jueves, 11 de junio de 2015

El Cau de Sant Llorenç

Datos, divagaciones y hechos. Ésta será la secuencia de la crónica de hoy, así que, los que en las excursiones que os propongo se encuentran más perdidos que en los Cerros de Úbeda, que tras las cinco siguientes sentencias le den con ahínco a la tecla de “abajo” y la liberen, y retomen la lectura con la aparición de las primeras fotos de lo qué llevarse a la boca –no me enfadaré, pues, en ocasiones, hasta a mí me doy dolor de cabeza-.

El restaurante El Cau de Sant Lloreç hace 4 años que abrió sus puertas en pleno centro histórico de Lleida, aunque durante mucho tiempo respondió al nombre de La Cullera de Sant Llorenç.

Los mecenas del restaurante El Cau de Sant Llorenç son tres profesionales ajenos al sector de la restauración que trabajan para tener un restaurante –noble propósito-.

El restaurante El Cau de Sant Llorenç puede vanagloriarse de tener una de las salas más bellas –sino la que más- de la ciudad de Lleida. Haber que se ve magnificado por sus dos encantadores privados o por su más que agradable terraza.

Y el día a día del restaurante El Cau de Sant Llorenç lo sacan adelante, en cocina, un Roger Vilaró bien secundado por la buena de Núria y, en sala, la dupla formada por Jonathan (curtido en la mejor vermutería de Lleida: Blasi) y Judith.

Un Roger Vilaró -con el que coincidí en el ilerdense restaurante Cassia, dónde tuve la oportunidad de constatar tanto su talento culinario como su amor por este oficio- que, a sus 23, hace tres meses tuvo tanto el honor de hacerse con las riendas de la cocina del restaurante El Cau de Sant Llorenç como el marrón de intentar conquistar y educar el paladar de la platea leridana.

Para los que no sepan contar, aquí es dónde comienzo a divagar.

Sobre el honor –y honrosa expresión de la valentía de la propiedad- que es que a los 23 años te confíen, en toda la extensión de la palabra, la comandancia de unos fogones no ahondaré. Sí que lo haré, en cambio, sobre el marrón que esto supone en una plaza tan complicada como Lleida.

Y es un marrón pues intentar conquistar a los habitantes de la ciudad que me vio nacer desde la creatividad gastronómica es una tarea más difícil que cualquiera de las 12 que tuvo que superar Hércules y de la que, antes, grandes cocineros –estoy pensado en Xixo Malena o Joan Burgués- salieron escaldados o quemados.

No sé si será por culpa de la niebla –lo dudo, pues en ciudades más grises que Lleida mi paladar ha tocado las estrellas-, de la masa crítica de una pequeña ciudad –tampoco me lo compro, pues en la mayoría de las pequeñas capitales de provincia españolas se come mejor que en Lleida- o del conservadurismo de los ilerdenses –aquí tampoco está la respuesta, pues no creo que los vecinos de los barrios de Salamanca o de Pedralbes solo se emocionen ante cuadros barrocos y desprecien la pintura impresionista o abstracta-.

Entonces… ¿Por qué sigue Lleida en el paleolítico gastronómico y buena parte de sus restauradores corriendo como pollos sin cabeza?

Obvio, por culpa de los leridanos. Tanto los comensales como los cocineros o restauradores.

A los primeros le achaco no solo la falta de cultura gastronómica sino –y lo que es peor- la poca voluntad y predisposición en aprender.

A los segundos, con honrosas excepciones, la nula valentía para hacer pedagogía gastronómica desde sus cocinas y restaurantes. Una pedagogía que, no os confundáis, no entiendo como una tarea “pro bono” sino como una inversión, pues, si la cocina de Lleida sigue idolatrando solo a las brasas y a los caracoles –los Falsos Becerros de Oro y no Las Gallinas de los Huevos de Oro como muchos ilusos creen- la gastronomía de la Terra Ferma envilecerá, envejecerá y se empobrecerá.

Reza la sabiduría popular que “no se hizo la miel para el paladar de los asnos”, pero, y como creo que mis paisanos no son borricos sino que lo que les sucede es que llevan bridas en el paladar, confío -¡Y deseo sobremanera!- en que dejen de dar la espalda a la cocina creativa –lo que no implica que deban renegar de la cocina tradicional pues estamos ante una clara y sana expresión de consumo no rival- y permitan brotar, para luego ver florecer, a los restauradores con suficiente garrote como para aventurarse con la creatividad gastronómica.

Una creatividad gastronómica que es la que Roger, con tantas buenas intenciones como extremos por pulir, practica en el restaurante El Cau de Sant Llorenç –eso sí, y pues los números tienen que salir, también hay recovecos en su carta para la tradición y los dichosos caracoles-.

