lunes, 31 de agosto de 2015

Aires de Vendimia

No soy un neófito, pues por mis hechos –por lo que verdaderamente se nos reconoce- podría decirse que, la religión que abracé en mi primera comunión no fue la cristiana sino la que rinde culto a Baco –espero que no exista, sino, por comentarios como éste, u otros, tengo muchas papeletas para disfrutar de una eternidad en el purgatorio-, pero tampoco soy un experto, pues mis sentidos son incapaces de escudriñar los secretos de la más gastronómica de las bebidas –y no lo digo solo porque es la mejor de las cortesanas de un gran ágape, sino porque el vino se bebe, pero también se mastica y, sobre todo, alimenta cuerpo y alma–.

No obstante, y a pesar de que este fuero jamás le hará justicia, hoy quiero hablaros de una bodega.

Una bodega, y su viticultor –o viceversa-, que tienen un algo, o un mucho en común con mis tres últimas visitas enoturísticas. Con la Adega Algueira (Ribera Sacra) comparte el carácter atlántico y la personalidad propia de sus vinos. De Abel Mendoza (Rioja), pero en este caso, de la persona, bebe del talento y de la sapiencia como viticultor, y de la generosidad y de la amabilidad como anfitrión. Y con la Bodega En Números Vermells (el personalísimo proyecto de Silvia Puig en Torroja del Priorat) el romanticismo de la empresa, el fulgurante futuro que les espera y que en garajes, y no en faraónicas bodegas –caldos, pero de los de la abuela, suelen ser esos vinos que buscan su pedigrí en la firma de un prestigioso arquitecto y no en la uva o en el terruño-, elaboran sus perfumes, son sus comunes denominadores.

Una pequeña gran bodega, Aires de Vendimia, y un joven pero maduro viticultor, José Antonio García, que, si estáis por el Bierzo, no deberíais dejar escapar la oportunidad de visitar y de conocer. Y si no os encontráis por esos lares, probad, por favor, sus vinos, y descubriréis los encantos de una D.O., por muchos, injustamente denostada.

El Bierzo: una D.O. que el cooperativismo y la producción extensiva dificultan verla como lo que verdaderamente es, la Borgoña española. Y así es pues, sus múltiples influencias (linda con Lugo, Orense, León y Asturias), su doble alma atlántico-continental, la tipicidad de su terruño (en el que se mezcla la arcilla, la arena y los cantos), unas viñas centenarias (algunas tan viejas que hasta no tienen censo, y cuyas raíces, de hasta 2 metros, confieren una complejidad única a los vinos que de ellas se elaboran), y un cultivo de la vid en micro-parcelas (aunque vuestro ojo no lo aprecie –el mío tampoco lo hizo- en primer plano de la segunda de las siguientes fotos cohabitan vides de Mencía, Doña Blanca, Tintorera y Palomino), hacen del Bierzo un diamante en bruto.

Alma de Vendimia: una bodega, en construcción sobre la casa de sus ancestros, situada en Valtuille de Abajo que, cuando empezó su andadura hace cinco años producía 3.000 botellas y que este año encorchará ya unas 60.000, la mitad de las cuales se irán al extranjero -¡Qué dichosa, por no decir jodida, manía la de este nuestro país de no reconocer como es debido el talento patrio, el propio!-.

José Antonio García: un viticultor de 32 años, hijo del Bierzo (padre y madre son, respectivamente, de los pueblos de Corullón y de Valtuille) y de restauradores afincados en Catalunya (entre muchas otras, su padre se fogueó en las cocinas de la Fonda Europa), que busca su reflejo en Raúl Pérez –tal vez, dentro de no mucho, puede que los papeles se intercambien-, cuya meca es la Borgoña, que cultiva la vid como antaño (arando, con podas extremas y alimentando la tierra con azufre y cobre) pero con una mirada actual –hasta futurista, diría-, que vinifica por parcelas y en alquimista se convierte en su garaje-bodega, y que su buen hacer en el Bierzo le ha abierto puertas tanto en las Rías Baixas como en el Priorat. Visto lo visto, dicho, lo dicho, bien haréis en seguirlo muy, pero que muy de cerca.

