jueves, 21 de mayo de 2015

La Forquilla

Cuando el restaurante La Forquilla levantó la persiana en el mes de diciembre de 2010 en el Poblenou, seguramente, el único argumento gastronómico de peso para visitar este encantador barrio barcelonés respondía al nombre de Dos Cielos.

Cinco años después, afortunadamente, la realidad es muy distinta y, nombres como Els Tres Porquets, Floreta y, sobre todo -¡Toma “spoiler”!- La Forquilla bien justifican la excursión.

La Forquilla: un restaurante que nace como el personalísimo, en toda la extensión de la palabra –en breve entenderéis el porqué de tal afirmación-, proyecto del joven, aunque sobradamente preparado -el bagaje atesorado en restaurantes como El Celler de Can Roca, Lasarte, Neichel o Can Fabes dan fe de ello- chef Vidal Gravalosa.

Vidal Gravalosa: hijo de restauradores –su casa madre, y padre (el restaurante Casa Julio), se encuentra a escasos metros del restaurante La Forquilla- al que, debo confesaros, me acerqué, por culpa del cotilleo de rigor a través de la página web de su casa de comidas, con ciertos prejuicios, pues clicar en la pestaña equipo y que solo apareciese él, me hizo decirme para mis adentros “¡Qué pretencioso!”. Pero nada más alejado de la realidad pues, el restaurante La Forquilla es Vidal, Vidal y más y solo Vidal –la expresión él se lo guisa y él se lo come le queda más que corta pues, además, él lo monta, él lo comanda, él lo repasa, él lo barre y él hace lo que haga falta-.

Cruzada voluntariamente en solitario –por, según me comentó, no haber encontrado el adecuado compañero de viaje- a la que, no obstante, se unirá después del verano un buen amigo que asumirá las labores de sala –lo celebro, y mucho, pues la interesantísima propuesta gastronómica del restaurante La Forquilla merece que Vidal concentre en ella todos sus esfuerzos y talento-.

Una propuesta gastronómica que se cuece en una cocina de menos de 8 metros cuadrados -suerte que es una morada unipersonal, pues el grito “¡Quemo!” no evitaría más de un encontronazo- y que se sirve en una confortable sala apta para 20 comensales –muchos bistronómicos del Eixample enlatarían entre sus cuatro paredes el doble de sardinas, perdón, de clientes-, pero que nunca, de nuevo, voluntariamente –sería un suicidio-, se llena.

Y ya sin más dilaciones –hoy, de las menos indebidas- pongamos negro sobre blanco sobre este pequeño (por eslora y por tripulación) gran (por algunos detalles como la bodega, la cristalería o algo tan nimio como las toallitas de ropa en los baños pero, sobre todo, por su cocina) restaurante –mucho más grande sería si Vidal no quisiese ganar los 100 metros lisos corriendo, adrede, con las zapatillas desatadas-.

Tres posibilidades se me presentaban para descubrir la cocina del restaurante La Forquilla: dos menús degustación y una cena a la carta.

Descartado el menú corto –mi estómago, como mi verborrea, es insaciable-, una sugestiva carta repleta de medias raciones que facultan a la autocomposición de un menú degustación me sumió en muchas más dudas que las que me ha suscitado la próxima contienda electoral, no obstante, finalmente me abandoné al Menú Degustación –sobre el papel, el mejor reflejo del alma de un cocinero- del restaurante La Forquilla.

Menú degustación compuesto por:

Un buen servicio de pan D.O. Crustó (blanco, de nueces y de cerales) acompañado por una mejor hojiblanca de Salud Atenea (Málaga).

Un notable foie casero acertadamente matizado –por el toque de dulzura y de acidez que le aportaban- con perlas de yogur.

Una soberbia –por calidad, por punto de cocción y por acompañamiento- almeja con salsa marinera. Una salsa para mojar pan hasta reventar y que jubilaría a Vidal, o le permitiría contratar personal, de ofrecerla, con una buena merluza o un buen rape, como cazuela en formato “take away” –sería, seguro, el almuerzo dominical de la mitad de los habitantes del Poblenou-.

