jueves, 2 de julio de 2015

Tradevo

Cantaban Los Del Río que “Sevilla tiene un color especial”. Popular estribillo convertido en el eslogan de la capital andaluza que, un servidor, completaría diciendo que la ciudad de Curro –ese “orgulloso” gallifante que en el año 1992 fue mascota de la Expo- tiene también un sabor y un precio especiales.

Y un sabor especialmente bueno y barato es el que nos ofrece el restaurante Tradevo, el paradigma del nuevo tapeo sevillano.

Una nueva forma de entender y de servir las tapas en Sevilla que, seguro, a Gonzalo Jurado y a su mujer Liliana Murillo les habrá costado más de un disgusto desde que abrieron su restaurante Tradevo en 2010, pues no es la antigua Híspalis el terreno abonado para la alquimia, aunque sea con los cachivaches de los juguetes de Mediterráneo, gastronómica. No obstante, a tenor del lleno absoluto –remontes mediantes- y de los dispares perfiles de clientes que observé en mi visita, está claro que, desde el paladar puede llegarse hasta la mente más obtusa.

En este sentido, no sería de recibo obviar que, parte del éxito del restaurante Tradevo son sus precios de derribo –con platos a precio de gaseosa de marca blanca, quién no se atreve a experimentar-.

Sabores y precios especiales son la mitad de la fórmula del éxito del restaurante Tradevo, a la que completa el factor humano personificado en el propio Gonzalo y en Carlos González.

Gonzalo Jurado: lo dicho, el propietario, junto a su mujer, del restaurante Tradevo y, sobre todo, un gran cocinero formado junto a un buen puñado de los mejores (Santamaría, Ruscalleda, Adrià o Arola). Y digo formado y no paseado, pues sus estancias en Can Fabes, Sant Pau, Hacienda Benazuza o la Broche no han sido meros “stages” de pocos meses. Cuando leo el currículum de un joven cocinero y veo que ha estado en media docena de grandes restaurantes me viene siempre a la cabeza la simplona rima “formación itinerante, bagaje errante”.

Carlos González: el tan “salao” como “formao” sumiller y responsable de la sobria pero acogedora sala del restaurante Tradevo. Podéis cargar, sin riesgo, el peso de vuestra elección en sus anchas espaldas.

¿Y qué ofrecen Gonzalo, Liliana, Carlos y el resto del equipo del restaurante Tradevo?

Pues un tapeo creativo -una suerte de nuestros Arume, Lando, Capet o El Tiet- del que disfruté de la mano de:

Un buen rebujito del que estuve a punto de pasar por culpa de la sorprendente referencia al vermut de Casa Mariol que vestía una de las paredes del restaurante Tradevo. Si está invadiendo hasta la tierra de las cañas, las manzanillas y los rebujitos, será que esto del vermut no es una moda pasajera –a los que siempre nos ha corrido vermut por las venas, lo celebramos-.

Un discreto aperitivo de la casa a base de unas vulgares aceitunas y maíz dulce.

El mejor pan (de centeno y trigo de Conesa) que comí durante mi escapada al Sur, acompañado por una buena hojiblanca de Jaén y una interesantísima sal de las marismas de San Fernando.

Un muy buen cartucho de boquerones fritos acertadamente subidos de limón, que ocupó el lugar de una de sus tapas estrella (sardinas marinadas sobre tostada de pimientos asados), no disponible ese servicio –inicial desencanto, para un encantador final-.

Un notable sashimi de pargo salvaje, aderezado con yuzu, wakame y soja.

Una tan ligera como sabrosa, y con todo en su punto, fideuá de rape y gambas aderezada con un suave alioli.

Una correcta y algo barroca composición de mollejas de cordero, ñoquis, pesto, tomate concasé y cebolla morada encurtida. A la molleja le va la patata, sin duda, pero con el sabor no basta, pues la compatibilidad de texturas juega también un papel fundamental, y aquí, aunque entiendo el guiño visual de la molleja y el ñoqui, la textura de éstos entorpecía el disfrute de esas –dónde esté una buena patata al tenedor o un buen parmentier…-.

Unas excelentes costillas de cochinillo perfectamente acompañadas por un puré de patatas, manteca, pimentón dulce de la Vera y torreznos.

Una muy buena presa ibérica de bellota, cocinada en su punto, pero mal cortada –como nadie duda ya que para el disfrute de un sashimi o de un tataki el corte del pescado es fundamental, a ver si nos entra ya en la mollera que la carne no merece menor atención-, acompañada por un puré de patatas con manteca “colorá” y chorizo -¿Algo reiterativo? Sí. ¿Buenísimo? También-.

Una degustación, cortesía de Carlos, del excelente queso de Lanzarote Alegranza (leche cabra majorera, pasta prensada y con entre 10 y 12 meses de maduración), acompañado por unos picos de morreo.

Y una poco lúcida y menos lucida versión del Tiramisú: bizcocho excesivamente empapado de un dulzón café (con ello, su textura se iba al traste), nula presencia de Amaretto (el alma del Tiramisú) y una excesivamente ligera y con demasiado sabor a clara de huevo espuma de mascarpone.

En definitiva, el precio no lo es todo, pero cuando un restaurante ofrece una comida bonita, rebuena y retebarata, la visita se me antoja como requeteobligada.

Bodega: Interesante, por selección y precios, carta de vinos. Aunque, en puridad, carta no la hay, y lo que encontraréis son una veintena de vinos reseñados con tiza en las paredes del restaurante. El bueno de Carlos acertó en al recomendarme el jienense Marcelino Serrano 2011 (Syrah y Tempranillo) del homónimo pequeño elaborador.

Precio: 25€ -sí, lo habéis leído bien-. Precio medio a la carta: 15€-20€ + bebidas.

En pocas palabras: Otra Sevilla es posible.

Indicado: Para confirmar que la calidad no tiene precio o, como mínimo, que precio y calidad son variables independientes.

Contraindicado: Para los que Sevilla es sinónimo de caña, fritanga y tablao.

Plaza Pintor Amalio García del Moral 2, Sevilla.
626 255 573

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