Y unos vinos: las mencías Aire de Vendimia 2012 y Un Culín 2014, y la godello El Chuqueiro 2014, caracterizados por su acidez, mineralidad, complejidad y, sobre todo, personalidad, que, sin duda, son auténticas joyas a precio de bisutería.

Ya termino, subrogándome –dicho sea, sin su permiso- en José Antonio, invitándoos a visitar la Bodega Aires de Vendimia (648 070 581, jose.viticultor@gmail.com), con la esperanza de que, además de disfrutar tanto del Bierzo a través de la mirada y de la palabra de un enamorado de esta D.O., como de sus vinos ya en el mercado, como a un servidor, la cata tanto de las pócimas que albergan algunas de sus barricas seleccionadas –me sentí como Obélix-, como la de su Godello 2012 en ciernes (viñedos de 135 años, 12 meses de crianza oxidativa en barricas de roble francés de 500 litros, estabilización tartárica natural y 24 meses en botella son su ADN) os dejen sin palabras.

¡Buen provecho! Pues lo dicho, el buen vino, se bebe, pero también se come.

viernes, 28 de agosto de 2015

La Bodeguilla

Será ésta una crónica de transición por partida doble.

La mía, por la ciudad de Palma de Mallorca, camino de su aeropuerto, tras unos días de navegación por el bello, pero cada vez más concurrido, litoral balear, y que propició la resultona visita al restaurante La Bodeguilla.

Y de esta bitácora, tras un agosto al ralentí, hacia una nueva temporada que abrirán las siguientes crónicas: Poti-poti hispano-luso (lo mejor, su parte lusa); Bodega Aires de Vendimia (una pequeña gran bodega del Bierzo que dará mucho –y bien- de que hablar); Silabario (una sorprendente Estrella en Tui); Casa Gerardo; Cenador de Amós; y Mugaritz.

La Bodeguilla: un restaurante perteneciente al grupo de restauración Amida (Bonaire, El Burladero, Bar Nicolás… son otras de sus casas de comidas) que, de estar por Palma, bien merece una visita.

Y la merece pues:

Además de estar magníficamente situada (en el corazón del bello Borne de Palma), los espacios (gastrobar, restaurante informal y restaurante de postín) en los que se distribuye La Bodeguilla, y en los que se ofrece la misma propuesta gastronómica –un acierto, pues hay días en los que un plato de jamón apetece disfrutarlo con una copa de vino en una barra y otros en que el cuerpo pide para su deleite el sosiego que brinda una mesa con mantel y una buena botella de vino-, están dotados de un interiorismo muy cuidado.

Su bodega es espectacular. Puede parecer un calificativo simplón o poco sesudo, pero una cuidada selección de más de 500 referencias (nacionales e internacionales, pero que miran con especial cariño a las Islas Baleares), ofrecidas a precios más que razonables, servidas en una buena cristalería bajo la dirección del gran sumiller Roberto Durán (con el que había coincidido en el restaurante The Mirror) y que, sin duda, es el gran argumento para visitar el restaurante La Bodeguilla –¡Ojalá todos los restaurantes hiciesen tan bueno su nombre!-, merece una definición inequívoca.

Y su propuesta gastronómica, a pesar de algunas sombras, no solo no desluce la bodega al servicio de la que trabaja, sino que en algunos momentos se atreve a toserle. Prueba de ello:

Un muy buen pan de cereales con tomate, regado con un notable aceite de producción ecológica de Badajoz (Castillo Hornachos).

Unas excelentes croquetas de gamba roja de Sóller. Untuosas, crocantes, ligeras y con bechamel generosa con las gambas -¿Qué más se puede pedir?-.

Una irregular composición de berenjena en dos cocciones (cocinada al vacío y posteriormente rebozada), crema de Tumbet y bacalao ahumado. Y digo irregular, a pesar de una muy buena crema de Tumbet (una suerte de sanfaina, pisto, etc. balear) y de un correcto carpaccio de bacalao, pues un rebozado excesivo y mal cocinado –ergo, muy pesado- echaba al traste todos los buenos propósitos del plato.

Un resultón huevo escalfado con crema de foie, trufa de verano y aceite de trufa.

Unas perfectas mollejas al ajillo.

