miércoles, 3 de octubre de 2012

Piñera

Barcelona son los Cruz (Àbac o Ten’s), los Vilà (Alkimia, Vivanda o Fábrica Moritz), los Pérez (Enoteca, The Mirror, La Royale o Black)… pero, y afortunadamente, también los Ventura (Coure), los Peña (Gresca), los Morales (Topik) o los Lechuga (Caldeni).

Pero no es menos cierto que, junto al elenco que dibujan los Freixa (Ramón Freixa Madrid), los Muñoz (Diverxo), los Arola (Arola Gastro) o los Roncero (Terraza del Casino), Madrid puede también presumir de un magnífico plantel de actores secundarios –en muchas ocasiones, los verdaderos y silenciosos protagonistas de un filme-.

En este sentido, es de sobra conocida para los asiduos a este blog mi admiración por Abraham García y su Viridiana, por Juanjo López y su Tasquita de Enfrente –mí restaurante de la capital-, o, y lo que hoy nos atañe, por Javier Aranda y su restaurante Piñera.

Restaurante Piñera en el que, sin un porqué demasiado definido –para que voy a engañaros- terminé recalando el pasado domingo y que, a pesar –o justamente por ellas- de un almuerzo de luces y de sombras, sin duda, se erigió como la grata y sabrosa sorpresa de mi escapada gastronómica madrileña.

En muchos aspectos, el restaurante Piñera es la clásica casa de comidas madrileña (aparcacoches, un servicio de la vieja escuela –no leáis lo que no es, pues un piropo pretender ser-, una sala amplia y lujosa, una cocina genuinamente de mercado…), pero también, y por ello culpable de mi mayor alegría del fin de semana, es mucho más.
Mucho más que podría condensarse en una sola palabra: fusión.

Pero ya que lo mío no son los párrafos cortos, permitidme que desarrolle algo más –no demasiado, no temáis- mi tesis.

Fusión entendida como un matrimonio perfectamente avenido entre una sala formal y atenta pero también con destellos de simpatía poco frecuentes entre los restaurantes de postín de Madrid. Fusión que se respira asimismo en una sala rejuvenecida gracias a los destellos de art decó y luminosidad que en ella se aprecian (en la segunda y tercera acepciones que la RAE otorga a tal palabra). Fusión que conquista altísimas cotas con una carta de vinos capaz de aunar los caldos más clásicos con sabrosísimas rarezas. Y, sobre todo, en una propuesta gastronómica que, sin renunciar al mercado, su seña de identidad, no solo no hace ascos a la creatividad sino que pone toda la carne en el asador para que ésta florezca.
Y para poner en valor lo dicho, nada mejor que los hechos de mi almuerzo del pasado domingo en el restaurante Piñera.

Almuerzo al que dieron forma, una copa de un excelente albariño (Leirona 2011), unas buenas aceitunas y un notable servicio de panes (negro, de cereales, de naranja, blanco, de pipas…) y aceite (picual Oro Bailen) mediantes:
Un irregular aperitivo de la casa compuesto por una buena croqueta de boletus, unas notables cortezas de bacalao con salsa vizcaína, y unos flojos jarrete de ternera, pulpo con alioli de pera y canelón de calabacín relleno de berenjena ahumada.
Unas excelentes, por su casi etérea textura e intensísimo sabor, croquetas de ternera blanca y jamón ibérico.
Un buen calamar (excelente textura) acompañado con un pil-pìl de algas, más algas (imperdonablemente duras, casi secas) y escamas –tal vez, presentadas como tierra, hubiesen aportado algo más al conjunto- de crustáceos. Un plato, sin duda, conceptualmente más que meritorio pero en el que queda bastante por trabajar tanto en su materialización en el plato como en su ejecución.
Un “sashimi” de papada (brutal) con migas de pastor (igualmente brutales) y huevo duro que, a mi entender, alcanzaría cotas de excelencia si el huevo se presentase cocinado a baja temperatura.
Un notable arroz meloso, de perfecto punto de cocción, de gamba roja (inmejorable producto y que da la razón a los que afirman que Madrid es el mejor puerto de España), azafrán y limón. Y solo notable pues el azafrán andaba algo despistado y, en cambio, la ralladura de limón se hacía demasiado perceptible.
Unas magníficas Crêpes Suzette preparadas como es debido, esto es, delante del comensal.
Una mejorable, pues adolecía de falta de mantequilla y de azúcar, tarta fina de manzana acompañada por un correcto helado de vainilla.
Y unos correctos, sin más, “petis”, acompañados por un muy flojo café y el seguro de éxito que siempre ofrece un chupito de Laphroaig.
En definitiva, un restaurante de los de toda la vida y que, gracias a las notas de creatividad y modernidad que suenan entre sus paredes, seguro, tiene un largo camino por recorrer.

Bodega: Cienfuegos 2009 (Albarín, Verdejo y Godello). Bodegas César Muñoz. Vino de la Tierra de Castilla y León.
Precio: 75 €

En pocas palabras: Un gran casa de comidas genuinamente madrileña pero sin muchos de sus “dejes”.

Indicado: Para descubrir o confirmar que entre los Diverxo o las Terraza del Casino y los Asador Donostiarra o los De María se abre un enorme abanico de sabrosísimas posibilidades.

Contraindicado: Para los que siguen creyendo que la gastronomía de Madrid se reduce al cocido o a los callos.

Calle Rosario Pino 12, Madrid.
91 425 14 25

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