Una ensalada de aguacate, pera, pistachos caramelizados, brotes verdes, vinagreta de miel y chardonnay y tomates cherry –lo único que sobraba, por no estar, todavía, en temporada y por la consecuente acidez que aportaban-, que era una gran expresión de cocina sana, sencilla y sabrosa. Coronada con una sardina de las que están a punto de llegar, sería un plato para aplaudir con las orejas. Aplauso casi generalizado, pues los vegetarianos se verían privados de una gran plato apto para ellos -que haberlos, haylos, pero no a cascoporro-.

Un muy buen pulpo a la plancha acompañado con tomate al romero, aire de pimentón, crema de mostaza y emulsión de patata que, a mi entender, revestiría todavía de más interés si apostase por la mostaza –un matiz distinto en el poco imaginativo universo gastronómico entorno al pulpo- prescindiendo, a su vez, del aire de pimentón –meramente efectista-.

Unas judías del Ganxet con morcilla, chorizo, calamar en juliana y aceite de perejil que resultaban un bocado tan interesante como un fallido mar y montaña –no sé si un buen pulpito hubiese aguantado la estocada, pero, sin duda, el calamar sucumbió a la del chorizo y la morcilla-.

Un huevo ecológico frito con emulsión de patata, espardeña, gamba roja, beicon y polvo de pan y perejil que hubiese sido más -casi de 10-, con menos, esto es, sin la gamba, pues, además de estar algo sobrecocinada -la única limitación que advertí en el pase derivada de la cruzada en solitario de Vidal-, su intensidad de sabor chirriaba en el canto coral de grandes barítonos y mezzo-sopranos que interpretaban el resto de componentes del plato.

Una notable composición de cabracho, parmentier de brócoli, romesco, aire de limón y guisantes encebollados cocinados en el caldo de las espinas del cabracho en la que solo desafinaban éstos últimos por culpa de la poca finura de los guisantes, para más inri, exacerbada por un exceso de cocción.

Un canelón de rustido de pollo –muy sabroso, pero demasiado triturado (su textura era más propia de una lasaña)- acompañado por una crema de pollo y foie –el pollo se llevaba el gato al agua-, demi glace de pollo y trufa –de nuevo, el pollo daba el cante- y queso Parmesano. En definitiva, pollo al cubo, que no era lo anunciado, pero del que disfruté.

Un sabroso pre-postre de frutos rojos, espuma de fruta de la pasión, crema de coco, gelatina de vermut y sopa de limón y eneldo del que me hubiese comido un copazo y no solo la copita servida.

Una irregular composición de brownie de café –bien-, helado de café con leche –bien-, crumble de cacao –bien-, crema de azafrán –poco intensa-, caramelo de naranja –desaparecido en combate- y sorbete de mango –fuera de juego pues, a mi entender, un postre de café acepta muchos matices (frutos o frutas secas, especias, ron, Grand Marnier…), pero no la dulzona acidez del mango-.

Y un correcto trío de petit fours: gominola de mandarina, cookie –el más flojo-, y trufa de cacao al 70% -el mejor-.

En definitiva, un restaurante, por su actual nivel culinario, de presente y también de futuro, pues, si esto es lo que se trae entre dos manos, La Forquilla a cuatro manos puede ser una pieza de Liceo.

Bodega: Interesantísima carta de vinos (por referencia y por los precios de éstas) de la que me quedé con la Mencía del Bierzo del viticultor José Antonio García: Aires de Vendimia 2012.

Precio: 80€ (Menú Degustación (48€+IVA) + bebidas). También puede disfrutarse, y mucho, del restaurante La Forquilla a la carta (40€-50€ + bebidas), o con su Menú Sensaciones (28€+IVA + bebidas).

En pocas palabras: La navaja suiza de la restauración barcelonesa.

Indicado: Para los que se emocionan con el reto náutico que es “la vuelta al mundo en solitario”.

Contraindicado: Para los que creen que pedir ayuda no es un signo de debilidad sino todo lo contrario.

Pere IV 210, Barcelona
933 007 980

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