Una mediocre hamburguesa de carne de Morucha (vaca de origen salmantino). Mediocridad provocada por un soso aliño de la carne y por un pobre acompañamiento (una cebolla dulzona y un triste micuit untado en el pan), que tiene mucho delito pues, la Morucha es, gustativamente, una de las sopranos del universo vacuno. Respecto las patatas paja, el delito era no terminárselas, pues estaban de escándalo.

Una excelente versión del lemon pie (sobre una base de crumble, una crema -casi un tocinillo- de limón, un sorbete de limón y todo ello cubierto por merengue).

De matrícula su tarta fina de manzana con helado de vainilla Bourbon.

Y más que correcto tanto el café como las trufas (blanca y negra) que lo acompañaban y que pusieron la guinda al almuerzo.

En definitiva, una buena cocina, una bella sala, una inmejorable ubicación, una bodega para el recuerdo y una notable relación calidad-satisfacción-precio, convierten en más que atinado un alto en el camino en el restaurante La Bodeguilla.

Bodega: Lo dicho, espectacular, como los dos vinos tintos baleares de los que disfruté. Petjades 2013 (Gorgollasa) de Galmes i Ribot; y Negre Selecció 2010 (coupage de variedades autóctonas de Mallorca) de Toni Gelabert.

Precio: 50€. Precio medio: No lo hay, pues uno puede disfrutar de un par de copas de vino y de otras tantas tapas por 20€, como darse un homenaje mayor que el mío.

En pocas palabras: ¿Bodeguilla? No, bodegón ilustrado y bodegaza.

Indicado: Para tener una buena excusa para disfrutar de un gran vino.

Contraindicado: Para abstemios –salvo que les pirren los postres, pues los del restaurante La Bodeguilla embriagan-.

Calle Sant Jaume 3, Palma de Mallorca.
971 718 274

PD: Tanto si acabáis recalando en La Bodeguilla como si no, quedaos con el siguiente nombre: Horno San Antonio, situado en la homónima plaza de Palma, y una buena alternativa para comprar el clásico souvenir de las Islas –por favor, no me compréis ensaimadas en el aeropuerto-.

sábado, 15 de agosto de 2015

Dos Palillos

Hay máximas que, seguro, muchos creíais que jamás rondarían estos fueros, pero dado que en verano se estila lo ligero –si hasta los periódicos, en agosto, más parecen una octavilla parroquial que un diario al uso, no va a ser un servidor menos, o más-, no serán pocos los que tendrán que frotarse bien los ojos después de leer lo que sigue.

“Lo bueno, si breve, dos veces bueno”.

Y pues parece que el dos es hoy el número mágico, en un par de teletipos, eso sí, gorditos -no le pidáis peras a este olmo- daré carpetazo a las tediosas introducciones con las que, a la mayoría, hastío.

El restaurante Dos Palillos de Albert Raurich (quien sustituyó a Sergi Arola en 1997 como jefe de partida en elBulli, para terminar convirtiéndose en uno de los jefes de cocina con más influencia en el mejor restaurante de la historia) y Tamae Imachi (la gran mujer que hay detrás, o delante, de todo gran hombre y, a su vez, sumiller y jefa de sala del restaurante Dos Palillos) es un “must”, un indispensable… llamadlo como queráis, pero visitadlo, de Barcelona. Y lo es, por supuesto, por una cocina de autor que fusiona casi a la perfección las gastronomías asiáticas y mediterráneas, pero también por el harmonioso vals en el que se erigen todos sus servicios y cuyo perfecto deleite es propiciado por la barra en forma de U en la que se acomodan una veintena de elegidos por función.

Pero a pesar de ser un “must” del panorama gastronómico barcelonés, el restaurante Dos Palillos debe ponerse las pilas pues, de lo contrario, corre el riesgo de compartir la suerte -o la desdicha- del restaurante Espai Sucre, que no es otra que la de empobrecerse como resultas de pretender vivir de unas rentas que, en gastronomía, son más volátiles que las, anteayer desconocidas para el común de los mortales, primas de riesgo. Hace unos años, nadie se atrevía ni a servir un pepino o una berenjena de postre, ni a hacer un collage de imaginarios gastronómicos, pero hoy, afortunadamente, la realidad es bien distinta y, los que antes eran paladines de tales tendencias, si solo caminan cuando el resto vuela poco tardan en perder la pista de los primeros. No sé el porqué de que en el restaurante Espai Sucre hagan oídos sordos a la exigencia de reinvención diaria que se exige a los que pretenden practicar vanguardia culinaria, pero bien hará Albert de apostar el resto por su Dos Palillos, pues un nuevo sheriff llamado David Muñoz ya se ha hecho con la estrella de la Ciudad Fusión.

