el frescor, el verdor que puede llegar a atesorar una legumbre- servida en el caldo de su remojo.

Una correcta composición de tomate, capellanes (una suerte de bacaladilla) y salazones. Y solo correcta pues, gustativamente era bastante plana –la acidez podía con todo- y técnicamente podría estar mejor resuelta -sin ir más lejos, la escarcha de tomate estaba a años luz de la de gazpacho de la que disfruté en la última temporada de elBulli-.

Una magnífica berenjena frita con un velo de mostaza, coriandro y comino –sin duda, lo mejor del plato- y acompañada con pimpinela, amaranto, pimiento rojo y flores de ajo. Un jardín en el que celebrar haberse metido.

Unos guisantes del Maresme sobre una royal de espárragos blancos. Los guisantes se anunciaban como de Lágrima y no lo eran. No obstante, por cada cucharada del plato, y gracias a la magnífica royale de espárragos, derramé una lágrima de felicidad.

Una soberbio homenaje al ajo en forma de una composición de crema de ajo negro (ajo fermentado 40 días a 60 grados) de las Pedroñeras, crumble de malta, regaliz, y bizcocho de ajo y perejil. Un plato que es la ostia –hasta Drácula sucumbiría a sus encantos-, y los gemelos Torres lo saben, y por ello lo acompañan con una fina oblea de ajo.

Un excelente ravioli de foie-gras, aceitunas Kalamata, tomates secos y castañas, regado por un todavía mejor caldo de foie y cocido. Entre los mil que me hubiese comido y el triste –por solo, no por calidad- que compone el plato, estoy seguro que hay un término medio.

Un plato enunciado como “Jamón-jamón” y que se erigió como la mejor croqueta, eso sí, fluida –no sé si los más puristas me aceptaran este pulpo como animal de compañía- de Barcelona. Jamón, caldo de jamón, torreznos, bellota… ummmmmmmmmmami en estado puro.

Un excelente carabinero de Huelva, con su bearnesa, acompañado de algas gallegas y pepino y aderezado con estragón, cítricos y pimienta amazónica.

Una magnífica caballa del Cantábrico regada con un caldo de curadillo (raspa seca de un escualo) y acompañada por esferas de mandioquinha.

Al ver que marcaban los cubiertos de carne y que, en consecuencia, a la función salada le quedaba un solo acto, hice mío el grito de “Más madera” de Groucho Marx y, afortunadamente, Sergio no solo lo hizo suyo sino que respondió con un “No querías café, pues toma dos tazas”. ¡Y qué tazas!

De 11 el arroz de pulpo e hinojo.

Y de 12 el San Pedro con ñoquis de chirivía y un consomé de meunière que haría buena cualquier cosa que regase.

Con los cubiertos de carne otra vez sobre la mesa disfruté como un enano de un –de su, pues provenía de una explotación que poseen en la dehesa extremeña- cabrito lechal cocinado a baja temperatura y posteriormente marcado a la brasa de encinas y sarmientos, y acompañado de unas magníficas migas con ciruelas, anchoas y ajos confitados.

Una lástima que todo lo bien que había ido el almuerzo se torciese en los postres, pues hubo más de arena que de cal.

Cal, ergo bien, para su Gin-tónic –un lemon pie del siglo XXI-.

Y arena para su Café XXL, pues aunque pretendía ser un homenaje a los amantes del café, dada su falta de profundidad y la nula presencia de notas amargas, ácidas, tostadas, saladas…, y sí un excesivo dulzor, y una también excesiva presencia de vainilla, chocolate y anís, más bien se erigía como un homenaje a los amantes de los brebajes de Starbucks. Para más inri, ese borracho de ron sobre el que se apoyaba un grano de café que era un helado de café con leche y que hubiese podido aportar esa chispa que le faltaba al postre, llevaba más jornadas sobrio que muchos alcohólicos anónimos.

Y también para unos quesos que desafinaban –aquí, Eva (de la Teca), no te has lucido-.

El punto y final al almuerzo lo pusieron un café Nespresso –con esto y lo de antes queda claro que a los Torres no les gusta el café- y una Joya (bombón relleno de haba de cacao amazónico) que hacía bueno su nombre.

En definitiva, el restaurante Dos Cielos atesora méritos para ser un dos estrellas y los Torres talento para lucir tres en la chaquetilla. Mal la cicatería de la Michelin y mal también para Sergio y Javier por no apostar el resto por sí mismos -¡Coño, que sois uno mano ganadora!-.

Bodega: Koldo Ruiz, sumiller del restaurante Dos Cielos desde febrero de este año, tiene mucho trabajo por hacer, pues todo lo que tiene de extenso la carta de vino lo tiene de poco interesante. Mi elección, el peculiar albariño Tricó 2011.

Precio: 140€ (110€ del menú degustación + vino)

En pocas palabras: Un restaurante de muchísima altura.

Indicado: Para confirmar que, en cocina, el refrán “Dos cabezas piensan mejor que una” no es bueno, es buenísimo.

Contraindicado: Para los que abjuran de la cocina de autor por sus pírricas raciones, pues lo que casi siempre es una falacia, un prejuicio, en el restaurante Dos Cielos es una realidad que precisa de enmienda.

Hotel Meliá Barcelona Sky. Pere IV 272, Barcelona.
93 367 20 70

PD: No os perdáis el programa Cocina2 que los gemelos Torres protagonizan en la 1 tras Master Chef. La mejor medicina tras mucho show y poco cooking.