Una creatividad gastronómica de la que puede disfrutarse a la carta o a través de su menú degustación –por supuesto, por el que me decanté-.

Un menú degustación que se ofrece casi a precio de gaseosa (45€, bebidas incluidas) para que hasta el más terco paladar ilerdense se atreva a experimentar con él, y al que, el pasado viernes –no es esclavo del papel sino del criterio del chef- dieron forma:

Un vulgar pan –sé que Roger está en busca y captura de uno mejor- bien acompañado por las arbequina y picual leridanas del aceite L’Estornell.

Un irregular cuarteto de aperitivos. Excelente –bello, crujiente, sedoso y sabrosísimo- el buñuelo de calamar con emulsión de alioli, buena la croqueta de jamón ibérico –un empanado más ligero le haría ganar unos cuantos enteros-, correcta –principalmente por culpa de la excesiva cocción del bivalvo- la navaja con coco, curry y lima, y mediocre el pan de gamba con guacamole –algo oxidado y falto de punch- y atún –poco noble-.

Un interesante salmorejo de frutas exóticas, granizado de remolacha, anguila ahumada y piñones que, a mi entender, sería un plato mucho más redondo si, en vez de incorporar los matices de las frutas exóticas en el salmorejo, se buscase potenciar en éste la remolacha –las notas húmedas y dulces que ésta aporta le van como anillo al dedo a la anguila-.

Un tártaro con influencias niponas en el que se demuestran buenas maneras pero en el que también se quiere demostrar demasiado pues, en el fondo, no era una fusión de un tártaro tradicional con otro elaborado con ingredientes japoneses sino que éstos (helado de mostaza y wasabi, ajo negro o miso) se adicionaban a la propuesta primigenia. En definitiva, un plato correcto del que Roger podría sacar dos grandes tártaros: uno de aquí y otro de allá.

Un meritorio “Plactónic” que es la clara expresión de la bulliciosa, talentosa pero también por ordenar cabeza de Roger y expresado como un cremoso de patata y azafrán, gambitas, ginebra infusionada con plancton, y espuma de bisque de gambas –creo que, de sustituir el azafrán por citronela y pimienta el guiño al combinado de moda sería más redondo-.

Una barroca pero muy sabrosa composición de espaguetis de trufa, cresta de gallo, yema de huevo, carbonara ibérica y vieira.

Y de Velázquez a Pollock con un buen calamar relleno de butifarra negra y aderezado con texturas de albahaca (crujiente, brotes y pesto) y tinta ibérica (fumet infusionado con hueso de jamón y tinta) –un secundario de lujo que de tener más protagonismo daría mucho más lustre al plato-.

Un notable pez limón en escabeche de Orio matizado con alcaparrones, piparras y un excelente curry rojo.

Un buen tataki de ciervo algo deslucido por tanta y tan dispar comparsa: falsas migas (crumble salado), cítricos (kumquats y sorbete), cebolla encurtida, patata al mortero y cacao.

Un buen, pero desajustado en sus proporciones (dimensión y equilibrio entre los componentes) pre-postre de yogur griego, fruta de la pasión (sopa y sorbete) y menta (infusión).

Una más que interesante, a pesar de su dulzor, composición de chocolate, toffee, regaliz y café.

Y para terminar, un irregular trio de petit fours que ilustran lo que hoy es el restaurante El Cau de Sant Llorenç: un joven talento que el tiempo, trabajo y madurez mediantes, dirá si acaba jugando en el Barça o en el Lleida. Correcta la espuma de crema catalana, anodina la gominola de cola y lima y soberbia la panna cotta de lima kéfir.

En definitiva, un restaurante que, si bien no justifica el viaje a Lleida sí que se erige como lo mejorcito de mi ciudad natal y que supone todo un soplo de aire fresco para un panorama gastronómico al que buena falta le hace.

Bodega: Pequeña carta que, con sus vinos, principalmente de la D.O. Costers del Segre, a precios muy reducidos adquiere grandeza. La sabia propuesta de maridaje de Jonathan me llevó a descubrir y a disfrutar del Nur 2010 (la cariñena que la bodega Castelo de Pedregosa elabora en el Priorat).

Precio: 45€ (menú degustación con bebidas incluidas). Precio medio a la carta 20€-30€ + bebidas.

En pocas palabras: El miope en la ciudad de los ciegos.

Indicado: Para los de la Terra Ferma que deseen hacer volar a su paladar.

Contraindicado: Para los que creen que los sifones los carga el diablo y que la cocina al vacío te conduce al mismo, o, “ras i curt” (sin subterfugios), para los integristas de la tradición.

Plaça Sant Josep 4, Lleida.
973 289 163

No hay comentarios:

Publicar un comentario