Breve –aunque menos de lo inicialmente pretendido y prometido- he sido, y para bueno, bueno, el más largo de los dos menús degustación (ambos los situaría en el Top 10 barcelonés de relación calidad-satisfacción-precio) que ofrecen en el restaurante Dos Palillos (uno también puede comer a la carta, a precios todavía más contenidos, tanto en la barra de la entrada del restaurante como en su agradabilísima terraza), y del que hace una semana disfruté a propósito de:

Un tan mal llamado como resultón aire de Mojito de shisho rojo. Y digo mal llamado pues el acertado amargor que le confería el shisho más lo asemejaba a un Negroni que a un Mojito.

Una anodina composición de piparras, salsa de soja, jengibre y katsuobushi. Y digo anodina pues todos los matices gustativos del bonito seco perecían en manos de unas piparras y un aderezo en exceso picante.

De nuevo, el exceso de picante –y lo dice un menda que, con sus platos, ha forzado a más de uno a beberse litro y medio de agua, o de vino, para calmar su paladar- y una mano en exceso generosa con el sésamo, echaba al traste las pretensiones gustativas de una medusa al estilo Sichuan.

Tras dos platos con mucho ingrediente pero poco matiz gustativo, y en los que el exceso de picante era el denominador común –algo tan dañino para abrir el apetito como el dulzor- debo reconocer que me temía lo peor, no obstante, ipso facto el cuento iba a cambiar a mejor, a mucho mejor. Y lo hizo, a pesar de algunas turbulencias justo antes de los postres, de la mano de:

Un perfecto Tsukudani de hígado de rape (macerado en sake y cocido al vapor) acompañado con setas shitake adobadas con soja dulce.

Tal vez, el mejor plato del menú: Naresushi de salmón salvaje. Excelente sashimi de salmón salvaje aderezado con una colosal salsa de pulpa de arroz fermentada con sake (salsa aquí y hoy, método de conservación ayer y ancestro del sushi allí) que confería al salmón delicados matices lácteos, minerales, ácidos… una suerte de salsa tártara Deluxe.

Un muy buen plato de navajas al estilo chino que, de mediar un bivalvo de la calidad de los que sirven en Espai Kru (vivos y sin filtrar), y gracias a un aderezo de 11 (limón, jengibre confitado y una alga yodada con sabor a centolla que responde al nombre de Laurencia) sería un plato para el recuerdo.

Unas excelentes gambas rojas frías-calientes (cuerpo crudo y cabeza cliente –comme il faut-) acertadamente aderezadas con aceite de té –el toque ahumado que les confería les iba como anillo al dedo-.

Un nuevo destello de excelencia propiciado por un delicado sashimi de pollo de corral acompañado por unas golosísimas huevas de bacalao marinadas.

De matrícula la soja añeja (3 años) ahumada (helado y salsa) con edamames (al vapor y su praliné). Un plato que bien podría ser un pre-postre y que preparaba el paladar para dos etapas de altura.

En Tourmalet se erigía el Kimchi negro con chipirones, pues genial era la composición gustativa de la col fermentada, el beicon, la flor de ajo y unos chipirones curados en sake y marcados al soplete. Solo de imaginarme su versión bocata de calamares o guiso catalán tradicional se me hace la boca agua. Por cierto, aquí, el picante, sí, ¡SÍ!

Y un Alpe d’Huez hubiese podido ser el Noumifu (sutil tempura china elaborada con harina de arroz) de sesitos de cordero, si un chimichurri de jengibre, ajo, soja y cilantro no hubiese reclamado más protagonismo del debido.

Unos más que resultones dumplings al vapor de langostinos, papada de cerdo y pak choi, aderezados con una más que interesante salsa de soja y jengibre que, al entender de un humilde servidor, serían de cine de cambiar langostino por gamba, puesto a pedir, de Huelva –la más propicia para este tipo de cocciones y acompañamientos-.

