Una cena en el olvidado Jaume de Provença, otra en la bucólica –la del Born, pues su actual sala deja casi tan frío como su cocina- Hofmann, y otra en el originario y genuino Gaig –el de Horta-, fueron los regalos escogidos –y acertados- por mis padres para celebrar algunos de mis adolescentes cumpleaños.
Diez años pasaron hasta que decidí acercarme de nuevo a la cocina de Carles Gaig, aunque en esa ocasión la cena tuvo lugar en la postiza casa de comidas del Hotel Cram.
Y hoy se cumple una semana de mi última –en más acepciones de las que desearía- cena “con” Gaig.
Un cocinero, tres cenas, tres emplazamientos y tres cocinas.
En cuanto al pionero, genial, incombustible, premiado… Carles Gaig, nada más voy a deciros, pues pocos serán los que no tienen su –o la de otros- opinión sobre él y ya me meto en suficientes berenjenales como adentrarme en el pantanoso terreno de lo personal.
De las tres cenas, la última es la que nos interesa. No busquéis sacras motivaciones, pues responde al hecho que es la única en la que, de desearlo, podéis llevaros a la boca el mismo pan y el mismo vino que yo –al final sí que huele algo a botafumeiro-.
Daré carpetazo al tema de los tres emplazamientos con un “el nuevo interiorismo de la Fonda, dado por Adela Cabré, marida mucho mejor con la cocina del restaurante Gaig que el de neo-cabaret que teñía las paredes del Hotel Cram”.
Y tres son las cocinas pues, a algo –o a mucho- de la cocina catalana-contemporánea que hizo grande Horta se renunció con la mudanza al Hotal Cram -tocaba andar sobre las transitadísimas brasas de la cocina de autor, y de las que resultaron quemados tantos cocineros como comensales-, y lo que ahora se cuece en el restaurante Gaig es una cocina personalísimamente –rezuma Carles Gaig por doquier- “vintage” –algo demodé para ser contemporánea, con una pátina de autor para ser tradicional-.
Me temo que con tanto Horta, Gaig, Fonda, Cram… os tengo más perdidos que un burro en un garaje –o que un hipster en el restaurante Via Veneto (por cierto, protagonista tangencial de la próxima crónica, pues quien mueve los hilos del restaurante que en unos días nos ocupará se pasó casi seis años en la lustrosa para algunos, apolillada para otros, casa de comidas de la familia Monje)- así que, arrojemos algo de luz al precedente galimatías.
El pasado 5 de abril, Carles Gaig y Fina Navarro, aunaron para su causa gastronómica a los restaurantes Gaig, del Hotel Cram, y Fonda Gaig.
Unificación de restaurantes que ocupó el espacio del segundo, adoptó el nombre del primero y se quedó con la cocina de los dos.
Una doble propuesta gastronómica que, como casi todo en la vida, tienen su lado bueno y su lado menos bueno –en casa de Carles Gaig es difícil hablar de malo-.
Lo bueno: la amplitud de la propuesta gastronómica, pues, dado el gran abanico de precios que la conforman el restaurante Gaig es más accesible que nunca (los precios a la carta van desde los 2€ de la croqueta o los 12€ de los sesos o de los macarrones, a los 29€ del pichón o los 42€ del bogavante) y, asimismo, no se renuncia a nada (tradición y modernidad conviven en dos cartas –mucho más cómodo sería unificarlas, dado que puede pedirse indistintamente de las dos- y tienen su propio espacio en el Menú Tradició (60€) y en el Menú Gran Àpat (95€).
Lo menos bueno: la amplitud de la propuesta gastronómica, pues, como suele decirse, quien mucho abarca, poco aprieta.
Y ya sin más dilaciones, que hoy han sido muchas –perdonad, una última a propósito de un irregular servicio. Cruzad los dedos mientras os acompañen a vuestra mesa, pues podéis ser bendecidos con la profesionalidad y amabilidad máxima o pasaros la cena maldiciendo vuestra suerte por haber caído en las manos de un camarero que no encuentra, pues no sabe, cuál es su lugar- mi cena del pasado viernes.
Una cena que discurrió por los siguientes derroteros:
Un infame trío de aperitivos: una triste –por tener que saltar al ruedo sola, sin más de sus congéneres- patata frita, un insípido crujiente de parmesano y una correcta galleta de aceitunas negras.
