Undécima, última y mejor -aquí no hay “spoiler” pues, era obvio que os reservaba lo mejor para el final- etapa de mi tournée gastronómica por Londres.
Parada y fonda que tuvo lugar en el restaurante que el australiano Brett Graham (el que ya me había demostrado, unos días antes en su pub Harwood Arms, muchas maneras) regenta a las puertas del barrio de Notting Hill.
The Ledbury: un restaurante que luce dos Estrellas Michelin y que, al parecer de The S. Pellegrino World's 50 Best Restaurants Awards, es el vigésimo mejor restaurante del mundo.
En este sentido, su propuesta gastronómica y su sala -el contenido (un servicio de alta escuela pero empático), no así el continente- hacen, sin género de dudas, buena la bi-estrellada distinción.
Y, aunque es espectacular lo que sale de su fogones de trinchera -pocas cocinas más humildes he visto en la alta restauración-, se me antoja como algo generoso, a tenor de algunos achaques observados (e.g. mejorables ejecuciones y composiciones), entender que, en el mundo, solo haya 19 restaurantes mejores que The Ledbury.
Me permitiréis, antes de presentaros el detalle del menú degustación que ofrecen Brett Graham y compañía, que formule una doble, pero brevísima -palabrita del niño Jesús-, consideración a propósito de mis ágapes al otro lado del Canal.
Los prejuicios nunca son buenos, y con la gastronomía británica son peores pues, identificar su cocina con pesados “pies” y fritangosos “fish and chips” es tan o más injusto que asociar la cocina española a los potajes de bareto o a los pescaitos de chiringuito. Ya nos gustaría tener en la Península algunos productos (e.g. caza, de pluma o de pelo, quesos…) de los que disfrutan en las Islas, o que nuestra nueva cocina “verde” tuviese el bagaje, la solvencia y la complejidad gustativa de su cocina “verde” de siempre (allí, un Celerí o un 4 amb 5 Mujades serían noticiables por su calidad, pero nunca por lo novedoso de su propuesta gastronómica).
Y está bien ser algo chovinistas, pero no lo está, pues solo conduce a que la hostia venga antes y duela más -preguntádselo, si no, a nuestros vecinos del otro lado de los Pirineos-, creernos el obligo del mundo. La cocina española ha revolucionado el panorama gastronómico mundial, sí, pero no creamos por eso que el universo gastronómico es hispano-centrista o, por cortos de miras, nosotros sí que mereceremos una inquisición que nos mande a la hoguera.
“Let’s go on with The Ledbury’s tasting menu consisting of”:
Un pan integral de masa madre y una mantequilla de cabra, ambos caseros, que merecen sendos retratos -a buenos entendedores…-.
Un gran bocado de mar: crujiente de alga, crema ahumada de mejillón ahumada, limón y eneldo.
Un gran bocado de tierra: lionesa de parmesano y foie con gelatina de miel de cerveza.
Y uno colosal: “dumpling” de ciervo (su paletilla ahumada y cocinada a baja temperatura), pera, membrillo, romero, tomillo y mostaza. De haber podido llevarme una docena, sin duda, hubiese sido el mejor souvenir que regalar a mis seres queridos -porque me quieren, con unos imanes se conformaron-.
Un plato que hubiese sido de 11: remolacha blanca cocida al barro (a la sal, pero con barro), anguila (ahumada y su chantilly salada), pan tostado y cebolla; de no ser por una anodina sal de caviar cuya intervención solo encontraba explicación -que no compresión- en una absurda necesidad de justificar la factura.
Una tan sabrosa como confusa composición de alcachofas (violeta y china), jamón de pato, endivia, sorel, eneldo, uva, nueces y polvo de foie.
Una sabrosísimo, pero facilón, plato de huevo planchado de faisán, celerí, jamón ibérico, portobelo, vinagreta de trufa y reducción de vino de Arbois.
Un arriesgado, pero magnífico, plato de vieira de Escocia, cocochas de merluza, crema de ostra, espárrago verde, aceite de algas, perejil de invierno y limón. Un plato delicado y sabrosísimo en el que cada producto del mar cumplía su función: ostra (sabor y más sabor), cococha (textura y sabor) y vieira (textura, más textura y algo de pertinente dulzor).
Una barroca composición de colmenillas rellenas de flan de caldo de pollo y té earl grey, crema de tallos del ajo tierno, parmentier, escamas de beicon, jugo colmenillas y caldo de ave. Un plato que sería mucho más con algo menos pues, a mi entender, le sobraban un parmentier y un beicon puestos para contentar a los paladares más profanos -o menos prosaicos-.
Un magnífico solomillo de ternera salvaje irlandesa -la mejor ternera que he comido pues era una pieza de caza mayor- aderezado con una suerte de salsa Café de París “British style”: tuétano ahumado, crema de chalotas, col kale, lúpulo encurtido, flor de ajo, cebolleta braseada y aceite de ajo.
Tres grandes quesos (azul de vaca inglés, piel lavada de vaca irlandés y blando con corteza a la ceniza de cabra francés perfectamente afinados) escogidos de un carro todavía más grande (cuantitativa y cualitativamente hablando).
Una excelente composición de crema y helado de suero de mantequilla, aceite de oliva, ruibarbo (su tallo y su jugo), naranja y menta que me evocó a ese grandioso gazpacho dulce del genial Jordi Vilà.
Un resultón buñuelo especiado.
Un perfecto “parfait” de vainilla sobre un “sablée” de Sauternes y acompañado por un helado de fruta de la pasión.
Un grandísmo trío de “petit fours”: crujiente de junípero, limón, especias y toffee -¿Gin-tonic en vena? No, en rama-, trufa de avena, y gominola de brandy, naranja y apio. ¡A cuál mejor!
Y un “super, super, super bonus track”: un toffee hecho helado (helado de buttermilk, toffee y crumble salado). “Super” por su calidad, “suuper” por haberlo disfrutado en compañía del bueno de Brett, y “suuuper” pues las manos que sostenían mi plato eran las de mi mujer y fiel compañera de fatigas gastronómicas.
En definitiva, uno de los grandes restaurantes del mudo y, seguramente, la mejor casa de comidas del Reino Unido.
Bodega: Gran carta de vinos (conformada por más de 1.000 interesantísimas referencias) y mejor sumiller. Mi elección, con la ayuda de un sumiller que nada pensaba en los ceros -como en tantos grandes restaurantes, y no tan grandes, por desgracia, suele suceder-: Champ de Cour 2011 (Gamay), Château Du Moulin-À-Vent, Beaujolais.
Precio: 200€ (menú degustación largo (150€) + bebidas). Menú mediodía: 65€ + bebidas. Menú degustación corto: 105€ + bebidas.
En pocas palabras: Con sus imperfecciones, casi perfecto.
Indicado: Para los que, aunque no sepamos hacer dos cosas a la vez, nos gusta que al comer nos hagan pensar.
Contraindicado: Para los que creen que la alta restauración fuera de España solo se disfruta comiendo un bun, un pie, un maki, un ceviche, una pizza o una crêpe en un “rooftop”.
127 Ledbury Road, Londres
+44 20 7792 9090
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