El sabroso divertimento de un Temaki de ventresca atún. Dejando aparte el tan divertido como peligroso –dejar en manos del comensal la labor del cocinero no suele ser buen negocio- “do it yourself”, sin duda, lo mejor, tanto los acertados acompañamientos (alga nori, arroz, pasta de ciruela fermentada, brotes de daikon, wasabi y jengibre escarchado) con los que se invitaba a jugar, como la calidad de la ventresca.

Y tras muchas sonrisas, tres momentos para el llanto. Eso sí, lágrimas relativas, pues si los tres siguientes platos me los hubiesen servido en la barra del restaurante Dos Palillos puede que hasta los hubiese jaleado –no sé si tanto-, pero en el contexto de un menú gastronómico se me antojaron, cuanto menos, pueriles y, a mayor abundamiento, si se sirven como colofón del menú.

Facilona la Japo Burger (elaborada con una carne de vaca gallega dry aged plana de sabor, y acompañada con jengibre, pepino y shisho), en la que lo más destacado era el pan casero al vapor que la vestía.

Confusa la composición del bocata de papada de cerdo y cangrejo real –desaparecido en combate-, aderezado con albahaca, cilantro, menta y sésamo.

Y triste, por soso y mal cocinado –o mal cocinado por soso-, el tataki de buey. Una pena, pues el mojo de huevo de codorniz, miso blanco, soja y especias que lo acompañaba era para mojar pan. Sigue costándome de entender esta moda de algunos -por desgracia, cada vez más- restaurantes gastronómicos de prescindir del pan -¿Qué les habrá hecho el mejor de los lienzos para plasmar el sabor a estos cocineros “antipanticos”?-.

Dado que no quería dar la bienvenida a 3+1 postres que, a la postre –siento el pueril y redundante juego de palabras, pero no he podido reprimirme-, disiparían cualquier duda sobre el mérito y valor del restaurante Dos Palillos, me refugié, pedí el auxilio de la siempre perfecta, y que debería estar en todos los menús del restaurante de Albert, papada de cerdo ibérico al estilo cantonés.

Refrescante y también complejo el Kakigori (una suerte de granizado japonés) de piel de yuzu, con calpis (el “Danup”, natural, nipón), azúcar escarchado y paraguayo.

Memorable -de los postres del año-, por acertar con el casi imposible binomio refrescante-profundo, el Coco Thai: Coco (espuma y bizcocho), curry rojo, plátano y lima kéfir. Un postre que te hace y que te invita a viajar (a Tailandia, Laos….).

Y también para el recuerdo las cortezas de cerdo especiadas y caramelizadas acompañadas con helado de jengibre. Puestos a ponerle un pero, la textura del helado, pues la intensidad gustativa de las cortezas exigía un helado más mantecoso.

Una pena que la guinda a la cena la pusiese un Ninyo yaki de chocolate –también respondería al grito de buñuelo- con jengibre, pues si al cacao le añades “lat”, en vez de un bocado tan untuoso como de largo recorrido –de dos rombos-, te das, te dan en los morros con un postre descafeinado, de horario infantil.

En definitiva, ayer el paladín de la cocina fusión, hoy un noble caballero de la misma y siempre –mucho tendrían que torcerse las cosas- uno de los grandes de Barcelona.

Bodega: Carta de vinos casi a la altura -que no es moco de pavo- de la propuesta gastronómica que marida, acompaña o sirve de excusa para que uno se dé un homenaje. Yo opté por lo segundo –soy poco de lo primero y lo tercero suelo hacerlo puertas adentro de mi casa-. Ximenis 2013 (Pedro Ximénez, Garnacha Blanca y Macabeo), Genium Celler, DO Priorat; y Phinca Encanto 2010 (Rufete), DSG Vineyards, Vino de la Sierra de Salamanca.

Precio: 125€ (menú largo (90€) + bebidas). Menú menos largo: 75€ + bebidas.

En pocas palabras: Entre aquí y allá, Albert nos pilla a casi todos.

Indicado: Para confirmar que la cocina, talento y esfuerzo mediante, es un lenguaje universal.

Contraindicado: Para los que a la fusión entre fogones la temen más que a la entre protones y neutrones.

Elisabets 9, Barcelona
933 040 513