La solvencia del aceite de arbequina de la Boella y de los panes blanco, negro, de cerveza y de centeno del Forn de l’Obrador.
Una croqueta de “rostit” de excelente masa, pero a la que una fritura con un aceite con más mili de la que debería –el olor lo delataba- restaba muchos enteros.
Un excelente –por los perfectos blanqueado, punto de cocción y calidad del producto- filete de seso de cordero empanado, acompañado por una excelentemente aliñada –felicidad doble, por la excelencia y por el aliño, pues parece que últimamente éstos o ya no forman parte del plan docente de las escuelas de hostelería o hay mucho cocinero chorra que no los encuentra lo suficientemente glamurosos como para perder el tiempo con ellos- ensalada de escarola, apio y mostaza.
La gran decepción de la noche, pues no creí que las horas bajas por las que atraviesa la Iglesia tendrían su translación en los “archifamosos” Macarrones del Cardenal, dado que poco en ellos se salvaba –por supuesto, el exceso de nata, la cebolla mal confitada y la calidad de la carne de cerdo, no-.
Un notable arroz de pichón y setas en el que el punto y sabor del arroz meritaban la excelencia pero al que un tenue pichón le hacía bajar la media.
Un buen pichón en dos cocciones. Lo mejor: la textura de la pata, su jugo, la cebolla glaseada, los pistachos y la mini zanahoria encurtida que lo acompañaba. Lo menos lucido: el punto de cocción de la pechuga y, de nuevo, el sabor algo tenue del pichón.
Un buen, pero muy noventero, dúo de postres.
Correcto el denominado “Venezuela 68%” y consistente en un correcto coulant, un más que mejorable granizado de cacao, y unos mucho mejores cremoso, crujiente y toffee de cacao.
Buena la bautizada como “Evolución de la crema catalana”, aunque dado el protagonismo que en el postre tenían tanto el caramelo (helado) como el limón (gelatina) y que llamar evolución a una técnica del siglo pasado (espuma de crema catalana) me parece algo impropio, yo lo rebautizo como “Matrimonio muy bien avenido de crema catalana y lemon pie”.
Y unos petit fours (financiero de té, galleta de chocolate y avellanas y trufa de chocolate blanco) infinitamente mejores –si bien es cierto que no era una tarea hercúlea- que los aperitivos.
En definitiva, cuando uno más uno no son dos sino que apenas llegan al uno –eso sí, de los grandes-.
Bodega: Amplísima, pero como casi todo en el restaurante Gaig, de la vieja escuela bodega y gran selección de licores. Paisajes Cecias 2008 (Tempranillo). Bodega Paisajes y Viñedos. DO Rioja. Y copa de coñac A.E.DOR Nº6 (36 €/copa, por supuesto, no reflejados en el siguiente precio).
Precio: 65 € (precio medio –si es que un intervalo tan grande pude denominarse así- de 40 € a 120€).
En pocas palabras: Gaig 2013 = Horta + Cram - Carles (su faceta acomodada)
Indicado: Para los que etiquetas como “demodé” o “trasnochada” se quedan vacías ante el peso del sabor.
Contraindicado: Para los que creen que el Eixample no es país para viejos –por activos que estén y talentosos que sean-.
Còrsega 200, Barcelona.
93 429 10 17
Tinc molt bons records del lloc de Horta, però ja esborrats pel tems. I també de quan van obrir la Fonda que va durar una temporada que anava sovint i després vaig abandonar, sense ser degut a cap motiu important.
ResponderEliminarDel Cram vaig passar... :)
I ara aquesta remodelació, no em dona bones sensacions. I no parlo pas a nivell de qualitat, però no sé... Els temps estan dificils i no es pot relliscar.
Ara fan el mitgdía un menú de 25 €. No sé, pero darrerament en Carles ha comès un exces d´errades amb tants fronts per cobrir....aeroport, bus turístic, Fonda i Gaig.
ResponderEliminarA mes penso que va cometre un error estratègic al obrir la Fonda, dons ll´hi va buidar part de la clientela del Gaig.. En fi...
Sento la tardança en donar-vos resposta, Ricard i Bernie.
ResponderEliminarCom bé apunteu, els continus canvis de rumb, qüestionables, com a mínim, decisions estratègiques... han dut a un gran cuiner i a una gran cuina a un just -aquest és el meu parer- segon pla.
Salutacions,
eduard