jueves, 26 de abril de 2012

Atrio

Un soberbio –en mucho de la mejor y en algo de la peor de las acepciones de la palabra- restaurante cacereño que supuso la primera parada de mi periplo gastronómico de Semana Santa y a la que he reservado el dudoso –salvo que uno crea en esa máxima de la sabiduría sacra que reza eso de que “los últimos serán los primeros”- honor de cerrar las crónicas gastronómicas que lo han narrado.

Aunque, y lejos de pretender refrendar la bíblicas palabras recién citadas, debo confesar –¡Qué vaticanista me está saliendo esta crónica!- que tras mi visita al restaurante Atrio no puedo, ni quiero, no hallar más que merecidísimos todos sus galones (i.e. dos Estrellas Michelin, tres Soles Repsol y la distinción como Relais-Châteaux).

Y así es pues…

La cocina que practica, que dirige Toño Pérez no solo merece el calificativo de excelente tras ser pasada por el tamiz de la plaza en la que tiene que lidiar, sino que de ser puesta en cualquier lugar del mundo justificaría el detenerse en deleitarla;
De muy pocos marcos –recién estrenado, por cierto, si es que algo más de una año encaja en tal descripción- puede decirse que están a la altura de una cocina de tantísimo nivel –baste decir que el restaurante Atrio recibió en 2011 un premio FAD o que terrazas como de la que puede hacer gala son una agradabilísima “rara avis”-.
La bodega del restaurante Atrio es, sin duda, una de las más impresionantes que he visto –acto de coleccionismo, sí, pero también de amor profesado por José Antonio Polo por el mundo del vino-. En este sentido, creo que hacen buenas mis palabras hechos como que ha sido declarada, hasta en nueve ocasiones, como mejor bodega del mundo o que atesora más de 32.000 botellas repartidas entre casi 3.000 referencias entre las que pueden encontrarse tres decenas de añadas de Romanee Conti o Chateau Muton Rothschild y hasta 76 de Chateau d’Yquem, la primera fechada de 1806 (solo quedan tres en el mundo).
Puede hacer gala de uno de los mejores servicios de sala que he visto, y ello a pesar de que uno de sus sumillers, algo encantado de conocerse -he aquí la cara fea de la soberbia apuntada en mis primeras palabras- y cuyas recomendaciones, a tenor de que de los tres dígitos no bajaban –apaga y vámonos si un vino que cuesta 200 € no te eriza la piel-, se antojan como prescindibles, se empeñe en restar enteros a un capítulo tan memorable de la experiencia Atrio.

¡Basta ya! Vayamos al grano.

Grano que en el restaurante Atrio se materializa en un menú degustación al que me gustaría calificar como excelente, pero que la paja del que tuve que separarlo, identificable, principalmente, en la reiteración de muchos elementos (foie, tirabeques, trufa, curry, boletus…) en los platos que lo componían, me lo impide –mucho, demasiado “¿Tú otra vez por aquí?” para un menú de tanta altura que, por supuesto, se hacía pagar-.

Menú degustación al que dieron forma:

Un correcto servicio de pan (torta de aceite y pan blanco).
Un excelente macarrón de apio con paté de caza.
Una notable crema de calabaza, castañas y curri con manjar de almendras, boletus, pipas y tirabeques, a la que una presencia excesiva de curri no permitía brillar.
Un sabrosísimo capucino de foie (royal), crujiente de maíz, boletus y café.
Un delicadísimo carpaccio de gamba roja magníficamente acompañado por crema agria y caviar iraní.
Un excelente ejemplo de cocina fusión extremeña-asiática encarnada por oreja de cerdo ibérico con calamar, curri, soja y tirabeques.
Un plato que lleva casi 20 años en la carta del restaurante Atrio y que, visto lo visto -probado lo probado-, solo puedo fervientemente desear que los hijos de mis hijos lleguen a disfrutarlo: crujiente de careta de cerdo, cigalas y consomé cremoso (gracias a la presencia de foie) de ave.
Una excelente lubina –lo que ha de costar, o lo que debe hacerse pagar, que una lubina llegue tan salvaje a Cáceres- acompañada de setas, algas, trufa y un cremoso de mar.
Una pluma ibérica a la que unos acompañamientos, o facilones: melocotones salteados y foie, o “repes”: crujiente de maíz (el mismo que el del capuccino); o de dudosa complementariedad de sabores con los demás -no así con la pluma ibérica-: cremosos de berros, reservaron el papel de la fea del baile.
Una siempre excelente Torta del Casar (natural y su helado –de los mejores que he probado-) bien acompañada de un cremoso de membrillo y aceite de vainilla.
Un correcto, sin más, sorbete de albahaca con tierra de lima-limón.
Una magnífica crema de tocinillo de cielo acompañada por un muy buen helado de yogur, tierra de cacao y aire de coco.
Y todo un alarde –por cantidad y calidad- de “golosinas (maccaron de limón, buñuelo de crema –sin duda, la mejor-, trufa, gominola de frambuesa, madeleine y chupito de tiramisú).
En definitiva, un restaurante que por su propuesta gastronómica, su marco, su bodega, su servicio y por la impagable e imprescindible labor de vertebración del territorio que hace merece toda mi admiración.

Bodega: A Christmann 2002 (Riesling Troken), Pfaltz; y Caol Ila 25 años.
Precio: 126 € (menú degustación+ servicio de mesa) + 80 € (botella AC 2002) + 20 € (copa de Caol Ila 25 años)

En pocas palabras: El mejor restaurante de la península al oeste de Madrid.

Indicado: Para los que, a pesar de sus cada vez más sombras, seguimos creyendo en el valor y la labor de las estrellas Michelin.

Contraindicado: Para los que ni entienden ni quieren entender de contextos.
Plaza de San Mateo 1, Cáceres
927 242 928

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